Ilustración por All Gore.
Era bien feo eso que
estaba haciendo yo, me decía. Meterme en medio como si no supiera
que lo que él estaba haciendo era una buena pega.
Se notaba que yo no era
muy hombre. No como él. Él era del campo y en el campo se aprendía
a ser hombre, aunque a uno no le gustara. El tufo a cerveza llena el
aire. Y eso era lo que ella necesitaba: un hombre de verdad.
Mi mano derecha se movió
instintivamente hacia el pecho, donde estaba mi arma. Pero no alcancé
a tomarla. Él continuó.
La conoció porque él,
ahí donde lo veía, era amigo de su marido y frecuentaba su casa.
Cuando terminaron, él la consoló. Hacía tiempo le gustaba ella,
así que aprovechó que estaba necesitada de cariño para acercarse y
después usó todas las cosas que contaba o de las que se quejaba su
marido para llegar bien adentro y conquistarla. Era bonita ella. Era
una mujeraza, decía, gesticulando. Todo lo que él siempre había
querido. Una mina fuerte, que no se anduviera con tonterías.
Pero su matrimonio no
había terminado muy limpiamente, así que el ex esposo, su amigo
—aunque era más bien el amigo de un amigo—, agrega, la
maltrataba por teléfono.
Al menos eso siempre
decía ella, que le respondía airada que no toleraría sus insultos
y qué sé yo que otras cosas. Nunca puso atención. Él era un
hombre y su mujer estaba sufriendo por culpa de un imbécil.
Así que lo despachó
una noche. Era del campo, me decía. Eso era lo que hacían los
hombres de verdad, continuaba. Hacerse cargo. Si su mujer sufría, él
se encargaba. No tenia mucha plata tampoco, así que hubiese hecho
cualquier cosa por ella, que además lo mantenía bien vestido y
alimentado.
La vida era buena y había que mantenerla así. Tomó un corvo, recuerdo de sus años en el ejército, y buscó a su amigo. Tomémonos un café, le dijo. Conversemos esto. Pero ya no era su amigo. En realidad siempre había sido amigo de un amigo, que en realidad no era tan buen amigo. Un socio de negocios, a lo más.
Y como nunca lo había
sido, no fue muy cargoso el trabajo. Le rebanó la garganta mientras
le tapaba la boca, para luego dejarlo caer al río. Se reía al
recordar como entró agua por su traquea, seccionada limpiamente.
Glup, glup, glup, hacía,
abriendo la boca como un pez, con los ojos muy abiertos. Las esposas
sonaban al rozar contra el tronco.
Ya no molestó mas. Eso
hacía un samurai: cortaba los problemas con su espada. Los
aniquilaba sin dudar. Esos sí que eran hombres. Pero ella, cuando se
enteró de que él estaba muerto, lloró varios días.
Eso ya no estaba nada
bien. Era un mal tipo ese. Un hombre violento y cobarde que lo único
bueno que había hecho en su vida eran esos dos hijos hermosos.
Merecía una traquea
llena de mierda de toda la ciudad. O dos, por lo que el sabía.
Dos tráqueas, no dos
ciudades, agregó, riéndose luego solo de su propia y triste broma.
Me quedé sola, decía
ella. Ahora estoy sola con mis hijos, sollozaba, la muy mierda. Pero
no pues. Estaba yo. Yo era el hombre, recalcaba señalándose el
pecho. La muy puta todavía lo amaba, vociferaba después. Pero él
la quería, así que se quedó callado. Las quejas eran para cuando
uno hablaba con sus amigos. Eso era ser un hombre de verdad.
Y sus amigos también
fallaron. La muy puta les sonreía en las fiestas y los trataba como
si los conociera de siempre. Les coqueteaba ahí, delante suyo. Y los
muy mierdas le respondían.
¿Que puedes esperar de
afeminados que creen que pueden seguir hablando con mi ex mujer
cuando ya la dejé? Ya era mía. No se le habla. Así les había
dicho una vez que los descubrí haciéndolo. Desde entonces ya sabia
como eran, me dijo, como si yo fuese a estar de acuerdo.
Y es que una pelea hay
que saber quien tira cuchilla por uno, finalizó, encogiéndose de
hombros, antes de continuar.
Era bien puta ella. Por
supuesto que cuando le preguntó, ella lo negó y hasta se enojó
porque él dudaba de ella. Así eran las mujeres. Mentirosas. Por eso
no había que confiar en ellas. Había que quererlas nada mas.
Pero un hombre tiene que
hacerse cargo, de todas formas. Tomé mi corvo y los despaché a
todos, me decía, haciendo el gesto de cortar cuellos con su mano.
Sus tres mejores amigos, pa'que no le pellizcasen l'uva, agregó, con
su acento campesino que se le escapaba cuando bebía.
Nah poh. Que se creían
los conchas de su madre. Y la Juani no iba a dejar de ser puta, así
que no había nada mas que hacer.
Y los niños, le
pregunté, para ganar un poco de tiempo. ¿Dónde están?¿qué fue
de ellos?. Sabía que estaba borracho. Parecía ser algo de lo que
estaba orgulloso. Se apoyó contra el árbol, para vomitar
sonoramente hacia un lado, manchándose el hombro. Le gustaba
vomitar, me dijo. Le despejaba la mente.
Eran lindos los
pendejos. Pero la mina se dedicaba mucho a sus cosas, así que
siempre los dejaba con el. Estudiaba, trabajaba, y ahora mas encima
no tenia el apoyo del otro.
Al principio lo pasaba
bien. Si hasta le dieron ganas de que los críos fueran suyos. Jugaba
con ellos y todo. Arregló la casa, cortó el pasto. Pero al final
fue dándose cuenta de que no quería ser un marido. Y la muy puta lo
estaba usando de marido. Él era un hombre libre y ser libre era
parte de ser hombre. ¡Él no era el reemplazo para ese otro pobre
hijo de puta! Lo que hacía un hombre también era irse de putas, de
farra, volver borracho y meterse en una cama equivocada a follarse lo
que sea que haya, antes de irse a la correcta y follarse lo único
que hay.
La muy puta.
Y los hijos se volvían
insoportables. A medida que lo veían más como a su padre,
comenzaban a pedirle más cosas. A exigirle más.
Yo, yo, yo. Quiero,
quiero, quiero. Dame, dame, dame, remedaba, con voz aguda.
Largos días cuidándolos
para ella lo terminaron asfixiando. Los envenenó, de a poquito,
echándoles cosas en la comida. ¿Quien iba a sospechar? Una vez
hecho eso, también iba a poder quedarse hasta tarde despierto sin
preocuparse de ellos mientras follaba con su madre.
Follaba muy bien su
mamá. Nunca se lo habían follado así. Una mujeraza, ya me había
dicho. Tenía un cuerpo como sólo lo tienen las separadas que están
preocupadas de verse bien.
Pero la muy puta lloró
también por ellos. Al parecer no tenía las prioridades claras. Pero
ahora iba a aprender.
La violó varias veces.
Le hizo el amor a lo macho, dijo él. Y la muy puta lloraba de
emoción porque nunca la habían follado así. Como correspondía.
Con sangre.
Lo malo fue que le entró
la locura y después no quería follar. Que le dolía, decía. Que
tenía pena. Una noche tuvo que sujetarla del cuello para poder
someterla.
Se lo quebró.
Así que la embalsamó.
La puso en sal.
Y cuando la llevaba a su
casa nueva, en el bosque, donde nadie iba a volver a molestarlos
jamás, aparecí yo.
Y le saqué el puto
parte por conducir con las luces quemadas. Y vi el cuerpo reseco en
el asiento del copiloto.
Él era un agente del
karma, me dijo, aunque no creo que haya sabido muy bien que demonios
era el karma. Y esto me pasaba por interponerme en el destino de un
hombre de verdad.
Las esposas alrededor de
mis muñecas me sujetan al árbol.
Era bien feo eso que
estaba haciendo yo, me decía. Meterme en medio como si no
supiera que lo que él
estaba haciendo era una buena pega.
El corvo silba.
Soy el octavo.
Al menos hasta donde sé.
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