jueves, 15 de noviembre de 2012

"Rancio" por Pablo Espinoza Bardi

      Por el respeto que le tengo a mi gran y querido amigo no citaré su nombre en este relato. Tan sólo contaré las extrañas circunstancias que me obligaron a distanciarme de él. Para empezar diré que nos conocíamos de nuestro trabajo en la funeraria hace ya bastante tiempo (unos ocho años más menos), y cabe señalar que siempre cerrábamos nuestro local a la hora del té como una costumbre que a perdurado hasta estos días, para disfrutar de esta aromática infusión y comentar sobre lo cotidiano y mundano, pues me señalaba que el té que yo encargaba al extranjero era único en su clase. Prácticamente éramos la única funeraria decente del pueblo y la tasa de mortalidad era aceptable para nuestras finanzas, y quizás sea en parte el motivo de nuestro distanciamiento, ya que mi amigo empezó a robar mis clientes... por decirlo de alguna forma menos dolorosa, lo cual detallaré a continuación.

     Hace ya algún tiempo que lo notaba algo extraño. Se paraba horas observando los cadáveres que llegaban. Los miraba con ojo analítico y hacía ciertas anotaciones en una vieja libreta. Anotaciones las cuales nunca me mostró. Después, cuando la obsesión se hizo más evidente, me tuvo que confesar que desde que entró a trabajar a la funeraria supo que la “muerte” le había dado un propósito en la vida. Esa misma mañana lo sorprendí acurrucado junto al cuerpo de un recién llegado. Avergonzado, me pidió disculpas, tomó su dinero ahorrado de años y se fue. Por un tiempo no supe nada más de él.

     Pasaron unos cuantos meses y el negocio no andaba bien. La muerte no dejaba ganancias. Incluso ya no tenía cadáveres de indigentes y cuerpos sin reclamar que me compraba la universidad.... Una tarde, a la hora del té,  apareció mi amigo en la puerta del local.

     Su aspecto era desgarbado, ojeroso y de rancios aromas... eso fue lo primero que me llamó la atención, al ver semejante caricatura. Lo invité a tomar el té, para que me explicara qué había sucedido. Me dijo que se compró una pequeña cabaña con el dinero ahorrado, allá por la zona boscosa, a unos kilómetros fuera del pueblo, en donde se podía dedicar de lleno a su singular pasatiempo. Después de dialogar por una hora, me llevó a su cabaña. Debo confesar que sentí algo de temor, pues mientras conversábamos no dejaba de analizarme de la misma forma que lo hacía con los cadáveres. Sentía como un escalofrío me recorría de pies a cabeza.


     En esta parte del relato me saltaré algunos detalles que no vienen al caso. Solo explicaré lo que hasta el día de hoy me tiene al borde del delirio. Mi amigo, o lo que quedaba de su persona, prácticamente poseía una “granja de cadáveres”. Él los estudiaba con morbosa fascinación. Anotaba el proceso de la corrupción, de cómo las larvas hacían su minucioso trabajo y de cómo las moscas continuaban el ciclo en otros cuerpos. Me contaba que los cuerpos pasaban de un tono pálido a un café negruzco, y de como la piel se iba resecando hasta un tono amarillento, quedando un dulce aroma a rancio.

     Un sujeto de apellido Martínez le proveía del material. Martínez era como un perro que cumplía a cabalidad las ordenes de su amo, el cual se dedicaba a la recolección de cadáveres antes de que los encontrara la policía. Y creo que cuando el “material” escaseaba, era capaz hasta de matar. Eso me quedó claro cuando a mi costado vi un túmulo de cadáveres frescos, posiblemente de indigentes y prostitutas.

     La tensión aumentó aún más cuando notaba que no dejaba de mirarme con esa morbosa fascinación. Mientras me decía que la idea de meter cuerpos dentro de un ataúd era algo aberrante y que los campos santos debían ser “jardines mortuorios dedicados a la contemplación de la muerte”, cometió un acto que me hizo escapar de aquel lugar infestado de moscas y de horribles hedores. Mi amigo, poco a poco, empezó a meterse dentro de un cuerpo que estaba tirado en el suelo, como si fuese un saco de dormir. El cuerpo se encontraba vaciado y solo asomaban las costillas abiertas, dando la idea de una enorme boca con terribles dientes que devoraban una escuálida presa. Como dije, inmediatamente abandoné el lugar.

     Pasaron uno días, la verdad no recuerdo cuantos, y decidí volver a aquel lugar. A pesar de todo era mi amigo y no podía dejarlo en aquellas circunstancias tan especiales. Trataría de ayudarlo. Grave error.

     Al llegar veo a un sujeto desnudo y de espaldas. Extrañado lo increpo para preguntarle qué le pasó a mi amigo, pensando que podría ser Martínez. Pero al darse vuelta noto la piel flácida y abultada en el cuello y las piernas... en realidad, era como un grotesco disfraz. Desde el cuello hasta la zona genital estaba burdamente zurcido con un grueso hilo negro. Pero la mirada era la misma que me causó terror hace días atrás, aquella mirada analítica, como si mentalmente me estuviese midiendo, como quien escoge y compra ropa en una tienda.

     Hoy me encuentro prácticamente encerrado en mi funeraria. Lo paradójico es que mi propio negocio es mi ataúd. Sólo salgo para comprar los víveres necesarios, pues la psicosis ha llegado al punto de desconfiar de la gran mayoría de los que pasan junto a mí. Ya no sé quién es quién, el característico olor a “rancio” lo siento en todas partes.

     Pero juro, que siempre a la hora del té, distintos sujetos se asoman por la ventana del local, quizás, para terminar de una vez con mi vida, o tan sólo, para disfrutar de la aromática infusión y conversar de lo cotidiano y mundano.

1 comentarios:

  1. Cuando leí este relato, antes de que fuera subido al Cielo, me vi sumergido en una prosa que, a ratos, tiene un innegable estilo lovecraftiano. Después, la mención que se da de la recolección de las prostitutas, hace recordar El Perfume.

    Lo interesante es cómo la psiquis del protagonista se ve afectada a tal punto, que opta por encerrarse. Eso habla de un desarrollo psicológico bien trabajado, considerando que al comienzo fue un personaje quien fue capaz de contarnos los detalles de un oscuro secreto. El miedo del hombre se percibe, como si tomara un gran riesgo al relatarnos una verdad que, quizás, es más real que la ficción.

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