Estaba sentado en el piso, con la cabeza entre las rodillas y los brazos
cruzados sosteniendo la rigidez de las piernas. Cuando levantó la cabeza no
logró ver ni oír nada, la oscuridad era total así como su confusión. Le dolía
el cuello, tal vez llevaba horas en la misma posición, luego identificó otros
dolores en brazos, cabeza, costillas y piernas aunque le costó trabajo decidir
qué parte del cuerpo no le dolía. Uno de sus ojos estaba excesivamente
hinchado, lo supo al tocarlo. ¿Qué demonios le había sucedido? ¿Dónde estaba?
No recordaba.
Intentó ponerse de pie, inclinando su cuerpo hacia un lado y
apoyando un brazo en lo que parecía una fría pared y el otro sobre el suelo
que, por su tacto, supuso alfombrado. Toda esta maniobra era realizada en la
absoluta oscuridad, sus ojos no lograban escudriñar su entorno. Logró situarse
de rodillas, sin embargo, debió retornar a su posición anterior, pues todo
parecía dar vueltas, la sensación de ebriedad y el hálito alcohólico que por
vez primera percibía le convencieron de eso. “Eso debe ser” pensó, “he bebido
tanto que perdí la conciencia”, pero perder la memoria era otra cosa, es verdad
que en más de alguna ocasión luego de la juerga, al despertar en su cuarto no
lograba hilar los acontecimientos anteriores, pero siempre sabía a lo que se
debía, recordaba gran parte de los hechos, hasta llegar a un punto ciego, un
momento en que se apagaba su consciencia.
Ahora no recordaba nada, ni lugares, ni personas o situaciones, su
mente estaba extraviada. ¿Qué diablos hacía en aquel lugar? Entonces habló,
llamaba en la oscuridad a un receptor que pudiera dar respuestas y salidas a su
inquietud, tal vez alguien que encendiera alguna luz. Pero no obtuvo
respuestas, tampoco intentó continuar llamando, de pronto era mejor mantener la
calma y el silencio, al menos hasta que recordara.
Sentándose con cuidado fue haciendo una revisión de sus recuerdos.
Sabía que era viernes o sábado, no… el sábado debía estar en su casa, y esta
situación distaba mucho de la tranquilidad de su cuarto. Estuvo en la
universidad, fue a la biblioteca, buscó unos libros de G. K. Chesterton y
luego… ¿Almorzó? ¿Retornó a la universidad?, no lo tiene claro. Un resoplido
emerge por la decepción y el malestar etílico que continúan perdiéndolo.
“¿Dónde estaré
metido, cómo llegué hasta aquí?” Se pregunta, busca en los bolsillos,
encuentra el celular y su billetera, “¡no me han robado!”, se tranquilizó un
poco. El celular no se iluminaba, intentó encenderlo, pero no surtió
efecto.
“¡Eso es…!” recordó
que por la tarde no asistió a clases. Con su amigo mexicano fueron a un
encuentro de escritores, pero antes estuvieron en la casa de Martiniano y ahí
pidió un cargador que se pudiera homologar con su equipo. Ninguno servía, la
carga se agotaba. Bebieron algunas cervezas y más tarde se fueron a un
bus que los llevó a una población, a una sede social. Todo esto lo recordaba
con dificultad remendando paso a paso sus percepciones, reconstruyendo algunos
diálogos y situaciones.
Algunas lecturas le habían gustado, otras decepcionado, luego
charló con un poeta argentino y una periodista, habló de la luna llena con una
poeta colombiana y de cómo esta se bañaba noche a noche en el Calle Calle.
¿Qué hicieron después? Hasta ahí llegaban sus recuerdos. Mientras
tanto, los sonidos continuaban ausentes y la luz también. Si fuera un gato
podría ver a su alrededor y buscar una escapatoria, pero no lo era y para colmo
sentía su ojo izquierdo más pequeño, lo tocó pero el dolor lo hizo desistir de
volver a hacerlo.
“¿Qué pasó después,
por qué estoy tan adolorido y golpeado? De un robo no se trataba, de una pelea
tal vez o me habré caído ebrio, y en qué momento comencé a beber…” Ahora
lograba entender un poco más… una comida, un restorán en la costanera. “Sí,
claro me senté con Martiniano, unas compañeras del doctorado, un escritor
ecuatoriano y un doctor en filosofía” hablaron de los guionistas y de su
tendencia a escribir cuentos o novelas como si fueran guiones, con mucho dato,
muy estructurados, poco literarios si se quiere; luego discutieron sobre la
literatura llevada al cine y de cómo el proceso inverso era una rareza,
mencionaron a Kubrik y Arthur C. Clark, “2001, Odisea del espacio”, también se
refirieron a los cursos de cine y literatura mientras bebían pisco sour y comían
unas empanaditas de queso, todo esto llegaba a sus recuerdos como una
película, imagen tras imagen; el filósofo le citó para la
siguiente semana a su despacho con la intención de hablar sobre su trabajo de
“El Golem” de Borges, luego sirvieron la entrada de ensaladas surtidas con
palmitos y camarones ecuatorianos. El plato principal era una deliciosa carne
mechada con salsa roja y champiñones, luego bebieron vino, “sí, mucho vino…”
Se oye nítidamente el mecanismo de una cerradura. Alguien ha
introducido una llave y la gira. Siente que los goznes de la puerta ceden ante
el movimiento de hoja, nadie habla, él decide temeroso guardar silencio, está
encerrado bajo llave por una razón que desconoce, entonces es necesario ser
precavido. No se percibe variación en la oscuridad, ninguna luz ingresa a la
habitación. Identifica pasos, dos personas caminan pesadamente como si
marcharan al mismo ritmo, luego los pasos se detienen al unísono, le sigue un
sonido ambiguo, parece ser que han depositado algo muy pesado. Los pasos, ahora
normales, salen de la habitación cerrando la puerta tras de sí, se acciona la
cerradura de doble cierre y percibe el retiro de la llave, silencio mortal otra
vez.
Qué habrán dejado, parece ser que no a mucha distancia de donde él
se encuentra. No se siente mejor, además ahora tiene miedo, alguien lo ha
encerrado, tal vez también los golpes provengan de ellos, pero cuál es la
intención, por qué razón y qué es lo que acaban de dejar en la habitación.
Intenta ponerse de pie, repite la operación anterior, pone todas sus fuerzas,
ahora entiende un poco más, o por lo menos sabe que su situación es delicada.
Logra ponerse de pie, si pudiera ver cosas, éstas darían vuelta a su alrededor,
sin embargo, la sensación es la misma, teme caer al piso, se da vuelta, apoya
la espalda en la pared y así se queda por un tiempo hasta que el mareo decrece,
aunque no lo abandona del todo.
“¿Qué hacer?” Da unos pasos despegándose de la fría pared, pero de
pronto recuerda a Poe, “El pozo y el péndulo” y sabe que caminar en línea recta
no es una buena idea, “algo desconocido puede encontrarse en medio de la
habitación” Está seguro de encontrarse en una habitación pues tiene puerta,
aunque de las dimensiones y de su utilización no tiene claridad.
Retrocede hasta sentir la pared que seguramente es de cemento,
deja su billetera y el celular en el piso para encontrarlos al dar la vuelta
completa. Parte despacio caminando hacia al lado izquierdo sin despegar la
espalda de la pared, luego de diez pasos llega a un vértice, “unos cinco
metros” piensa. Continúa caminando, nada se ha encontrado en las paredes, ni
enchufes o interruptores, luego de 23 pasos llega a otra esquina. En la
siguiente pared y luego de 8 pasos da con el marco de la puerta, busca
desesperado algún interruptor, no encuentra, palpa la puerta de madera, con las
uñas tamborilea para no hacer demasiado ruido y percibe que es sólida, “no es
contrachapado”. También determina que sus dimensiones “son poco normales para
ser de una sola hoja”. Luego encuentra una manilla tipo palanca y una chapa, el
mecanismo está por dentro. Coge la manilla con sumo cuidado y a pesar de haber
sentido la cerradura, intenta ver qué sucede si ejerce presión hacia abajo;
esta operación la realiza lentamente. Avanza milímetros cada dos o tres
segundos, de pronto el mecanismo realiza un click, “seguro es la cuña que ha
retrocedido”, empuja, pero lo que se esperaba, la puerta está cerrada. Debe
extremar su capacidad de autocontrol para no soltar la manija y lentamente le
quita presión para que retorne a su estado original. En el marco opuesto
intenta encontrar un interruptor que tampoco aparece, “deben estar por fuera”
piensa.
No tiene tiempo para continuar en sus divagaciones, pues el
cerrojo gira y la puerta se abre. Queda petrificado. Deja de respirar, no ve
nada, pero oye los pasos que resuenan en un pasillo de cerámica y luego se
apagan sobre la alfombra del interior, son pasos que actúan bajo el mismo
patrón que oyera anteriormente. La oscuridad es completa, nada de luz entra por
aquella cavidad que no ve, pero que sabe se encuentra a su lado, a menos de
medio metro. Podría escapar, salir por aquella puerta, “pero a dónde iría, tal
vez sea peor allá afuera”. Los pasos se detienen, depositan algo, el sonido es
igual al anterior, “seguro es un objeto pesado”, los pasos retornan y salen a
lo que imagina es “un pasillo abovedado”, se cierra la puerta y gira el
cerrojo, se ha ido su posibilidad de escapar. Se desploma suavemente por la
pared sollozando, tiene miedo, pero no puede alegar, “es peligroso emitir
sonidos”. Llora como hace tiempo no lo hacía.
“Desesperarme no me ayudará”, “debo continuar despierto y con la
mente ocupada” “hasta la puerta fueron ocho los pasos”, retorna al marco y
situado de espalda continúa el conteo, 12 pasos más, llega a la esquina y
piensa “si la habitación es cuadrada deberé andar 30 pasos más hasta dar con
mis cosas en el piso.” Lo comprueba con un paso menos, seguramente las zancadas
fueron más largas a medida que se acercaba a comprobar su cálculo. Una
sensación de triunfo le invade, “la habitación tiene un perímetro de 40 metros,
diez metros de muro a muro. Ahora queda averiguar que hay en el centro”.
“No hay tiempo que perder”. Se arrodilla y comienza a gatear
sigilosamente tanteando antes de dar un paso. Recuerda que el protagonista de
“El pozo y el péndulo” estuvo a punto de caer en el pozo repleto de ratas, es
por eso su precaución. La alfombra le llama algo a la calma, como si lo mullido
de su tejido le evitara pensar en males desagradables como ratas, serpientes o
insectos venenosos y arácnidos.
Su mano temerosa alcanza una pata de madera de algo que parece un
banquillo, se arrima a él, “estoy seguro de que es un banquillo”, a un metro,
en paralelo encuentra un segundo banquillo y sobre estos dos cruzándolos como
un travesaño un bulto suave, aterciopelado, rectangular. “¡No puede ser, habrá
más!”. Continúa su marcha cuadrúpeda y se va encontrando con el mismo cuadro
repetido muchas veces. Calcula que son unos 20 ataúdes, “sí ataúdes que seguramente
estarán ocupados por cuerpos, personas sin vida, fiambres. Esto es muy extraño,
una locura, debe ser una funeraria. ¿Pero por qué me encuentro en una
funeraria?”, no da crédito a lo que está viviendo.
Nuevamente oye la cerradura, ahora es su oportunidad, debe
apresurarse y llegar a la pared, a la puerta. Ésta se abre, los pasos son los
mismos, la oscuridad también y el silencio. Debe detenerse, no hacer ruido, los
que ingresan lo podrían sentir, “si me descubren podría acabar en uno de
aquellos ataúdes”. Los pasos se detienen, dejan su carga y salen sin problemas.
“¿Cómo es que saben dónde depositar el ataúd, cómo no se equivocan, tropiezan o
dudan, qué es esto?”.
Pensó que si él no veía nada en la oscuridad, las personas que
entraban en la habitación y que venían desde fuera tampoco podían ver. “Serán
ciegos, podrían ser ciegos, por ello la facilidad. Pero a quién se le podría
ocurrir contratar en una funeraria a un par de ciegos, cómo harían su trabajo,
y por qué tantos ataúdes juntos”. Dejó de pensar en lo que seguramente sería un
misterio difícil de desentrañar y se propuso salir de aquella tétrica
habitación. Debería esperar a que se abriera la puerta y en el exterior hacer
lo que le dictara su instinto.
“Todo es tan extraño que nada bueno puede estar pasando… unos
ciegos…” Entonces un recuerdo pasó raudo por su mente, fue como verlo
proyectado en la oscuridad… Luego del restorán se habían dirigido junto a un
grupo de escritores a un pub del centro llamado “Purgatorio”, en él tocaban en
vivo sólo por esa noche los Ex y Colombina Parra. Al llegar y subir por unas
empinadas escaleras la estridencia de la música los recibió a boca de jarro,
esto contrastaba con la agradable tarde literaria, sin embargo, la música no
era lo más estridente, eran las personas que se comunicaban a gritos en el
extenso pasillo que daba hasta la entrada del “Purgatorio”.
Al ingresar les timbraron el dorso de la mano, pero al interior
del pub pudo percatarse que Martiniano tenía una marca de color rojo, en cambio
la suya era negra, nadie más pareció percatarse de la diferencia o si lo
hicieron no les importó. El lugar estaba atestado de personas, en su mayoría
adolescentes y universitarios jóvenes, reconoció a algunas, a un par de
profesores, pero el calor era sofocante, un ambiente poco agradable para
entablar algún tipo de conversación.
Se fue directo a la barra a pedir cerveza, había que moverse
ágilmente entre la multitud que parecía un cuerpo amorfo cambiando de
posiciones, abriendo o cerrando caminos hacia su objetivo. Una vez instalado en
la barra se dio cuenta de que la música en vivo era bastante buena, eran
teloneros de los EX, le llamó la atención. Los cuatro integrantes se movían de
manera esquemática, segura, pero artificial. Tocaban de maravilla los instrumentos,
un indie rock bastante aceptable y la voz de la vocalista también agradaba, los
cuatro usaban lentes de sol y al costado del escenario un albino labrador
presidía el concierto con su lengua afuera, jadeante. Eso era lo que en aquel
momento él consideró extravagante “se trataba de un grupo de ciegos, eso
era”.
Los escuchó y después de haber acabado con el segundo vaso de
cerveza comentó lo interesante de su propuesta a Martiniano. El calor en el
“Purgatorio” se intensificó, la banda dejó de tocar y luego de unos momentos en
que la multitud bajó sus revoluciones, un apagón provocó un estallido de gritos
y chillidos que fueron sofocados por un sonido agudo que rechinaba en los
parlantes. Lo último que recuerda es que las personas lo empujaron y cayó al piso,
mientras en la oscuridad brillaban persistentemente unos fogonazos
incandescentes y dejó de sentir.
Sentado contra la fría pared decidió que debía esperar, que no
podía dormirse y su oportunidad no tardó en llegar. Sintió los pasos uniformes
en el exterior, efectivamente el sonido se producía sobre baldosas. La
cerradura giró, la puerta comenzó a abrirse lentamente, él también se incorporó
como un velocista, sin embargo, los pasos cesaron frente a él, “¡me han
descubierto!”. Entonces corrió con los brazos delante como una barrera, chocó
con un cuerpo y salió disparado hacia la oscuridad, sus pasos los sentía
retumbar, como si estuviera en una caverna. Corrió todo lo que pudo, con los
ojos cerrados, no había nada que ver, pero pensó en que aquel túnel podía
acabarse y “chocar a esta velocidad contra una pared podría ser el fin”.
Abrió los ojos sin ver nada, “lo mismo que tener los ojos
cerrados” y disminuyó su carrera pues no sentía que lo siguieran. A un costado
vio una tenue luz roja, pequeña, difusa, decidió seguirla. Nada más se veía,
sólo la luz roja, pequeña, insignificante, pero era lo primero que veía en
horas. De pronto, estuvo frente a ella, era un número en el tablero de un
ascensor, “ésta es mi escapatoria”. El número era el uno, supuso que debían
encontrarse bajo tierra en una especie de subterráneo. Presionó aceleradamente
el botón, mientras sentía pasos alocados que venían desde diferentes
direcciones. El número cambió a 0, a -1, -2 y una puerta se abrió, al momento
de ingresar sintió un empellón en la espalda que lo lanzó contra la pared
metálica interior del ascensor, debió perder el conocimiento por segundos.
Cuando volvió en sí, el ascensor se movía y a su lado se libraba una pelea con
gritos y quejidos. Se acurrucó en una esquina, el tablero marcó el piso uno, la
puerta se abrió, la luz le cegó. Nada pudo ver. La pelea a su lado cesó.
Intentó caminar, pero sus sentidos amplificados sensorialmente para moverse en
la oscuridad, ahora con la luz recibida le invalidaban. Se quebró emocionalmente,
comenzó a pedir ayuda, a llorar. El mismo llanto salía de los otros dos hombres
que antes peleaban a su lado.
Se oyó sólo un ladrido y pese al intento que realizó para ver,
para abrir sus ojos, fue imposible. En el ladrido le pareció escuchar con una
nítida pronunciación humana, pero con un inconfundible acento canino, la
palabra repetida como un ladrido dead, dead dead... Acto seguido la puerta se
cerró y el ascensor descendió, los alaridos en su interior quedaron para
siempre sumidos en la más profunda oscuridad.
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