Bosquejo de ilustración por iGhor Alarcón.
No puedo correr más. Me cuesta
respirar. Caeré. Seré su víctima. No soy capaz de defenderme solo.
Tienen ocho brazos ansiosos por golpearme hasta matarme. No vale la
pena intentar luchar contra ellos… siempre han sido unos monstruos.
–¿Por
qué arrancas de nosotros, Howard?
–Somos tus compañeros de curso.
–Yo me sentaba junto a ti.
–¿O acaso te ibas a ir del colegio y la ciudad sin despedirte?
¿Por qué me acercaría a ellos si nunca fuimos amigos? Con ese asiático solo nos saludamos porque estaba toda la clase a mi lado; con los dos mestizos hicimos un trabajo de ciencia, pero me aburrieron con su regocijo en la ignorancia; y al árabe nunca le dirigí una mirada.
–¿No vas a responder? –Me gritó el más gordo–. ¿Tienes miedo?
¿Por qué metió su mano al bolsillo? ¿Está armado? Miro a mi rededor y descubro que escogí mal la calle para esconderme. El frío de la tarde aleja a los pocos transeúntes que podrían ayudarme.
–Estamos solos. Quieres saber lo que tengo aquí, ¿verdad?
He recuperado el aliento, pero
soy delgado y demasiado débil para enfrentarlos. Solo puedo actuar
como el astuto Dupin e intentar distraerlos hasta que alguien me
socorra.
Podría gritar desesperadamente
para llamar la atención de las familias en las casas, pero lucen
vidrios quebrados, profundas grietas en sus muros, probablemente
estén abandonadas o vivan en ellas pordioseros, inmigrantes o
criminales.
–No
tengo miedo. Imagino que escondes una navaja. Solo temo a lo
desconocido, no a lo oculto y obvio.
–¿Qué mierda me quieres decir con eso? –Dio unos pasos hacia mí el asiático.
–¿Qué mierda me quieres decir con eso? –Dio unos pasos hacia mí el asiático.
–Trabajas en una pescadería durante las mañanas. Debes llevar el cuchillo con que limpias el pescado.
–Es verdad. Aquí está.
Tenía un filo largo y ancho, ideal para rebanarlo con un solo corte y sacarle las espinas sin desgarrar la piel. Lo mismo podría hacer con mi garganta.
–Vamos,
hazle un corte a esta mujercita –dijo con voz ansiosa el más alto
de los mestizos.
¿Por qué me dice eso? Corté mi pelo, hace años que no llevo rizos ni uso vestido.
–Eres un extraño, Howie. Mi tía dice que cuando fue a tu casa a hacer la limpieza, vio fotos tuyas de cuando eras chico y se sorprendió de ver que eras una niña.
–Debes haberte visto asqueroso –exclamó el otro mestizo con voz de asco tapándose la boca.
–Eres una vergüenza para tus padres, Howard.
Son unos estúpidos, me las
pagarán. Miro un trozo de madera a solo unos pasos de mí, podría
moverme pero no soy tan rápido. Me atraparían antes de cogerlo y ya
estaría en el suelo para que me humillaran. Algún día encontraré
el modo de vengarme de ellos y será un sufrimiento que irá más
allá de sus indignas vidas.
–No
te muevas o corto tu puta mano para que no escribas más tus mierdas
en los recreos.
–Eso
es, me gusta que seas una obediente niñita de mamá.
–Oigan,
¿y si lo vestimos como si fuera una geisha?
–Sugirió el alto. Ha cobrado valor porque sabe que estoy a su
merced.
–¿Te
gustaría vestirte así? Si tienes suerte podrías ir al puerto a
venderte como una puta.
El asiático realiza toqueteos
obscenos al árabe que exageró una incomodidad pudorosa mientras le
exigía más dinero por tocarlo.
–Trabajando
con tu cuerpo te enamorarás del olor a pescado y no volverás a
mirarme más con desprecio.
Se están poniendo groseros
porque la noche empezó a caer implacable sobre nosotros. Ya no tengo
forma de escapar.
–¿Acaso
miras al cielo para suplicarle a Dios un poco de piedad?
–No
pierdas tu tiempo. Allá arriba no hay nada interesante para ti.
Maldito imbécil, el cielo guarda
misterios. Cuando me instale en la otra ciudad donde me llevará mi
mamá, comenzaré a estudiar las estrellas y los planetas. Es como
una bóveda y yo la abriré para que todos conozcan los secretos de
los seres que habitan en ella.
–Bueno,
Howard. No pienses que solo queríamos asustarte. Somos tus amigos y
te trajimos un regalito para que nos recuerdes en tu próximo colegio
–dijo el asiático alargando una sonrisa que casi me impidió ver
el globo ocular.
–Abdul.
Abre tu bolso –ordenó el alto.
Un fétido olor me hizo voltear
la cabeza de asco. Con sus manos enguantadas sacó una gran masa
informe y gelatinosa. La escasa luz me impedía reconocer qué cosa
era.
–No
quites la mirada de nuestro regalo. No seas descortés. Recuerda que
sigo apuntándote con mi cuchillo. Así es que harás todo lo que te
digamos.
–Yo
cargué el pulpo, es justo que yo dé las órdenes.
–Está
bien, Abdul. Yo estaré atento para cortarlo si hace algo estúpido.
Ustedes dos vigilen las esquinas. No queremos meternos en problemas.
El árabe me pide que me
arrodille frente al pulpo. Me obliga a besarlo, a pasar mi lengua por
encima de su enorme cabeza, siento como una repugnante sustancia se
mezcla con mi saliva. Intento no tragarla pero me es imposible,
necesito respirar. Cuando levanto la cabeza, Abdul me la entierra con
fuerza y siento que el cuerpo del pulpo me envuelve hasta las orejas.
Grito sin que mi sonido se escuche más allá del cuerpo del molusco.
Forcejeo moviendo mis brazos, pero la punta de algo, que imagino es el cuchillo, se entierra suavemente en mis costillas. Me está advirtiendo. Mis torturadores dicen cosas que no soy capaz de entender, pronuncian letras y consonantes mezcladas al azar: Yogsothoth, Shub-Niggurath, Azathoth, Tsathoggua, Nyarlathotep.
La desesperación, el olor putrefacto junto con el asqueroso sabor del pulpo han deformado todos mis sentidos, ya no puedo luchar más.
Despierto de espalda mirando hacia el cielo, no escucho voces. Nadie está junto a mí. Sobreviví. Toco mis costillas y no siento sangre, solo han cortado mi ropa. Los seres ocultos en la bóveda celeste me protegieron, gracias a ellos sigo vivo y contaré sus historias.
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