lunes, 30 de diciembre de 2013

"Teofagia"* Por Fraterno Dracon Saccis

"The Devourer" ©2012 Khaoz Vortexx
*Relato inspirado en la ilustración "The Devourer" de Khaoz Vortexx, parte del desafío "Imago Hallucigenia".


«Dios ha muerto» Friedrich Nietzsche

Al principio fue la oscuridad.

Luego de unos minutos, se dio cuenta que no era la falta de luz la que lo cegaba, si no que las costras que cubrían sus párpados. Atravesó el umbral de dolor donde la conciencia es extirpada del cuerpo, difuminando los sentidos como una gran mancha de sangre mal limpiada. El sufrimiento de una especie se había posado sobre sus hombros. Arrastrándose sin rumbo, las uñas se clavaban en una superficie cuya textura no lograba identificar, desagradable el tacto, escurridiza como la arena o el agua entre los dedos.

Pronto le llegaron los residuos de una voz. Intentó guiarse por el delgado hilo que cosquilleaba en sus oídos, hasta que las palabras se hicieron inteligibles

“Acércate, sí, ven aquí Nazareno, arrímate al calor de mi fuego.”

Las palabras se trenzaban con el crepitar. Solo cuando el ardor alcanzó su piel se dio cuenta de que había tenido frío.

“Ten, lávate esa cara que das más pena de la que has dado durante miles de años.”

El comentario no le hizo ningún sentido. Aún así tomó el balde que le habían alcanzado y lentamente fue quitándose la máscara de sangre reseca. Le costó un tiempo más acostumbrarse al exceso de luz. Cuando logró enfocar, se encontró con la inmensa figura de un hombre atizando una fogata. El brazo que sostenía la barra candente era exageradamente más musculoso que el de la mano que se estiró para ayudarlo a pararse. 

—¿Dónde estoy?

—En ningún lugar, muchacho. Si alguna vez tuvo nombre este islote y todo lo que lo rodea, nadie se tomó la molestia de informarnos. Solo le llamamos “Aquí”, aunque tampoco estamos muy seguros de que sea una forma correcta de llamarlo.

Acercó sus manos perforadas al abrigo del fuego, y solo en ese instante notó que había más comensales al rededor. Algunos compartían copas, otro estaba concentrado en mirarse en un espejo. Un par tiraba hierbas a la pira, haciendo que surgieran chispas y llamas de colores que formaban efímeras figuras animalescas. Una de las mujeres, de belleza tal que le formó un nudo en la garganta su visión, se le acercó casi poniéndole los pechos en la cara.

—Déjame ayudarte con eso —le dijo mientras tomaba la corona de espinas e intentaba sacársela con sumo cuidado.

—¡No! Dejadme...

Un coro de carcajadas siguió a su exabrupto. Cuando ya se secaban las lágrimas de júbilo, el personaje que se dedicaba a mirar su imagen en el cristal de marco de concha, sin dejar su tarea saltó en defensa del centro de las burlas.

—Déjenlo. Algunos tardamos más que otros en dejar las joyas de nuestros avatares.

—¿Joyas? —preguntó el recién llegado, indignado ante tan burda comparación.

—Joyas, escudos, símbolos —un hombre con cabeza de halcón le habló posando una mano sobre su hombro —, son los elementos con que nos construyen. A algunos les gusta pensar que son piezas primordiales, palabras universales de un idioma eterno, pero yo que veo más allá de lo evidente, sé que no son más que cagarrutas de mosca esparcidas al azar.

—Entiendo —mintió mientras se ponía de pie para librarse del peso de la mano y el aliento a carroña de su interlocutor—.  Entonces ¿Ustedes dicen que todos tenemos algo en común? —Repasó la galería demencial que prestaba atención a sus palabras. Le era inconcebible que aquellas aberraciones, algunas sin la mínima lógica en su conformación, pudiesen tener el mismo origen que Él, el hijo del Padre, Uno con su espíritu.

—Parece que va entendiendo —dijo una vocecita. Provenía desde las manazas de un gigante barbudo. Este dio un mordisco a la cabeza que acababa de hablar y con la boca llena continuó con lo que estaba diciendo su bocadillo.

—Somos creaciones con delirio de creador. El paso del tiempo nos da esa calidad, pero también nos manda al olvido, para terminar... Aquí.

—¡Basta de blasfemias! —golpeó el caldero que expelía un aroma que le retorció las tripas y unos lamentos que le clavaron la columna—. Debo encontrar El Camino. Esta ha de ser otra treta de la Serpiente.

—A mí que me registren —dijo una cobra sacando la lengua, mientras se desenroscaba de la muñeca de una mujer de cuatro brazos, para subir por el tronco de un árbol que al principio creyó era una montaña que desaparecía entre las nubes.

El gigante que aún sorbía sangre desde la tráquea del —para él— pequeño desafortunado, lanzó el cadáver medio devorado y una advertencia que hizo temblar el islote.

—NO TE ACERQUES A LA ORILLA. ESO QUE VES OSCILAR EN LA PLAYA NO ES SIMPLE MAR. SON LOS OCÉANOS DEL TIEMPO.

—No estás preparado para enfrentar la inmensidad —le dijo un cuervo que revoloteaba tironeándole la corona, fallando en su intento de detenerlo—. ¿Acaso aceptaste tu origen?

—Claro que lo acepté, SÉ que soy el Mesías, que mi sacrificio…

—Olvídate de esa mierda, carpintero. Tú, al igual que el resto de los hermosos habitantes del Aquí, no somos más que ideas que fueron alguna vez útiles. Ni siquiera estás listo para saber qué eres en el mundo que dejaste. Mucho menos soportarás lo que se avecina a los de nuestra clase.

—¡Se ahogará! —gritaba el grupo que se alejaba de la fogata para auxiliar a su nuevo compañero.

—No necesito entrar en el agua. Puedo caminar sobre ella.

El horizonte era una franja curvada, coronada por ojos que flotaban como nubes en una tormenta tropical. Supuso que eran espejismos obrados por El Enemigo. Al llegar a la orilla, no se detuvo en dudas y dio el siguiente paso en el oleaje. Tampoco se cuestionó el hecho de que el agua no quedara bajo sus pies, si no que bañaba su tobillo. Cuando su fe al fin se quebró ya era demasiado tarde. Los rugidos y bramidos de la playa se hacían susurros hasta desaparecer entre el golpe de la presión en los oídos. No se permitiría volver a la ceguera, así que abrió de par en par los ojos, ignorando el ardor que era mil veces peor que el castigo del viento desértico. Las burbujas eran espacios que encapsulaban momentos, no aire. Una corriente formó un torbellino arrastrándolo más y más hasta el fondo, golpeándolo con un banco de coral que festinó con la sangre derramada. Un abismo más negro que el negro, el vacío del fin de los tiempos, se abría ante sus pies batientes. Torrentes de burbujas se destrenzaron como portones permitiendo la entrada de tentáculos tan gruesos y fuertes como el árbol del islote. No lo tocaron, solo manipularon las corrientes estirándolo hasta abarcar el máximo que su consistencia fue capaz de soportar. Ahora, aunque lo deseaba con toda su alma, no podía cerrar los ojos y evitar el espectáculo de la desaparición, de cómo las últimas hebras de su ser se evaporaban para nunca más condesarse y perder la conexión con el útero que lo formó. No aquella joven madre amorosa, una niña fecundada —ahora entendía que violada con el consentimiento de la fe— por un Dios-Padre-Ausente. No, el vientre que lo nutrió fe una constelación de estrellas titilantes, que lo bañaron con su luz. Rayos que no lograban iluminar la verdad, pero conseguían una caricatura aceptable para sus necesidades.


Cuando su cuerpo alcanzó la máxima tensión, fue liberado para reagrupar sus moléculas en una masa informe, abandonada al azar de las turbulencias temporales. Su fortuna lo envió a la máxima ignominia que su especie podía experimentar, aquella atroz zona que trataron de evitar que visualizara, más allá de ser relegados al mito, alejados del temor místico. Fue devorado por la ausencia total de mentes que pudieran evocarlo hasta en su forma más básica y simplista. 

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