miércoles, 4 de julio de 2012

"El Último Eslabón" Por Emilio Araya

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Le llamaban Rainer y vivía solo. Su cabello entrecano y los pocos surcos que lucía su rostro, manos todavía vigorosas y pasos firmes, hacían de su edad  algo indeterminado.  Su vestimenta, que siempre olía a polvo o a alguna cosa nauseabunda, jamás dejaba el negro. Sí, porque Rainer llevaba años guardando luto por su hermana desaparecida en los vaivenes de la guerra que había asolado al continente. 

Alena Hüter, una joven buena y laboriosa, había salido una mañana de diciembre, subida a la carrocería del destartalado camión del escuadrón de paz para servir como médico. La próxima vez que su hermano la vio fue cuando, luego de la rendición de las tropas enemigas, le trajeron un saco que tuvo la funesta tarea de conducir al cementerio. La ceremonia fue breve y privada. Sólo estuvieron él y un mastín más negro que la noche. De ahí en adelante, Rainer Hüter guardó para siempre la ausencia de su hermana, pero nunca regresó a depositar flores  al sepulcro, siquiera ha dedicarle una plegaria. Este hecho generó suspicacias, que desaparecieron como cubiertas por la misma hiedra que pronto pobló la descuidada tumba de Alena.  La indiferencia de los locales hacia la suerte de Rainer fue tan grande, que las malas lenguas ni siquiera se molestaron en levantar suposiciones acerca de su soltería. A nadie parecía importarle el hecho de que el Señor de la Casona Hüter permaneciera estoicamente indiferente a los placeres de la carne ‹‹Su señora es la melancolía››, dijo alguien una vez. Y eso pareció echar tierra también sobre la famosa historia.

Sin embargo,  Rainer no había estado ocioso. Cada día, desde la muerte de Fräulein Hüter, el último eslabón de aquella otrora magnífica familia había trabajado sin descanso en un proyecto que sólo se había atrevido a confesar a las páginas de su diario. Sólo Schnitter, que lo acompañaba tendido frente al fuego cuando repasaba sus apuntes, conocía la verdad que su amo guardaba bajo siete llaves. 

Aquella tarde, como hacía una vez todos los meses, Rainer bajó a la cocina con un escalpelo en la mano izquierda. Entonces, con la misma parsimonia que exhibía frente a sus vecinos —y que no era otra cosa que su propia humanidad—, efectuó un corte de cierta profundidad en su muñeca opuesta y esperó hasta que la sangre llenara hasta el tope una tacita de café. Acto seguido, puso a hervir el brebaje a fuego lento, para que se conservara tibio, mientras se prodigaba rápidamente los cuidados necesarios para que la herida cicatrizara sin complicaciones. Una vez que se puso los vendajes, el Señor de la Casa Hüter se aseguró de comer un buen pedazo de carne cruda antes de disponerse a subir al soberado.

 Él sabueso, que había estado cuando había regresado con el cuerpo de la joven envuelto en esos trapos tan inmundos, desde ese día no se acercó más, siquiera a las escaleras. De hecho, luego que su amo saliera de aquella habitación, lo rechazaba, le gruñía y escapaba del caserón, desapareciendo por varios días, para luego llegar con temor y recelo a los pies de su amo, encogiendo las posaderas como pidiendo perdón por la infidelidad, pero con el mismo terror a aquella zona rodeada de pestilencia.

La llave giró, el picaporte cedió y un grotesco —pero familiar— espectáculo apareció frente a los ojos del hombre solitario. Pálido, consumido hasta las carnes y tendido desnudo sobre un lecho amarillento, el cadáver de su hermana descansaba envuelto en una melena pajosa que escondía sus pechos pequeños y descendía casi hasta tocar sus zonas más pudendas.

—Siento haber tardado tanto, querida hermana —dijo Rainer, menos frío que de costumbre, acercando una silla para sentarse junto al lecho—. Pero te he traído algo de comida. 

El cadáver respondió con una mirada entornada. De sus labios entreabiertos asomó una mosca que partió volando hacia la ventana. 

—Bebe, bebe, mädchen —susurró Rainer, arrodillándose para poner el tazón en la orilla de los labios—. Bebe para que vuelvas a la vida.  

Una gota escarlata asomó por la comisura de los labios de la cosa cuando Rainer terminó de alimentarla. Entonces, sin mediar una palabra, el hombre de cabellos entrecanos se tendió sobre la cama y aplastó los genitales putrefactos de su hermana antes de romperlos con una embestida de furia que sacudió los cimientos de la casa.  Cuando terminó, se dejó caer a un lado del  cadáver, pero no tardó en subírsele en el pecho para juguetear con su cabello.   

—Pronto estarás bien, dulce Alena —le susurró al oído, sin notar que una araña de patas largas trepaba rápidamente hacia las sienes del engendro—. Te traeré comida. Más, mucha más. Y serás fuerte. Te levantarás, y esperarás a que llegue el niño, y si no pasa nada  seguiremos intentando. Porque no queremos que sea el último, ¿verdad que no? No queremos que el nombre de esta casa se pierda para siempre.

La cosa respondió con un quejido estremecedor. Pero de los labios de la joven sólo asomó un hilo de sangre que corrió hasta pegarse en uno de sus pechos. 

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