M.C. Escher - Smaller and Smaller 1956
“Hay cuatro cosas en el mundo que a pesar de ser pequeñas son más sabias que los sabios: las hormigas, insectos muy pequeños que guardan comida en el verano, para tener suficiente en el invierno; los tejones, animalitos que por ser indefensos hacen sus cuevas entre las rocas; los saltamontes, que aunque no tienen comandante son tan ordenados y disciplinados como un ejército, y las lagartijas, que son fáciles de atrapar pero viven libres en los palacios.”—Proverbios 30: 24-28
El aroma de la tierra
húmeda fue un agradable golpe de frescura para la calurosa tarde en el
cementerio.
Luego del frío responso
del cura, que más que inflar nuestros corazones con la perspectiva de “...la
resurrección y la vida...”, nos hizo morir de aburrimiento. Bueno, al menos a
mi y a quienes vi que sus ojos se cerraban y sus cabezas se inclinaban y
levantaban bruscamente. Era comprensible luego de velarla toda una noche.
Entonces vinieron, primero
el correcto discurso de mi primo Alfonso, para luego, con una espontaneidad que
no me esperaba, los comentarios entre hombro y oreja. Por supuesto, esas frases
como “Esta vieja hasta en el cajón nos tramita.”, o “Ese Alfonso cree que
sobándole el lomo a la muerta le va a seguir dando plata” o, el escueto pero
lapidario “Alfonso culiao falso”; hicieron un poco más afable la
ceremonia. Es agradable cuando la gente subestima el silencio.
Y finalmente, el ataúd de mi abuela Helena
descendió a su lugar de descanso definitivo, con los consabidos últimos
estertores del dolor. Sollozos entrecortados, hipo y lamentos dedicadamente
sonoros. Reconozco que ese último vistazo a su cajón me dio un vuelco en el
estómago, y no pude evitar derramar unas lágrimas. Entre nosotros, quise creer
que fue porque nunca más la volvería a ver, pero la verdad, no fue más que el
pensamiento de que ese mismo destino me esperaba: tierra, gusanos, moscas,
madera y tela azumagada. Y las lagartijas. Supongo que desde ese día el
germen de la incineración debe haber nacido entre mis deseos póstumos.
El caso es que una
repentina nostalgia me invadió, en parte por la abuela Helena, pero también por
las visitas que hacíamos a ese mismo cementerio, para llevarle flores a la
tumba de mi abuelo Fermín y mi tío Víctor. Lo que más me fascinaba eran esas
lagartijas que se deslizaban por las lápidas, entraban y salían de las tumbas,
con sus largas colas, sus patas de garras diminutas, y sobre todo sus lomos
tornasol. La abuela Helena más de una vez me dijo “No se te ocurra tocar esos bichos,
que se comen a los finados”. Por supuesto nunca le hice caso. Cada vez que
tenía oportunidad atrapaba alguna, y la hacía deslizarse por mis brazos, dar
vueltas por la palma y el dorso de la mano, soltarlas para volver a atraparlas,
quedando muchas veces, fascinado mirando como la cola cortada seguía
sacudiéndose mientras el resto de la lagartija se perdía entre las tumbas.
Recuerdo que también hacía que mordieran la manga de la camisa, quedando
colgadas, balanceándose. Incluso hacía una cuenta regresiva, y aquellas que
duraban más del tiempo que les daba, se ganaban su libertad. Nunca dejé que me
mordieran los dedos, ahora pienso, en parte haciendo caso de la advertencia de
mi abuela Helena.
Ensimismado en esos
pensamientos, me perdí la oportunidad de escabullirme antes que el resto, así
que opté por el plan B, que era quedarme dando vueltas entre las tumbas para
evitar formar parte de los grupitos de deudos. De seguro nadie me echaría de
menos.
Mientras apreciaba las
estatuas de ángeles y santos, me encontré con un pequeño nicho, con una barda
de tablas de pintura descascarada. Tenía una pequeña losa decorada con
antiguos autos de juguete. En la escueta inscripción, enmarcada por querubines,
rezaba:
“Bruno Amador Rojas Cortés
La sensación que me causan
las tumbas de niños es indescifrable, diría que una mezcla entre pena y pavor.
Un nudo en la garganta y
un retortijón en el estómago.
Estaba descifrando esa
paradoja en mis entrañas cuando, sobre la fila de descoloridos camiones de
bomberos y autos de carrera en miniatura, posaba la lagartija más grande y
hermosa que haya visto en la vida. Su lomo daba destellos de todos los colores,
que comenzaban sobre la cola que evidenciaba haberse recuperado no hace mucho
de una amputación, para terminar en su majestuosa cabeza, con una cruz dorada
de escamas. Estaba tan quieta, que por un segundo dudé si no sería otro de los
juguetes que acompañaban al pequeño difunto. Esta teoría se veía reforzada por
la irrealidad de su belleza, hasta que noté que su abdomen se contraía y
relajaba muy levemente.
Las flores secas, que en
realidad eran unas ramas podridas en el agua estancada del florero, me
indicaron que hacía muchísimos años que no visitaban esa tumba. Tomé el triste
frasco, boté su contenido y lo lavé. Busqué entre las tumbas alguna que
sufriera exceso de culpabilidad entre sus deudos, hasta que encontré una que
apenas dejaba ver un par de letras del nombre del ocupante, entre un jardín de
claveles, lilas y rosas. Fui a tomar una de estas últimas, y me clavé una
espina en el índice, lo que me dolió más de lo que hubiese esperado. La sangre
brotó como una llave mal cerrada, logrando parar la hemorragia sólo al envolver
el dedo en la corbata.
Llevé el florero con la
rosa, y la lagartija seguía en su posición, en una especie de éxtasis
meditativo. Despejé de maleza antes de dejar mi tributo al olvidado niño, aún
intrigado por el dignísimo reptil. Una vez ubicada la flor, avancé sigiloso
hasta el animal, rememorando mis andanzas infantiles. Acerqué la mano,
lentamente y, cuando ya estaba a escasos centímetros, di el zarpazo para
atraparlo.
Entonces giró sobre sí
mismo y me mordió en el dedo herido por la rosa.
No me pregunten como, pero
supe que la saliva del animal se metió por la llaga y viajó por el torrente
sanguíneo.
La imagen que entraba a mi
cerebro a través de los ojos se volteó y redujo a un punto en el firmamento,
como una noche de una sola estrella. Estrella que giró centelleando partículas
que no alcanzaban a salir de su perímetro y morían apenas su fulgor llegaba al
cenit. Un frío y una nausea me jalaron del estómago, sacudiéndome a la
velocidad de las revoluciones del punto luminoso, que al desenfocarse fue
formando infinitas espirales que llenaron vertiginosamente lo que ahora era la
cúpula de mi campo visual. Esferas flotaron, y entendí que eran esas motas de
luz que surgen cuando experimentas un dolor demasiado fuerte. Mi especulación
se confirmó cuando ese dolor avanzó por cada espacio perspectivo, y noté que
había estado mudo todo ese tiempo, amordazado por un grito que no lograba
liberarse. Dolor. El dolor no amainaba, mas poco a poco fui identificándolo,
para mi asombro, en mi abdomen, en mis genitales, en mis ojos... y caí en
cuenta que ninguno era de “mi cuerpo”. Entre la niebla rojiza que contaminaba
mi visión, pude apreciar un cuerpo diminuto, el de un niño. Estaba dentro de
ese cuerpo, al que se dirigía una daga que se clavó en mi estómago... en su
estómago... el dilema de identidad me tenía sin cuidado en ese momento, ya que
la herida transmitía todas las sensaciones hacia mi mente. El agudo pinchazo se
ramificó en millones de hebras de frío, desvaneciendo más que congelando, como
si los sonidos fuesen un eco alejándose a un pozo de negrura sin fin. Pronto la oscuridad fue un océano de dolor, como si aquel fragmento desgarrador a través de
los infantiles ojos hubiese sido la primera gran bocanada de vómito, y luego
viniesen los residuos putrefactos impregnados entre unos descomunales dientes,
cuya boca expelía un tufo fúnebre.
Trozos de pesadilla
cayeron como una lluvia de cristales rotos.
La presión de las
profundidades me sofocaba. Sepultado bajo una montaña de sufrimiento, las patas
y colas se sucedían pero jamás se cruzaban, dejando apenas espacios sin cubrir.
Decesos apacibles entonando notas graves que se perdían en la sinfonía de
chillidos, estridentes violines de cuerdas vibrantes, aullaban desesperación.
La cacofonía mutó en un zumbido, una vibración que me empujó en un final golpe,
fuera del horror.
Desperté en una cegadora
blancura que luego entendí era una habitación de hospital. Por mi delgadez, y
el largo de mi cabello y barba, debí haber pasado mucho tiempo inconsciente. Con
el tiempo me fueron explicando cómo llegué allí. Que me encontraron entre los
pasillos del cementerio, balbuceando, catatónico. Al atravesar el portón del
camposanto me desvanecí para no despertar hasta el momento que les acabo de
relatar. Apenas dije incoherencias entre sueños, de lo que algunas enfermeras apenas entendieron algo como “Echse” y otras “Hexe”. En cualquier
caso ninguna supo qué quise decir.
Hoy me dan de alta, sin
embargo no tengo deseo alguno de salir. Se lo hice saber a mi médico, quien
dijo que no podían tenerme más tiempo, ya que hay verdaderos enfermos esperando
atención.
Si él hubiese visto lo que
yo, no pensaría igual.
La corrupción de la carne
encierra horrores que no pienso revivir. Sólo puedo decirles una cosa, antes de
prenderle fuego al alcohol que baña la habitación y a mí mismo:
Aléjense de las lagartijas
en las lápidas. Ellas saben más de lo que ustedes podrían soportar.
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