lunes, 7 de mayo de 2012

"El Jardín de los Niños" por Paul Eric

Hace años nos juntamos con nuestras primas de Puente Alto, Carla y Gloria. Fuimos con mi hermano menor por un par de días aprovechando las vacaciones de verano.
Lo pasábamos tan bien. Cada vez que estábamos los cuatro reunidos éramos los mejores primos del mundo. Pronto, fui descubriendo que el mundo no es más que un palco donde las personas cada vez quedan más apretadas y de ahí en más, sálvese quien pueda.
            Las primas se habían cambiado hace poco de casa. Pasaron de vivir en La Papelera, a una nueva villa que se construía cerca de un cementerio. Eran muchas las casas nuevas y aún sin ocupar, así que no era raro que, a ratos, uno se encontrara totalmente solo por las calles. No deambulaba nadie, sólo se hacía presente el eco del avanzar de nuevas marchas de hormigas. Más de alguna vez, pensé que la familia de mi tío Ricardo fue la primera en mudarse a la zona.
            La más grande de mis primas, Carla, siempre tuvo un afán intrigante para el resto de los otros primos de entenderse, o mirar de cerca, todo lo que fuera sobrenatural y que estuviera al alcance de la mano. No miento si nombro la Ouija, las Cartas Negras, el horóscopo negro, contar el máximo de historias terroríficas en el menor tiempo posible… ella era así, qué le íbamos a hacer, pero nosotros disfrutábamos del Miedo. Hasta ése punto, ser parte de los pequeños era una ventaja porque te divertías con aquello; independiente de que fuese mentira o no, nosotros queríamos pensar que todo era real. 
            Aquella madrugada de martes de verano, sería La Madrugada, nuestra gran hazaña. Quién sabe cómo, pero Carla nos convenció de que visitaríamos el cementerio para ver si vivíamos una experiencia que valiese la pena recordar cuando fuésemos todos viejos.
            Cada uno llevó su respectiva mochila, lo cual era extraño puesto que no cargábamos nada. Una de las leyes del plan.
            Entrar al cementerio no era para nada complicado, pues eran sólo dos guardias para lo que parecía ser un inmenso parque lleno de verde. Simplemente esperamos a que los hombres rodearan lo suficiente el lugar, por la otra entrada, y luego nos adentramos evitando las pocas lámparas pálidas que se mantenían prendidas por las noches —a veces te preguntas si con intención los dueños de los cementerios compran pequeñas ampolletas donde, al parecer, la idea es que iluminen lo menos posible y todo se vuelva tediosamente lúgubre.
        Pudo haber sido nuestra ingenuidad lo que nos impulsó tan decididamente, pero no puedo responder por mi prima mayor, pues ella era ya una adolescente, y no sé ustedes pero para mí alguien que ya tenga más de quince años de edad es alguien que puede diferenciar el bien del mal. Sin embargo, daba la impresión de que para ella no existía un balance. Algo extraño tenía. No bien, no mal. Sólo curiosidad. Curiosidad y curiosidad, y nosotros seríamos las marionetas.
            Eran más de las tres de la mañana. Ninguno llevaría reloj —otra de las leyes—, y los tíos dormían al ritmo de profundos ronquidos en la cama.
            La idea era simple: dar un paseo por el lugar y ver qué pasaba. Pero nada pasaba. Tal era el problema. Pronto, ya mi hermano comenzó a alegar sed, pero nadie había cargado agua. No podíamos ir por los guardias, pues todo resultaría mal. Descansamos un momento evitando las pocas luces, que a esas alturas parecían candelabros con la esperma más batida.
            Una capa de neblina se acomodó justo sobre nosotros, el aire se volvió quieto y tibio.
        Cerca, notamos que el suelo estaba desnivelado, se distinguían focos de tierra sin terminar de ser trabajados, y no aparentaban tener un orden. Un poco más allá la neblina se volvía negra, y, simplemente, ya no se distinguía nada en la oscuridad. Los últimos gritos de luz habían desaparecido, y en cambio, un encarecido silencio amalgamado con la extrañeza tan humana de nosotros cuatro, reemplazó el cansancio y la sed.
            De pronto, Carla pareció insatisfecha y se puso de pie. Nos indicó que la siguiéramos y tras unos dos minutos de avanzar sobre caminos que parecían ser lo bastante húmedos, al fin se detuvo. Indicaba que estábamos en el lugar preciso, pero no entendíamos.

            —Es aquí. Aquí abajo.

            Fui el primero en mirar, pero no podía terminar de entender lo que habíamos descubierto. Me enjugué con ganas los ojos, casi a punto del dolor. Luego enmudecí.

            —Pero es una tumba a medio tapar—. dijo Gloria, asustada. En realidad todos lo estábamos.

            De pronto, mi hermano pequeño comenzó a llorar terriblemente, y Gloria lo abrazó en un intento de calmarlo.

            —No entiendo. ¿Qué hacemos parados acá? —pregunté.

            Y Carla me empujó al vacío. Pareció mucho el tiempo que estuve bajando, y todo se volvía irreal en el descenso. Era un poco como la caída de Alicia en el país de las maravillas. La diferencia radicaba en que yo bajaba directamente al eventual cuerpo del muerto, que me esperaba, quién sabía de qué forma, allá abajo.
Al fin terminó el viaje. No sentí dolor al llegar. Parecía ser que, a pesar de haber pasado varios segundos, el fondo quedaba cerca de la entrada.
            Todo allí se sentía húmedo, casi como tierra a punto de transformarse en barro. Lo sentía recorrer mis brazos lentamente. Una cosa desagradable. Sentía los gritos de mis primas y el llanto de mi hermano. Obligué, contra toda náusea y sensación de desmayo, a mis dedos a tantear como fuera posible y comprender qué era lo que había debajo de mí. Pronto, descubrí que no había ningún cajón, sólo restos de piedras pequeñas y lisas, sumado al mar de tierra. Luego, sentí que una cuerda chocaba contra el borde del vacío en que me encontraba, y, en mi eterna oscuridad, di con ella, tras un poco de suerte. Ahora, sentía voces de personas adultas gritándome también, preguntando si me encontraba bien, pero yo no respondía nada. Quizás por el terror de haber sido descubiertos.
            Comenzaban a subirme lentamente, hasta que de pronto, en un último esfuerzo por encontrar algo, mi mano izquierda encontró ese “algo”. Parecía de metal, y según mis cálculos, era pequeño, ovalado, delgado, y con unas finas estrías en el medio. No podía imaginar qué era, simplemente lo apreté con fuerza, cerrando mis dedos, hasta encarnar las uñas en mi palma sucia. Rápido, y sin saber el por qué, lo escondí en uno de mis bolsillos.
            Cuando llegué arriba era ya de día, y había mucha gente mirando lo sucedido. ¿Cómo era posible que haya pasado tanto tiempo conmigo allá abajo? Parecía otro lugar, horrible a la luz del día. Una de las cosas que llamó mi atención era la mirada de Carla, fija en mi, como sabiendo lo que yo tenía escondido. Sentí miedo.
            Cuando llegamos a casa vinieron los retos de nuestros tíos, pero la defensa de Carla era siempre nuestro escudo: las aventuras conllevaban su última palabra. Conseguimos sólo tres días de castigo.
            Quise ir al baño en un momento. Tenía sueño, y sentía la garganta seca, pero sabía que no estaba ahí por necesidad, sino curiosidad.
            Rápido, registré mi bolsillo; mis dedos nerviosos hurgueteaban y palpaban con poco cuidado, era el adorno de lo que alguna vez pudo haber sido un collar. Éste era el retrato de una jovencita, así como de hermosa, también poseía una mirada fría de muerte. Me miraba fijo. Era la típica fotografía con el efecto eterno de que, sea cual sea el ángulo, la forma en que sostengas la foto, la persona fotografiada siempre te mirará. Para algunos será normal, pero yo prefiero evitar los recuadros.
            No dormí bien las noches siguientes, siempre despertando por las madrugadas, tras espasmos, e intermitencias en mi respiración.
            Una tarde de almuerzo, cuando estábamos todos, creí ver algo en el muro, justo detrás de mi tío Ricardo. Bajé la mirada, asustado, y me metí la cuchara a la boca, obligándome a comer.
            —Hijo ¿Te sientes bien? —preguntó mi tío.
            Iba a responder, cuando, ahora sí, con toda claridad pude verlo: el muro era de relieves y piedrecillas alzadas, color amarillo, pero fue entre las infinitas formas que se creaban, que yo vi, claramente, la cara de un “alguien”. Era enorme, ocupaba casi por completo el muro, su cara se giraba en el odio, y parecía mirarme. No, realmente me miraba. Me puse de pie, y corrí hacia el jardín, pero aún desde allí, esos enormes ojos me miraban.
           
—¡Sáquenla de ahí! —suplicaba yo, una y otra vez—. ¡Su rostro! ¡Esa mirada!—, pero nadie veía nada.

            Los días siguieron siendo terribles cada vez, y aquella persona en el muro estaba presente siempre que se me ocurría mirar, un ser omnipresente. De una u otra forma, me fui acostumbrando, y si bien el miedo jamás desapareció, aprendí a convivir con aquello.
            Una noche, volví a despertar tras un salto. Mi hermano y Gloria dormían profundamente, pero Carla no estaba. Justo en el momento en que apagaba la luz, el rostro de mi prima apareció frente a mí, con ojos completamente blancos.
           
—¿Cuándo me devuelves la foto por las buenas, tonto huevón? —gritó.
           
Fui al baño a grandes zancadas, puesto que la tenía escondida en la esquina del piso, bajo la alfombra, y por primera vez puse atención al retrato: era una fotografía en blanco y negro, estaba muy deteriorada. Quité el resto de la suciedad de los costados y leí:

Carla
1946-1961
Q.E.P.D



FIN

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