martes, 20 de mayo de 2014

"Solo" por Aldo Astete Cuadra













Ilustración por Ana Oyanadel







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Aún no regresaba. Su padre había aprovechado la intensa lluvia para salir a conseguir alimentos. La urgencia y el hambre le habían forzado a dejar a su hijo solo en casa.
El viento estremecía los ventanales de la sala que aún quedaban intactos. Era el lugar más luminoso de la casa, el único sitio en donde Gonzalo aún sentía un poco de seguridad. Los marcos estaban tapiados de tal forma que, entre las tablas había espacios que filtraban la tenue luz del día invernal y permitían mirar hacia el antejardín.
Habían transcurrido seis horas desde que su padre se marchara prometiendo regresar cuanto antes. «No más allá de una hora» dijo y se fue, pese a los intentos resignados de su hijo por retenerlo. Se había quedado solo, hambriento y asustado.
Las ráfagas de viento que se colaban en la habitación actuaban como mensajes de desamparo y Gonzalo presentía que su papá no regresaría. Esto ya lo había sufrido con su madre, hace unas semanas, en un día igual a éste, de lluvia copiosa y viento huracanado. Ella se había marchado pues no soportó el encierro de meses, volviéndose loca con la restricción de alimentos. Desvariaba constantemente y actuaba con inusitada violencia cada vez que sufría los punzantes retorcijones en el estómago. Es por aquella razón que la dejaron partir sin mayores aprensiones, pues ella se había convertido en un peligro latente.
En uno de aquellos arranques feroces y voraces su madre reventó el candado de la despensa y comió desesperadamente gran parte de las reservas. Su padre reaccionó para evitar que ella continuara con su demencial festín, pidiéndole que terminara de una vez por todas, que pensara en su hijo, que sólo podrían sobrevivir si mantenían el racionamiento como lo habían hecho hasta ahora. Sin embargo, obtuvo por respuesta una inesperada y feroz golpiza con el fierro que antes utilizara ella para ingresar a la reserva. Al día siguiente se marchó diciéndoles que regresaría con mucha comida, que ella sabía muy bien donde conseguirla y que la lluvia le permitiría ir y volver con todo lo necesario para cocinar una cena como nunca antes la habían tenido en casa. Estaba desequilibrada, era un peligro para ambos.
Su partida los sumió en una gran depresión, pero no intentaron retenerla, sabían que no regresaría, que no estaba en condiciones para hacer lo correcto, de hecho cada día que pasaba se iba pareciendo más a los contagiados. Ahora su padre era el que se marchaba para no volver.
La caída del atardecer confirmaba los oscuros pensamientos del niño que aguardaba acurrucado con una manta detrás del sofá, intentando escudriñar las sombras a través de las tablas en las ventanas. Un dolor agudo en el estómago le provocó un desmayo y luego un profundo sueño similar a la animación suspendida. Ya avanzada la noche un fuerte estruendo lo despertó e instintivamente llamó a su padre, pensando que había regresado y se encontraba durmiendo, sin embargo, nadie respondió. Entonces supo que ya no quedaban esperanzas.
A la mañana siguiente y luego de una noche tormentosa, entre destellos de relámpagos y sollozos, se prometió huir a los bosques, sabía, por los comentarios de su padre, que ahí habrían posibilidades de sobrevivir.
Lo visualizaba en su mente. Bajaría a la playa para salir del área urbana y llegar hasta los bosques en búsqueda de tallos de nalca y frutos silvestres y luego de encontrar un escondite podría regresar a la playa a mariscar. Si tenía suerte tal vez encontraría ayuda en alguna de las comunidades que, supuestamente, se habían formado y establecido en los bosques antes del toque de queda, cuando los más visionarios previeron lo que ocurriría después, una vez el contagio se esparciera por toda la Isla.
Que continuara lloviendo con fuerza era el mejor escenario al que se podía ver enfrentado. La lluvia amparaba a los no contagiados, protegiéndolos de los rabiosos que se ocultaban al alero de las techumbres en ruinas de un pueblo fantasma.
Salió de casa portando una mochila con afilados cuchillos, fósforos, velas y calzado de repuesto. En sus manos blandía un astil de hacha con el que su padre se había deshecho de un par de contagiados que habían logrado saltar el cerco quebrando algunos ventanales de la sala.
Al salir, rodeó la casa con precaución y miró desde el portón a una calle despejada de contagiados. Algunos cuerpos inertes, otros en descomposición yacían sobre el pavimento. Rogó para que ninguno de ellos fuera uno de sus padres. Luego decidió que correr por el centro de la calle, lo más alejado posible de las edificaciones, era lo más sensato bajo estas condiciones. Pudo sentir murmullos que fueron in crescendo hasta transformarse en gritos destemplados, bestiales, guturales que salían de las bocas abiertas de las casas en ruinas.
Al llegar a la costanera las calles le parecieron amplias y alejadas de las viviendas, pero aún así decidió bajar a la orilla del mar que lo resguardaría de las miradas y se transformaría en su última escapatoria. Entrar al mar era una opción no tan descabellada como huir corriendo. Los bosques y campos estaban a unos kilómetros por la playa, y si la lluvia continuaba en su intensidad tendría posibilidades de llegar y tener oportunidades.
Sin embargo, en contra de sus deseos, un arcoíris despuntó en horizonte, iluminando la mañana, despejando el día paulatinamente. Debió acelerar su paso, de lo contrario estaría perdido.
De pronto, el sol alumbró irradiando la superficie del mar, y Gonzalo enceguecido creyó ver una lancha de pequeñas dimensiones que navegaba con lentitud en su dirección; no obstante, aún se encontraba a una buena distancia, le era imposible nadar, pues apenas su padre le había enseñado algo en los fríos veranos australes.
Se encontraba recordando cuando sintió a la distancia, justo detrás de él, una horda de infectados. Desesperado, corrió por la playa para acortar distancias con la embarcación, dejó atrás su mochila y se lanzó al agua con el astil como flotador.
Con las manos firmemente asidas al astil, llorando de terror y pataleando sin descanso fue acercándose a la lancha que, al parecer, había disminuido aún más su lenta marcha. Gonzalo pensaba que sería su salvación. Sobre la cubierta vio a un hombre sonriente, cuyos dientes contrastaban con una barba rojísima.
Un salvavidas rebotó cerca de él, lo cogió y fue remolcado lentamente hasta al bote, el hombre acercándose sin perder la sonrisa le habló.
Te has salvado niño y me has salvado a mí riéndose horriblemente.
Gonzalo al borde del colapso, se arrastró por la cubierta que estaba asquerosa, y comprendió que sería mejor desfallecer, al ver unos diez cráneos que colgaban al costado de la cabina.
El hombre tomó la cabeza del niño tirando de su pelo y cortó su garganta e inmediatamente acercó un pequeño recipiente que se llenó con sangre. Enseguida, cogió un lavatorio, y sacó el anterior en que ya se rebalsaba de sangre para dar un largo y tibio sorbo. Luego pasó su manga por la boca para limpiar los restos que se adherían al bigote y barbas. Acto seguido miró al cielo y agradeció.
Gracias Señor por proveer los alimentos a tu hijo, siento tu lealtad. Esta noche comeré y beberé en tu honor y agradeceré la protección que en todo momento me has brindado.
Al verificar que ya no manaba más sangre, desnudó al niño y fue destazándolo de acuerdo a las costumbres del matarife.



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