Ilustración por Ana Oyanadel
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Aún
no regresaba. Su padre había aprovechado la intensa lluvia para salir a conseguir
alimentos. La urgencia y el hambre le habían forzado a dejar a su hijo solo en
casa.
El
viento estremecía los ventanales de la sala que aún quedaban intactos. Era el
lugar más luminoso de la casa, el único sitio en donde Gonzalo aún sentía un
poco de seguridad. Los marcos estaban tapiados de tal forma que, entre las
tablas había espacios que filtraban la tenue luz del día invernal y permitían
mirar hacia el antejardín.
Habían
transcurrido seis horas desde que su padre se marchara prometiendo regresar
cuanto antes. «No más allá de una hora» dijo y se fue, pese a los intentos
resignados de su hijo por retenerlo. Se había quedado solo, hambriento y
asustado.
Las
ráfagas de viento que se colaban en la habitación actuaban como mensajes de
desamparo y Gonzalo presentía que su papá no regresaría. Esto ya lo había
sufrido con su madre, hace unas semanas, en un día igual a éste, de lluvia
copiosa y viento huracanado. Ella se había marchado pues no soportó el encierro
de meses, volviéndose loca con la restricción de alimentos. Desvariaba
constantemente y actuaba con inusitada violencia cada vez que sufría los punzantes
retorcijones en el estómago. Es por aquella razón que la dejaron partir sin
mayores aprensiones, pues ella se había convertido en un peligro latente.
En
uno de aquellos arranques feroces y voraces su madre reventó el candado de la
despensa y comió desesperadamente gran parte de las reservas. Su padre
reaccionó para evitar que ella continuara con su demencial festín, pidiéndole
que terminara de una vez por todas, que pensara en su hijo, que sólo podrían
sobrevivir si mantenían el racionamiento como lo habían hecho hasta ahora. Sin
embargo, obtuvo por respuesta una inesperada y feroz golpiza con el fierro que
antes utilizara ella para ingresar a la reserva. Al día siguiente se marchó
diciéndoles que regresaría con mucha comida, que ella sabía muy bien donde
conseguirla y que la lluvia le permitiría ir y volver con todo lo necesario
para cocinar una cena como nunca antes la habían tenido en casa. Estaba
desequilibrada, era un peligro para ambos.
Su
partida los sumió en una gran depresión, pero no intentaron retenerla, sabían
que no regresaría, que no estaba en condiciones para hacer lo correcto, de
hecho cada día que pasaba se iba pareciendo más a los contagiados. Ahora su
padre era el que se marchaba para no volver.
La
caída del atardecer confirmaba los oscuros pensamientos del niño que aguardaba
acurrucado con una manta detrás del sofá, intentando escudriñar las sombras a
través de las tablas en las ventanas. Un dolor agudo en el estómago le provocó
un desmayo y luego un profundo sueño similar a la animación suspendida. Ya
avanzada la noche un fuerte estruendo lo despertó e instintivamente llamó a su
padre, pensando que había regresado y se encontraba durmiendo, sin embargo,
nadie respondió. Entonces supo que ya no quedaban esperanzas.
A
la mañana siguiente y luego de una noche tormentosa, entre destellos de
relámpagos y sollozos, se prometió huir a los bosques, sabía, por los
comentarios de su padre, que ahí habrían posibilidades de sobrevivir.
Lo
visualizaba en su mente. Bajaría a la playa para salir del área urbana y llegar
hasta los bosques en búsqueda de tallos de nalca y frutos silvestres y luego de
encontrar un escondite podría regresar a la playa a mariscar. Si tenía suerte
tal vez encontraría ayuda en alguna de las comunidades que, supuestamente, se
habían formado y establecido en los bosques antes del toque de queda, cuando los
más visionarios previeron lo que ocurriría después, una vez el contagio se
esparciera por toda la Isla.
Que
continuara lloviendo con fuerza era el mejor escenario al que se podía ver
enfrentado. La lluvia amparaba a los no contagiados, protegiéndolos de los
rabiosos que se ocultaban al alero de las techumbres en ruinas de un pueblo
fantasma.
Salió
de casa portando una mochila con afilados cuchillos, fósforos, velas y calzado
de repuesto. En sus manos blandía un astil de hacha con el que su padre se
había deshecho de un par de contagiados que habían logrado saltar el cerco
quebrando algunos ventanales de la sala.
Al
salir, rodeó la casa con precaución y miró desde el portón a una calle
despejada de contagiados. Algunos cuerpos inertes, otros en descomposición yacían
sobre el pavimento. Rogó para que ninguno de ellos fuera uno de sus padres. Luego
decidió que correr por el centro de la calle, lo más alejado posible de las
edificaciones, era lo más sensato bajo estas condiciones. Pudo sentir murmullos
que fueron in crescendo hasta transformarse en gritos destemplados, bestiales,
guturales que salían de las bocas abiertas de las casas en ruinas.
Al
llegar a la costanera las calles le parecieron amplias y alejadas de las
viviendas, pero aún así decidió bajar a la orilla del mar que lo resguardaría
de las miradas y se transformaría en su última escapatoria. Entrar al mar era
una opción no tan descabellada como huir corriendo. Los bosques y campos
estaban a unos kilómetros por la playa, y si la lluvia continuaba en su
intensidad tendría posibilidades de llegar y tener oportunidades.
Sin
embargo, en contra de sus deseos, un arcoíris despuntó en horizonte, iluminando
la mañana, despejando el día paulatinamente. Debió acelerar su paso, de lo
contrario estaría perdido.
De
pronto, el sol alumbró irradiando la superficie del mar, y Gonzalo enceguecido creyó
ver una lancha de pequeñas dimensiones que navegaba con lentitud en su
dirección; no obstante, aún se encontraba a una buena distancia, le era imposible
nadar, pues apenas su padre le había enseñado algo en los fríos veranos
australes.
Se
encontraba recordando cuando sintió a la distancia, justo detrás de él, una
horda de infectados. Desesperado, corrió por la playa para acortar distancias
con la embarcación, dejó atrás su mochila y se lanzó al agua con el astil como
flotador.
Con
las manos firmemente asidas al astil, llorando de terror y pataleando sin
descanso fue acercándose a la lancha que, al parecer, había disminuido aún más
su lenta marcha. Gonzalo pensaba que sería su salvación. Sobre la cubierta vio
a un hombre sonriente, cuyos dientes contrastaban con una barba rojísima.
Un
salvavidas rebotó cerca de él, lo cogió y fue remolcado lentamente hasta al
bote, el hombre acercándose sin perder la sonrisa le habló.
—Te has
salvado niño y me has salvado a mí —riéndose
horriblemente.
Gonzalo
al borde del colapso, se arrastró por la cubierta que estaba asquerosa, y
comprendió que sería mejor desfallecer, al ver unos diez cráneos que colgaban
al costado de la cabina.
El
hombre tomó la cabeza del niño tirando de su pelo y cortó su garganta e
inmediatamente acercó un pequeño recipiente que se llenó con sangre. Enseguida,
cogió un lavatorio, y sacó el anterior en que ya se rebalsaba de sangre para
dar un largo y tibio sorbo. Luego pasó su manga por la boca para limpiar los
restos que se adherían al bigote y barbas. Acto seguido miró al cielo y
agradeció.
—Gracias
Señor por proveer los alimentos a tu hijo, siento tu lealtad. Esta noche comeré
y beberé en tu honor y agradeceré la protección que en todo momento me has
brindado.
Al
verificar que ya no manaba más sangre, desnudó al niño y fue destazándolo de
acuerdo a las costumbres del matarife.
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