lunes, 17 de diciembre de 2012

"El Cortaplumas" por Jano Moore

Mamá tenía las orejas hirviendo, enrojecidas de tanto pegarlas contra el auricular. Pero Clara seguía sin contestar el teléfono. Con otros números había tenido más éxito, de todas formas: las amigas cercanas, la policía, la seguridad ciudadana, los bomberos y los cuatro hospitales cercanos a nuestra casa estaban bien enterados de la situación. Eran las doce y veinte de la noche, mi hermana no daba señales de vida y mi madre se devoraba las uñas, hundida en el sofá por un momento, paseándose el otro. Mientras se paseaba, yo, que en esos días tenía ocho años, sólo atiné a salir al patio a comer una manzana. Supongo que lo hice por instinto, para aliviar presión. 

Mi padre estaba afuera, fumando un cigarrillo junto a la reja que daba hacia la calle. Llegó tarde ese día; dijo que había estado tomando unas cervezas con unos amigos, porque era fin de mes. Aún olía a bebida, cuando me le acerqué. Estaba en silencio. Me dio la impresión de estar pensando hondo. Las manos de mi padre eran enormes y duras. Empuñaba tanto su derecha, me acuerdo, que de hacerlo más, se hubiese amoratado. Me dio la imagen de un corazón hinchado o una roca a punto de estallar desde dentro hacia afuera. 

Le hablé entonces. Me puse junto a su cadera y me estreché a él, tan cerca como nunca más pude. Miró hacia abajo y le mostré la manzana. 

—¿Quieres? —le dije. 

Quedó extrañado. Finalmente, pudo reaccionar. 

—Bueno. Pero antes hay que pelarla. 

Buscó su cortaplumas, una navaja suiza que siempre llevaba al cinto, por si era necesaria para reparaciones y otros imprevistos, (como hijos despiertos a deshora con una manzana en la mano). Pero no la encontró. Se palpó los bolsillos de la chaqueta, de los jeans, hasta en la camisa. Nada. 

—Tendrás que ir a buscar un cuchillo allí adentro. 

Debo haber puesto cara de angustia. 

—Mamá está muy angustiada. 

—Ya se le pasará. 

Me dio mucha confianza, aún cuando su cara no mostraba mayor emoción. 

—La Clara va a llegar ¿cierto, papá? —pregunté cuando entraba en busca del cuchillo. 

Pero no contestó. Sólo volvió a la reja y a un nuevo cigarrillo. 

Pasaron cuatro días hasta que encontraron a mi hermana muerta junto al canal San Lázaro, un poco más allá de las vías del tren.

Mi madre nunca se recuperó. Aún hoy, cuando voy de visita al asilo, su mirada sigue siendo la misma. Unos ojos rotos, severos de tanta angustia y pérdida, con los que no soy capaz de entablar mayor conversación. 

Mi padre insistió en ir a las labores de búsqueda y en que yo lo acompañara. Fuimos al canal y nos unimos al piquete de voluntarios y policías que peinaban el área. Buscamos dos tardes completas sin encontrar nada más que basura, hasta que entre unos matorrales, apareció el abrigo fucsia de la Clara y, algo más allá, el cadáver. 

Al principio Papá no quiso que la viera. Pero yo me adelanté, no sé cómo, y llegué hasta donde los buzos tácticos la depositaban. 

Trato de recordarlo con exactitud. Cada día que pasa es más difícil y la imagen que puedo retener se mezcla con el estupor o la rabia o ambas y tengo la impresión de que ya no es sólo el cuerpo de mi hermana, sino la colección de imágenes que quiero conservar. Mal de viejos, supongo, o complejo de culpa. 

Estaba allí, los calzones a la altura de los tobillos, los muslos llenos de extraños moretones. Su cuerpo estaba hinchado a causa de los golpes y creo que tenía mordiscos cerca del cuello o en el mentón. La boca estaba rota. La piel, casi verde. Su cara 0151no sé si pude verla o quise hacerlo, ya lo dije- estaba desgarrada entre el miedo y el desconcierto: ¿quién sale a una fiesta el sábado a las siete para que alguien le hunda las manos en el sexo y la rasgue en dos partes, entre susurros obscenos, flujos de sangre y pánico? 

No quise, no pude voltearme a mirar a mi padre. Procuré guardar la imagen de mi hermana (fracasé) y corrí hacia otra parte. Me eché a llorar entre los pastizales donde habían violado y ahogado a mi hermana. Supongo que nadie tuvo estómago para detenerme. 

Atardecía ya cuando todo el equipo de búsqueda se marchó y Papá se acercó para llevarme a casa. Yo había empezado a juguetear con la tierra y a arrancar el pasto, como hacen los niños después de llorar. Estaba en cuclillas, sin tener nada claro, cuando algo brillante llamó mi atención. 

Era un cortaplumas del ejército suizo, con la cruz gastada por el uso. 

Mi padre estaba cerca. Me miraba hondo, impenetrable. Y estiró la mano para que le entregara su cuchillo. Tan apretada como tensa estaba su cara, y esa expresión no pude olvidarla jamás. Sus ojos se fijaron en los míos mientras le entregaba el cortaplumas. Luego, su mano se posó lentamente en sus labios y estirando el índice, largo y final, hizo el gesto invitándome al silencio. 

Su otra mano estaba tan empuñada como una roca al borde de la implosión 

Como un corazón hinchado de sangre. 

De esto, hace ya más de veinte años. 

Mi padre murió anoche, de un infarto. Nunca pude hablar de esto con nadie, hasta hoy. 

1 comentarios:

  1. No había podido comentar antes este cuento, pero debo decir que el autor me sorprende gratamente. Por lo general uno espera ciertos elementos fantásticos en los relatos de terror, pero en este no los hay y aún así se logra un muy buen efecto en el lector.
    Saludos

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