martes, 12 de noviembre de 2013

"Encuentro en el Parque" Por Michael Rivera Marín


Sé que no soy el mejor padre del mundo, ni siquiera soy el que deseé ser cuando aún era pequeño, pero de todas formas no merezco una vida así. No tengo recuerdos de vidas anteriores, ni me he interesado en las de los demás, pero sé que no existe persona alguna con sufrimiento semejante al mío.
Tengo suerte de haber encontrado esta parada de micros para sentarme a descansar. El lugar no es muy reconfortante para alejar esta pena que oprime mi pecho, pero no importa, ellos no tardan en llegar. Todo está sumergido en la marea oscura traída por la luna menguante y el poste sin foco.
Una micro se detiene frente a mí abriendo la puerta, el obeso chofer me da una mirada de pies a cabeza y la cierra, continúa su camino, mientras yo sigo esperando recordar los tristes hechos antes de olvidarlos por culpa de mi mala memoria.
Alrededor de las cinco de la tarde recibí una llamada a mi celular. Era mi ex esposa según dijo, ya que su voz no la reconocí. Salí del cine para poder hablar tranquilamente con ella y no importunar al público que veía la película. Quería pedirme que nos reuniéramos en la plaza cercana a nuestra antigua casa para dejarme estar con Marcial, mi hijo, pues desde hacía varios meses que no lo veía ni tenía noticias suyas.
Di vueltas durante horas antes de llegar donde acordamos juntarnos. Las calles me eran irreconocibles, a pesar de eso continué mi caminar hasta que hallé la plaza donde vería a mi hijo.
El parque ha cambiado mucho: los asientos blancos ahora tienen un oscuro color verde, los árboles pequeños fueron cambiados por otros altos y frondosos, los antiguos juegos para los niños ahora eran de metal bien pintado –no esa madera roída y descolorida–. Inclusive la gente había cambiado, parecían ser más adinerados, pues desde mi asiento distante al jolgorio infantil y a la pasión juvenil pude ver los autos que se estacionaban en la calle del frente para dejar libres a los niños ansiosos de diversión.
La hora pactada ya había expirado –al igual que mi paciencia–, cuando un niño, que distraídamente se columpiaba, se soltó yendo a parar sobre unos balancines.

Todos fuimos a verlo para tratar de ayudarlo, pero no podíamos hacer mucho, había quedado inconsciente y sangrando de la cabeza por el choque contra el juego de fierro. Cuando lo movieron para levantar del suelo la herida y evitar así una infección, logré ver el estado en que había quedado y sentí un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo, llevándome a sentir como si en mis dedos enguantados se clavaran una y otra vez unos delicados alfileres.
De inmediato una piadosa persona sacó su celular y se comunicó con una clínica pidiendo de forma urgente una ambulancia. Quizás yo debí haber hecho la llamada –pues tenía el teléfono a dos centímetros de mi mano–, pero algo me lo impidió, tal vez era la impresión de ver cómo la sangre escurría lentamente por el cabello del niño y luego se deslizaba fugazmente por su rostro empalidecido… o quizás era porque el rostro de aquel pequeño reflejaba la ya casi olvidada cara de Marcial.
La madre llegó a socorrer al niño, quiso tomarlo en brazos, pero se lo impidieron por temor a que con su desesperado acto empeorara el estado de salud del herido.
Yo volví a mi distante asiento para continuar esperando a mi esposa e hijo, que ya debían venir en camino.
El lugar fue iluminado de forma artificial, la noche había caído sobre la capital. Unos focos se acercaban sobre el amarillento pasto. Era la esperada ambulancia, y en el momento en que detuvo su marcha, me paré del asiento para huir sin tener dominio de mis piernas.
Corrí desesperado hasta el estacionamiento ubicado en un extremo del parque. Al llegar me tiré de rodillas al suelo quedando sin visión hacia la ambulancia. Indagué en mis pensamientos buscando una explicación racional a mi comportamiento, pero no hallé más que penumbras y malos recuerdos de mi esposa, ni siquiera de mi niño, a quien tanto amo.
Oí marcharse la ambulancia y me levanté. Observé cuidadosamente el parque esperando hallar a mi ex esposa sentada en una de las bancas fumando algún cigarrillo, como creo que solía hacer cuando éramos novios. No estaba, tampoco los adolescentes.
Solo un niño mantenía la vida del iluminado parque, todos los demás habían vuelto a sus hogares cansados con la alegría de haberse divertido gracias a la gran variedad de juegos. Me restregué los ojos para poder verlo mejor y lo reconocí a pesar del rápido movimiento del columpio: era mi hijo Marcial.
Entonces mi esposa también debía estar cerca, nunca lo dejaba jugar solo. Quizás se había escondido y no quiere verme –pensé– por temor a recordar todas esas estúpidas discusiones que comenzábamos sin razón alguna y terminaban con ella llorando abrazada al niño, mientras yo daba un portazo y me iba a pasar la noche en casa de un amigo.
Todos los recuerdos, tanto buenos como malos, invadieron mi mente como si fueran escenas de una teleserie. Alejando esos pensamientos fui hacia mi hijo.
A cada paso que daba, la ansiedad de estrecharlo entre mis brazos me provocaba unos escalofríos. Mi frente se empapaba de un helado sudor que resbalaba por mi rostro iluminado con una desbordante felicidad, la boca se me secó sin dejar una gota de saliva para suavizar la garganta, las piernas no podían mantener el ritmo, más bien, era un trote frustrado por temor a que el pequeño huyera de mí al no reconocerme después de tanto tiempo sin vernos. En los dedos de mis manos, la voz de la ansiedad se reflejaba con el sonido de un cortocircuito.
Una duda me invadió cuando estaba cerca: ¿debía realmente estar junto a él? Un fuerte grito salió de las penumbras de mi cerebro: No. Los motivos eran claros, pues cuando estuviera con Marcial me volvería a encariñar con todos sus gestos y palabras, lo cual solo traería consigo tristeza, ya que mi esposa me prohibiría las visitas muy continuas e inventaría historias horribles respecto a mí para intimidar al inocente niño.
Yo sufriría buscando algún abogado para tener la custodia de Marcial, pero al ser hijo único todo el derecho le correspondía a la mamá. Eso terminaría con el juicio a menos que la acusara de negligente o perturbada mental, lo cual soy capaz de hacer con tal de recuperarlo y ser yo quien lo cuidara.
A pesar de todos esos motivos, mis piernas continuaron su avanzar involuntario. Cuando el niño me vio, comenzó a detener el columpio y pude observar con mayor facilidad su rostro. Quité las manos de mis bolsillos para recibir su cariñoso abrazo, me saqué los guantes para así acariciar su piel y guardar aquella textura en mi mala memoria.
¡Marcial! –Lo llamé con felicidad cuando se bajó del columpio–. Ven aquí, te he extrañado mucho, hijo.
Me miró sorprendido, pareciendo no comprender mis palabras. Sé que quiso decir algo, pero la alegría me ensordeció completamente, impidiéndome oír su vocecita. Me arrodillé quedando a su altura y contra su voluntad lo estreché fuertemente entre mis brazos, dejando que la voz de la ansiedad emanada de mis dedos a través de esas chispas pudiera tocar su piel. Pero en ese momento fue cuando, entre los espasmos de mi hijo y las luces enceguecedoras que de su cuerpo salían, llegaron a golpear mi mente los recuerdos ocultos en alguna zona lejana de mi atrofiado cerebro.
Preferiría no haber salido del cine para contestar el celular y acceder a la petición hecha por aquella misteriosa e irreconocible voz. No entiendo cómo pude caer nuevamente en esta farsa maquiavélica.
Ahora todas las nubes se disiparon permitiéndome entender el porqué de lo autónomo y desesperado del movimiento de mis piernas en el instante cuando llegó la ambulancia. Huí, pues inconscientemente los recordé a ellos, las personas que me encierran en esos cuartos llenos de cables, agujas y cámaras para estudiarme y tratar de controlar estas horribles descargas eléctricas producidas por mis dedos cuando me encuentro cerca de un niño que me recuerde a mi difunto hijo.
Yo lo maté, lo admito, di muerte al ser que más amaba en la vida, pero fue culpa de mi extraña enfermedad, no mía. También mi esposa sucumbió con las fuertes descargas, ya que trató de separarme de él cuando se convulsionaba entre mis brazos y la electricidad atravesaba sus tejidos en  busca de su alma.
Pero ellos tienen la culpa, pues mintieron diciendo que me ayudarían a sanar y sólo se han burlado de mi desgracia usándola para su propio beneficio. Crean falsos recuerdos dentro de mi mente, anulando los reales, pero cuando me convierto en un asesino vuelvo a ser el hombre desdichado que jamás deseé ser.
Dejé caer de entre mis brazos al pequeño sin respiración y huí del parque hacia las desconocidas calles decoradas con los tristes rostros de los niños a los cuales he asesinado con el simple hecho de tocarlos con los dedos.
¿Qué gano con arrancar si siempre ellos me atrapan? Es más, ahora que estoy descansando en este oscuro paradero, puedo ver los focos de un vehículo avanzar hacia mí. Todo ha terminado, son ellos, me encerrarán nuevamente en sus salas de estudio para continuar con su tormentoso plan, en el que yo tengo la misión principal: dar muerte a algún niño que imagine como mi difunto hijo.      


1 comentarios:

  1. un desenlace de los mas surrealista...estaba esperando algo dramatico y termino en algo mas parecido a los Xmen... mi cordial felicitacion al autor

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