Ilustración por All Gore |
En
el centro de Licilia los rayos paridos por la tormenta se concentraban sobre La
Torre de Carne. Hacía sólo un momento que Emet había recitado la letanía
contenida en los Rituales Rojos, el libro poseedor de los conocimientos arcanos
y el poder de transmitir las fórmulas que dan paso a la dimensión de los seres
diásporas que padecen eternamente en aquel éter
imposible.
La
Torre de Carne recibe las descargas chirriando, hirviendo en su grasa humana
durante siglos aglutinada, retorciéndose en un mar de piltrafas que dan forma
al obelisco ciclópeo que indica el ortocentro en que se unen las energías
capaces de abrir los portales para ingresar de este mundo físico al universo de
las energías etéreas.
Un
olor acre a carne chamuscada inunda el valle y su hondonada recortada por descomunales paredes graníticas
que se irguen verticales sobre el campo de osamentas humanas.
El
Libro Rojo yace frete a los restos de la fogata encendida por Emet, sus hojas
pasan de una en una, de ritual en ritual, movidas por el viento. Junto a él, un
medallón de plata con el símbolo del culto y un sígil del otro lado, con las
florescencias de la Tupa.
El
ojo en el vértice del obelisco de carne parpadea frenéticamente, mientras los
relámpagos continúan detonando en su cúspide, iluminando la hondonada, dejando
en evidencia el osario níveo de quienes han hozado partir hacia el éter
prohibido. El ambiente está cargado de energías, aún no se ha cerrado el portal
hacia y desde la dimensión vedada.
En
un instante, desde el mismo iris del ojo comienza a materializarse una mano
sangrante, que intenta asirse del aire circundante, inmediatamente un brazo
completo y por fin una cabeza humana desfigurada, la boca en una mueca
imposiblemente retorcida. Los ojos del ser que emerge lentamente de la vulva-ojo
parecen mirar en todas direcciones, parecen demostrar algún grado de
desesperación ante un mundo desconocido, un universo repleto de posibilidades
otorgadas por la capacidad de poseer un cuerpo físico, un contenedor de
energía, de su lívido maligno.
Finalmente,
dejando las aprensiones atrás, emerge delgado, deforme, sanguinolento, cayendo
en la base de La Torre de Carne. Lentamente se pone de pie acostumbrándose a
ese cuerpo hecho de cientos de cuerpos, de tendones y músculos, de órganos y
sentidos pertenecientes a generaciones de humanos curiosos y temerarios.
Comienza a caminar lentamente, sintiendo lo que jamás imaginó conocer, recoge
el libro, el sígil y el medallón para alejarse sin mirar hacia atrás,
perdiéndose entre la lluvia copiosa que lo acompañará por la eternidad.
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