La Guerra había comenzado hace
ya tres días. Los dos bandos parecían traer una y otra vez nuevos hombre dispuestos a luchar. Otros valientes —que creían defender algo más que el
orgullo del pueblo— afrontaban sin escrúpulos lo que ellos llamaban muerte.
Los cuerpos viejos, podridos por el
pasar del tiempo, comenzaban a mezclarse con los recién caídos, como única masa
de almas apagadas junto a la sangre que se empeñaba en alcanzar nuevas presas.
Las llamas, que se habían apoderado
por completo de los tablones
improvisados de nuevos muros en el Fuerte de Golfur, se mezclaban con
total simpleza con el gris irónico de las nubes que se posaban sobre el campo
de batalla, como si se tratase de una hechicería.
Golfur estaba construido de tres grandes
niveles, y en cada borde, los arqueros hacían relevos para ir por más flechas. Los
pisos se ensanchaban contra el suelo de arena negra. Había no más de veinte
valientes que tenían la misión de bajar e intentar traer de vuelta flechas
quitadas de los cuerpos ya vencidos. Unos pocos metros más adelante de ése
punto, se encontraba la batalla cuerpo a cuerpo entre los soldados de Rhínen y
Golfur del Sur.
Habían logrado, con mucha
dificultad, adelantar sus líneas de combate en una muestra de dominio del
poder.
Pero, una vez pasadas las horas, los
sureños eran ahora menos del doble de los que habían salido a la lucha, días
antes, y el enemigo parecía no confundirse en sus propósitos, pese a la fiera
lucha con que se les enfrentaban. Era posible que los Golfurianos fueran más
hábiles con la espada, pero por cada enemigo que caía, otros tres enemigos llegaban.
—Señor, vamos a tener que rendirnos —decía ya cansado Urus — ¡Es la única
forma de sobrevivir!
—Levanta tu arma, soldado, y mira al
frente. —Argarhan, el rey del Sur, parecía respirar con dificultad también, pero
aún empuñaba su enorme espada con las dos manos.
—Pero, Señor...
—¡Levanta la puta arma! ¡Debemos
esperar sólo un poco más!
En algunos espacios, desde donde ya
no se oían gritos sino llantos y gemidos, se podían divisar tumultos de cuerpos
envueltos por barro, sudor, y desesperanza.
—¿Ves eso? —preguntó Argarhan,
apuntando al cielo—. Va a caer la niebla en unos pocos instantes y sólo
entonces tendremos una pequeña oportunidad de salir vivos de esto.
De pronto, se oyó una voz en el aire
que versaba en un lenguaje que no era el común. Argarhan no dudó: era el Brujo
andrajoso, quien le había dado su palabra de que le ayudaría para cuando lo
necesitase, pero sólo una única vez. No era posible verlo, pero estaba ahí. Su
presencia se podía sentir dentro de los corazones de cada uno de los presentes.
Una tibia brisa nació de pronto y
nubes enormes se posaron frente a todos. Nubes gruesas y negras no dejaban ver
a un metro delante de donde se encontraban unos de otros. El Brujo había
cumplido con su parte del trato.
—¡Ahora, ahora! ¡Corran! —ordenaba
el rey.
Los Golfurianos no entendieron
demasiado la orden, pues se encontraban aún confusos, pero hicieron caso tras
la insistencia de los gritos: a ciegas, corrieron de vuelta a los muros del
Fuerte de Golfur. Sólo entonces, Argarhan ordenó a los arqueros que se
alistaran. Esta vez volvían a tener los carcaj llenos, pero de flechas menos
estables y algunas rotas.
De nuevo se oyó la voz del Brujo y
la neblina se disipó. Al menos mil hombres de Rhínen estaban allá delante,
parados y sorprendidos. Eran presa fácil.
Los arqueros entendieron que el plan
era perfecto y, para cuando se dio la orden, sólo debían escoger a quién tirar.
Era posible conseguir la victoria.
El Enemigo sabía que no podía
quedarse ahí o serían aniquilados en cosa de minutos, así que emprendieron la
carrera contra los mismos muros del Fuerte. Sólo unos quinientos alcanzaron a
llegar, quinientos hombres que serían asesinados por el resto del batallón de
los hombres del Sur.
—Cumpliste, Brujo —dijo, con una
sonrisa, Argarhan, mientras que el resto daba el grito de batalla. Esposas e
hijos salían al mar de muerte a lamentar las pérdidas.
—Ahora es tu turno —era la primera
vez que el Brujo le hablaba de cerca. El rey pensó que el corazón le latía más
lento tras haberlo oído. Se calmó.
Los dos caminaron a la torre más
alta del Fuerte, allá desde donde sólo las estatuas de Bherian y Grerian podían
ver hasta el fin del país. Entraron, entonces, a una habitación donde el
silencio era infinito. Había allí una cama con sábanas de seda marrón, y en las
esquinas traía bordados de plata con formas ovaladas de conchas de mar.
La ropa andrajosa del Brujo no lucía
con la losa blanca que cubría el piso de la habitación.
Argarhan se dedicó a mirarlo un
tiempo y experimentó un repentino escalofrío. Quizás fue un miedo pasajero, de
aquellos que se ocasionan cuando los hombres ven, pero no entienden.
Cada uno estaba parado a un lado de
la cama, mirándose mutuamente.
El Brujo se quitó la capucha y un largo pelo negro se dejó caer,
reposando en su espalda. Su cara tenía finas terminaciones.
Argarhan se sintió intrigado al no
comprender si era una mujer o un hombre la persona que tenía enfrente.
—Si quieres que haga esto,
desnúdate.
El Brujo hizo caso y sólo cuando los
pechos, redondos y blancos como la leche, se asomaron, Argarhan se enteró que
era una mujer. Todo este tiempo había mantenido planes y preparado estrategia
de guerra con una mujer Bruja, la cual ocultaba su rostro. Pero no importaba. Golfur
era victorioso, y estaba bien. Ahora, Argarhan debía cumplir su parte del
trato.
Él también se desnudó. Su armadura
se la quitó con cuidado y la dejó caer. El sonido hizo ecos y las sombras de
los dos, tal como los cuerpos, se mezclaron bajo un torbellino de sudores y
placer.
—Ahora dime, ¿tan incómodo te
sientes de haber tenido que penetrar, después de todo, a una mujer y no a un
hombre como pensabas que sucedería al comienzo de éste día? —la voz de la Bruja no era descarada, sino
seria.
Argarhan le devolvió la mirada, casi
tan seria como la de ella. Suspiró.
—La verdad es que es igual. No creas
que no he hecho cosas más significativas con tal de mantener a mis hombres con
vida.
—¿Un hombre ha entrado en ti antes?
—esta vez la Bruja
sí sonrió, pero él pareció sentirse cautivado con aquella muestra de alegría.
No era necesario responder.
—Ya veo —concluyó la Bruja —: un hombre que lo
entrega todo por ganar guerras —se puso de pie, llevándose una sábana para
cubrir su cuerpo. Miró hacia el suelo, como recordando algo—. No te preocupes,
tu secreto se irá conmigo. Cumple ahora tu parte del trato.
La hora había
llegado.
Argarhan se puso de pie también,
esta vez tras ella, rozándola con su pecho. La Bruja gimió al tacto y cerró sus ojos. Entonces,
el rey la abrazó fuerte por la espalda y la aprisionó con sus brazos que
parecían crecer de manera desproporcionada. De cada uno de los poros de su
piel, se asomaban vellos filosos que resplandecían ante la luz que los
alcanzaba. La piel de Argarhan se fue tornando de un verde oscuro y se hizo
dura, como la roca. Desde su espalda, unas especies de escamas nacieron justo
al momento en que su voz cambiaba tanto, que ya no era capaz de formar palabras.
Su lengua era larga ahora; se asomaba como si de un perro en celo se tratase, y
sus dientes se alargaban como colmillos babosos que dejaban escapar un
constante jadeo. Su cabeza se hizo
alargada, y de sus ojos nacían unas prominentes cejas que parecían cubiertas de
nuevos tipos de escamas. Su cuerpo creció tres veces más que cuando estuvo en
estado de hombre. Su aspecto era repugnante: una especie de lagarto capaz de
sostenerse a dos patas y que dejaba escapar un tufo maloliente. La sangre se le
heló.
—Sólo hazlo —dijo ella, que seguía
en los brazos del rey, pero no parecía espantada, sino complacida. Entonces
cerró sus ojos.
La enorme bestia volvió a
aprisionarla, esta vez quebrándole los brazos y aplastando sus pechos, casi al
punto de reventarlos. Pero, con una renovada sed de sangre, quizás ocasionados
por los olores propios de una mujer, olores de los cuales él se sentía casi
excitado, la dio vuelta y la puso frente a sí. Quiso mofarse del terror de
ella, pero la Bruja ,
pese a todo, sonreía. La bestia pareció molestarse con el gesto. Entonces, por
fin, la levantó a la altura de su rostro, abrió su enorme hocico con mil y un
cuchillos, y le arrancó la cabeza de una sola mordida. Mientras digería la
cabeza, con la otra mano sujetaba el resto del cuerpo que no cesaba de chillar
sangre.
El rey hizo un ruido extraño cuando
vio que la sangre hervida de la
Bruja se desparramaba por su nueva piel. El hambre creció y
terminó de comerse aquellos brazos que había molido minutos antes. Lo que quedaba
del cuerpo seguía moviéndose en el piso, con actos de reflejos, espasmos
repentinos de una vida ya sin vida.
Así fue que los días pasaron y el Fuerte de Golfur vivió tiempos de
tranquilidad. El rey había vuelto a tomar su forma verdadera. A ratos pensaba
en la Bruja. Se
preguntaba qué pasaría ahora si otra guerra se presentara, pues no la tendría a
ella como arma. Pero su palabra era importante: debía cumplir con los términos
que ella había impuesto. Para siempre se preguntó por qué ella buscaba la
muerte.
Porque para Argarhan era así; cualquier cosa para cuidar su pueblo.
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