
Ilustración por All Gore
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Ya habían perdido la cuenta de cuantas botellas de ron se habían bebido. El único indicio de que llevaban muchas horas sentados en el roquerío, era el sol escondiéndose en el mar.
Germán se vio atacado por un retortijón fulminante
que lo llevó a aventurarse en un riesgoso pero necesario descenso hasta
perderse de vista de su grupo. No podía permitir que Lucía lo viese cagando, ni
mucho menos limpiarse con diario. Cuando el sudor le perlaba la frente y bañaba
el lugar donde unas pelusas presagiaban un bigote, su esfinter estaba a punto
de claudicar. Encontró el lugar preciso donde no podría ser visto desde arriba
y tenía el espacio suficiente para asirse y evacuar relajadamente dentro de sus
posibilidades. Entre los tiritones que el esfuerzo por contener lo sacudían y la lucha por soltar el cinturón, el viento trajo un sonido escalofriante, una
gélida expresión del horror.
Los gritos sofocados de
una niña.
Siguió el sonido lo mejor
que pudo hasta que, al asomarse a la orilla se encontró con que unos metros más
abajo, muy cerca de donde rompían las olas, un hombre con los pantalones en los tobillos,
yacía sobre una pequeña, embistiéndola. Le gritó que la dejara, que se
detuviera; mientras buscaba la forma de bajar a auxiliarla, pero el hombre
lejos de parar se volvió con una mirada torva y una sonrisa desencajada. Germán
vio que tenía un cuchillo presionado contra la garganta de la niña, al
separarlo dejó una línea sangrante. Alzó el brazo y clavo repetidamente la hoja
en el abdomen de la pequeña, sin dejar de sacudirla con sus caderas. Germán, al
ver que no alcanzaba a llegar tomó una roca y la lanzó, consciente de que
podría golpear a la niña. Al menos la liberaría del horror. Al soltar el
proyectil se desequilibró y cayó incluso antes que este, golpeándose y rebotando
contra las piedras.
Un delgado hilo de
conciencia le permitió ver cómo dos cuerpos se unían a él en la danza agónica
de agua salada, sombras y sangre.
***
Miss Claudia se sentía
dichosa. Este debería ser el último paseo de curso al que tendría que asistir
en su vida. Había elegido la playa La Herradura por la tranquilidad de sus aguas y la
baja profundidad. Exigiendo que todos los alumnos fuesen con su apoderado o al
menos un familiar que se hiciese responsable había sido otra medida para
mantener su tranquilidad.
Se soltó la toalla con lentitud para que todos al
rededor se fijaran en su nueva figura. Especialmente los hombres. Cuando
recibió la noticia de que sería la reemplazante del desaparecido Director
Mendez, tuvo que morderse la lengua para no estallar de alegría. Lo primero que
hizo fue pedir una hora a una clínica para hacerse una lipo-escultura, que
pagaría en cómodas cuotas financiadas con su incrementado sueldo de directora.
Esta era la hora de lucir su inversión. Las olas acariciaban sus
artificialmente modeladas nalgas y el rostro surcado por una sonrisa de oreja a
oreja.
“Vieja ridícula” murmuró
Esteban mientras veía como Miss Claudia se sacaba la toalla y miraba sobre el
hombro para ver su reacción. Estaba harto de verla en cada reunión de
apoderados y para colmo ahora debía verla pretendiéndose una mujer diez
entrando al mar.
Concentró su atención en
los niños que jugaban en la orilla, entre los que se encontraba su hijo, Jorge;
con demasiado frío para meterse al agua, entretenidos lanzándose bolas de
arena. En cambio otros ya figuraban sumergiéndose en el mar, salpicando a sus
compañeras o buceando para jalarle por sorpresa los pies a algún incauto... o
incauta, por como Miss Claudia comenzó a chapotear. Esteban no le tomó importancia.
Debía ser otra de sus tretas para llamar la atención.
***
El relámpago doloroso
irrumpió en el calor de su sangre. La hoja penetraba la tierna carne al compás
de su propia carne penetrando la pequeña vulva, y de pronto todo era agua y
luces, luces atravesando el agua y sangre, sangre tiñéndolo todo. Era una
hermosa forma de morir.
Pero la muerte era una
perra esquiva, una puta burlesca que decidió jugarle una broma, situándolo en
el cruce del mundo de la luz y la ciudad de las tinieblas. No estaba en ambos
lugares, no pertenecía a ninguno.
Mientras, el mar seguía
con su trabajo, azotando su cadáver contra rocas y barcos hundidos, erosionado
piel, hinchando órganos, desmenuzándolo como si fuese un pollo recociéndose en
una olla. Del cuerpo, no quedaba más que la cabeza y por supuesto, el hambre...
***
Su primera reacción fue
indignarse con el chiquillo que creyó le estaba jugando una broma. Luego,
cuando divisó la pequeña silueta supuso que era una medusa. Hasta que entendió
que las medusas no muerden. Entonces gritó, expulsó todo el aire que tenían sus
pulmones y se vio imposibilitada de poder volver a llenarlos. Un silbido le
invadió los oídos, dejando apenas entrar las voces que preguntaban “¿Qué le
pasa Miss Claudia?”. Cuando se resignó a la imposibilidad de hablar, trató sin
éxito de caminar a la orilla. Estaba petrificada cuando la forma sumergida se
situó en su entrepierna y lamió sus muslos. Cuando sus miradas se encontraron,
un hilo de voz expresó su incredulidad...
“¿Director Mendez?”
Cuando notó que no era un
juego, Esteban corrió a auxiliar a Miss Claudia. La mujer tiritaba cuando llegó a ella y
murmuraba el nombre del director. Una crisis de pánico, pensó. Nunca se
hubiese imaginado que le afectaría tanto que su jefe desapareciera por meses
sin dejar señales. Prefería no saber
detalle alguno que pudiese explicar esa reacción. La tomó en brazos,
apenas logrando que las extremidades de la mujer se doblasen lo suficiente. El
pequeño Jorge iba tras él, casi tan pálido como las profesora, preocupado por
ella. Esteban llegó a la playa y depositó a Miss Claudia en la arena. Cuando
fue a tranquilizar a su hijo, se encontró con que no estaba a su lado. Se había
quedado rezagado en el agua que lo cubría hasta la cintura.
Salió disparado al ver que
un círculo de sangre rodeaba al niño.
El hambre era como una brújula. Lo comandaba
desde siempre, en cada detalle de su vida, la elección de su profesión, de su
esposa, del vehículo que debía conducir. De todo. Incluso ahora, que era menos
que un jurel, menos que un cangrejo incluso, el hambre parecía saber qué corrientes lo llevarían a su destino.
Así llegó a aguas más tranquilas, donde una docena de piernas le hicieron
retorcer las tripas que ya no tenía. No se molestó en seleccionar, solo se
acercó al par más cercano y saboreó la piel. Creyó que el gusto desagradable se
debía al agua salada, hasta que vio a quien pertenecían las piernas. “Miss
Claudia... puaj”, escupió para alejarse de tan despreciable presa. Cuando al fin alcanzó un trofeo digno del hambre,
no dudó en irse directo a masticar las joyas que escondían su traje de baño.