Ilustracion por Visceral
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Entonces me
precipité hacia el terrible brocal y dirigí una mirada al fondo; el
brillo de la bóveda inflamada iluminó sus más recónditas
cavidades; pero durante un momento de extravío mi espíritu no pudo
explicarse la significación de lo que veía.
(Edgar
Allan Poe, El pozo y el péndulo)
Littlecarob
es una aldea muy conocida por las oscuras historias que los aldeanos,
y la gente que ha conocido el pueblo, cuentan del sector.
Apenas
cae la noche del 23 de junio, la famosa Noche
de San Juan,
los habitantes más jóvenes se reúnen en la plazuela del pueblo,
alrededor de la pileta, para contar aquellas misteriosas historias
que, de generación en generación, se han narrado desde décadas
perdidas. Cuentos aún vigentes de personas ya idas que, gracias a
estos relatos, todavía siguen vivas, seduciendo o llenando de temor
a quienes oyen estas leyendas.
Tal
era la popularidad de estos oscuros relatos que traspasaban no sólo
los límites del tiempo, sino que también las distancias
territoriales.
¿Cómo
me enteré de lo que os estoy contando?... de la siguiente forma: mi
maestro, el señor E…, profesor Licenciado en Literatura y
Gramática Contemporánea de la Universidad Saint Thomas, nos ofreció
a mí y a mis compañeros una cátedra en la que el tema central era
la importancia que reviste para la cultura moderna las leyendas
populares que se transmiten de voz en voz. Habló de distintos
pueblos y civilizaciones y de la trascendencia cognitiva de sus
propios mitos. De tal modo terminó su conferencia cuando nos pidió
que investigáramos sobre estos asuntos. Así me interesé por
estudiar las historias de la lejana, y para mí desconocida,
Littlecarob.
Entonces
organicé mis enseres y me preparé para dirigirme al lugar en el que
se desarrollaría mi trabajo investigativo.
Llegué
a la aldea a las quince treinta horas del miércoles 20 de junio de
1928. El bus me dejó justo frente a la famosa plazuela. Era pequeña
pero rodeada de mucha vegetación. Una mariposa volaba en ese
instante sobre un grupo de arbustos chatos, y ahí, en el centro, la
pileta se alzaba como una marmórea corona, y la imaginé repleta de
jóvenes aldeanos intercambiando historias, sin embargo, rápidamente
tuve que salir de mis absortos pensamientos pues debía buscar un
hostal en donde alojar.
Caminando
por los antiguos senderos de tierra encontré una enorme casa con
murallas de adobe, en cuyo techo un letrero a mal traer señalaba
Posada
Saint Louis.
Me acerqué y golpeé. Un hombre gordo, de cara redonda y colorada,
bajo de estatura y de cabello cano salió a atenderme. Era el señor
Joseph Kard, sesentón dueño de la hacienda, quien tras una breve
conversación me aceptó en su domicilio.
—Lo que os pediré —díjome, afable— es que no lleguéis tan
tarde a casa, pues aquí nos acostamos temprano.
—Pierda cuidado —respondí, sonriendo—. Trataré de no retrasarme.
—De ser así —agregó—, trate de hacerlo sin ruido. No es grato
ser despertado a mitad de un sueño.
—¡No os preocupéis, seré más silencioso que un gato! ¡Permiso, me
retiro a mi pieza!
—¡Vaya usted! —díjome con amabilidad.
Me
dirigí entonces a mi habitación: era una confortable pieza oblonga
de cuatro por tres metros, con baño privado. Mirando desde la puerta
hacia el interior podía verse a la izquierda una cama de cobertor
rojo con tres almohadas blancas. A la derecha había un enorme ropero
de madera negra, junto a él un pequeño escritorio, una silla, y un
poco más al fondo la puerta del lavabo. A pesar de la hora la
recámara estaba oscura, pues no había ventanas. Entré, encendí la
luz, ordené mis cosas y me recosté en la cama. En aquel momento
sólo quería descansar del agotador viaje, por lo que me dormí
profundamente.
*
Desperté
sobresaltado. Miré el techo y vi que un enorme candelabro pendía en
el centro. La pieza era un abismo en penumbras, aunque una frágil
hebra de luz se colaba por el postigo mal cerrado de mi puerta.
Instantes después sentí unos suaves pasos y una enorme sombra
eliminó de cuajo la grácil luminosidad. Knock,
knock,
sonó el portal y de inmediato una voz senil llamó: “está servida
la cena, y es costumbre que todos los residentes nos reunamos en el
comedor.” Era el señor Joseph indicando que ya era hora de cenar.
-
¡Voy enseguida! – respondí aún somnoliento. Me puse en pie,
busqué mi abrigo y me dirigí al refectorio.
Allí
estaban esperándome, aunque algunos ya cenaban con entusiasmo: —Oficialmente sea usted muy bienvenido —dijo el señor Joseph, con
una amplia sonrisa en su rosado rostro—. ¡Señores, este es el
señor Ernest Fisher! —presentóme al grupo.
Ante
el anuncio enrojecí como el arrebol, pues soy muy vergonzoso en
público: —¡Buenas noches a todos! —fue lo único que pronuncié
en mi turbación.
—¡Muy buenas noches, Ernest! —dijo un hombre cuarentón que estaba
sentado a la siniestra del señor Joseph. Vestía terno negro y
corbata gris. Apenas se veían sus labios ocultos tras una abundante
barba blanca—. Yo soy Gerald —agregó.
—Bueno —dijo el dueño de casa—, ya conocisteis a mi hijo, mi
primogénito, ahora conocerás al resto de los residentes.
—No seas tan tímido, somos buena gente —dijo una mujer mayor, de
unos sesenta años, de cabello cano, que estaba sentada a la diestra
del anfitrión.
—Eso no lo pongo en duda, señora…
—Martha.
—Señora Martha, mi timidez no es señal de demofobia —dije con
sensatez—, aunque sí quizá sea el hecho de no conocerlos bien que
estoy algo ensimismado.
—¡Buen punto, Ernest! —dijo el señor Joseph—. Ahora conocisteis
a mi esposa…bueno, mi segunda consorte en realidad. Es la reina del
hogar…
—… y yo soy la princesa —dijo una sonriente joven que estaba
junto a Martha. Rió con dulzura y agregó— mi nombre es Stephie.
—¡Mucho gusto en conocerte! —dije, y enrojecí de nuevo. Su rostro
blanco como la leche fresca, sus labios rojos como frutillas y su
cabello de ígneo color me habían maravillado al primer contacto.
—Aunque su nombre es Stephanie —dijo un hombre junto a ella—. Yo
soy Arthur, y ella es mi hija —agregó con hosquedad. Sólo asentí
con un movimiento de cabeza, pues no supe qué decir. Sin embargo,
seguí charlando con el grupo y de tal modo conocí a los otros siete
residentes de la pensión.
Tras
haber finalizado la cena todos nos dirigimos a nuestros respectivos
aposentos. Era tarde, y para mí el día siguiente sería muy
ajetreado.
*
Jueves
21 de junio de 1928. “Posada Saint Louis”, Littlecarob. Primer
día de investigación.
Estaba
tiritando cuando desperté, aún soñoliento. Eran las diez de la
mañana, tenía muchas cosas que hacer, sin embargo, las fuerzas para
levantarme no eran parte de mí: ¡tuve un pésimo dormir! Una
intensa lluvia durante la madrugada fue la culpable.
A
pesar de todo lo que debía realizar me acurruqué y me volví a
dormir. Mi cama estaba cálida, contrastando absolutamente con el
frío de mi habitación. Dormí muy plácido por dos horas más,
aunque otra vez desperté en forma abrupta, pues unos gatos maullaban
sobre mi techo, y sus voces eran como llantos de niños. Con mucho
abatimiento me puse en pie y me preparé para el inicio de mi trabajo
investigativo.
Me
fui directo al comedor, pues quería departir con el señor Joseph.
Mi intención era interiorizarme de algunas leyendas de la zona para
trabajar en la que más llamara mi interés.
Salí
de mi cuarto y caminé por el pasillo. A mi siniestra podía observar
que el patio era una enorme piscina de barro provocado por la lluvia.
Hice
ingreso al comedor y encontré al señor Joseph sentado en su silla
conversando animadamente con Stephie. Más al fondo, en la cocina, la
señora Martha preparaba el almuerzo.
—¡Buenos días! —dije apenas entré.
—¡Buenas tardes, será! —dijo el señor Joseph, sonriendo.
—¡Sí, perdón!, es que decidí quedarme un rato más en cama hasta
que pasaran la lluvia y el frío —expliqué.
—¡Buenas tardes! Supongo que no has comido nada – dijo la señora
Martha, gentil.
—Tiene razón, no lo he hecho —respondí, mientras mi estómago lo
daba a conocer con un incómodo sonido.
—Entonces siéntate junto a nosotros —dijo el señor Joseph—.
¡Martha, sírvele a Ernest una taza de té! Tenemos pan y galletas.
¡Yo traeré el bocado!
Me
senté frente a Stephie mientras esperaba. La miré y me sonrió: —Hoy no fui al colegio— díjome con su voz de niña.
—¿Por qué no? —pregunté, más interesado en escuchar nuevamente
su dulce voz que en la importancia de la respuesta.
—Cada vez que llueve se suspenden las clases. ¡Ni los profesores van!
En
eso llegó el señor Joseph: —¡Ya, muchacho, aquí tienes! —dejó
en la mesa una charola con galletas y pan frescos.
—Y aquí está el té —dijo la señora Martha.
—¡Gracias! —exclamé.
Mientras
disfrutaba de este tardío desayuno comencé a charlar con el dueño
de casa sobre lo que era de mi interés: -¿Podría contarme alguna
historia del sector? —le propuse.
—¡Uf! ¡Hay muchas! —exclamó—. A ver… hay una que me gusta…
—Lo escucho…
—Siendo un mozalbete mi abuelo me contó que una vez llegó al pueblo
un extraño personaje… tímido… solitario. El extranjero traía
consigo un par de maletas de gran tamaño —mientras hablaba el
señor Joseph hacía gestos y ademanes, variando su tono de voz…
era un excelente orador—. Quienes lo vieron llegar —continuó— dijeron que vestía de negro y que su enorme sombrero le cubría el
rostro por completo. Sin embargo, ni lo uno ni lo otro llamó tanto
la atención, pues el hombre, a pesar de su altura y su corpulencia,
caminaba encorvado debido al peculiar peso de las valijas… ¡casi
arrastrándolas!
“Se
dice que muchos lugareños se ofrecieron a ayudarlo, pero que ante la
negativa del extraño a aceptar la oferta prefirieron dejarlo solo
con sus afanes. ¡A duras penas llegó a su domicilio!
“Comentario
popular fue el absoluto hermetismo del foráneo. Salía de su casa
sólo con intención de comprar. Jamás nadie lo visitó ni menos
conversó con algún aldeano.
“Una
noche, la señora Müller —¡que en paz descanse su alma!—, quien
vivía en la casa contigua del extraño habitante, despertó
sobresaltada: los ruidos de su vecino la hicieron levantarse. Miró
por la ventana de su pieza en el segundo piso y vio que el hombre
cavaba en su propio patio un enorme agujero y que, luego, arrojó en
su interior dos enormes maletas, las que cubrió rápidamente con
tierra.
“Al
otro día, y en los siguientes, nadie vio al extraño personaje.
¡Abandonó su casa para no volver jamás!
—¿Y qué pasó con la casa? —pregunté muy interesado.
—Se dice que la derrumbaron —dijo Stephie, que también conocía la
historia.
—Y así fue —dijo el señor Joseph—. La casa fue derrumbada a los
tres días de la partida del extraño.
—Sin embargo —agregó la señora Martha—, tiempo después se
construyó un nuevo hogar, el que fue habitado por una nueva familia
que llegó a la aldea, aunque el dueño de la casa murió a los pocos
meses de residir en ella.
—¿De qué murió?— interrogué.
—Se volvió loco —dijo el señor Joseph—… perdió la cordura de
forma fulminante.
—¿Y las maletas? —pregunté otra vez— ¿Dónde están? ¿Qué
contenían?
—¡Nunca se supo! —dijo Stephie—. Aunque mis amigos dicen que
tenían oro… monedas de oro.
—La señora Müller —dijo el señor Joseph, cabizbajo— siempre
quiso que se revisara el patio de su vecino, sin embargo, nadie la
tomó en cuenta. A los pocos días murió, y con ella toda esperanza
de inspeccionar el terreno.
—¡Menuda historia! —exclamé, muy sorprendido por el narración.
Al
rato después la señora Martha contó una nueva historia, incluso
Stephie agregó una. Se notaba que los aldeanos de Littlecarob eran
asiduos tanto a narrar como a escuchar una y otra vez los relatos que
tan bien habían sido archivados en la memoria colectiva de los
residentes por decenios.
Regresé
a mi habitación y tomé apuntes de lo que había escuchado, poniendo
especial énfasis en la influencia de los relatos en las costumbres y
relaciones sociales de los aldeanos. Quizá algunas sean meras
invenciones del intelecto de los residentes mientras otras tengan
mucho de cierto, aunque tan adornadas de detalles fantásticos que se
tornan inverosímiles. En esto estaba cuando sentí suaves golpes en
mi puerta.
—¡Adelante! —dije. La puerta se abrió con lentitud, crujiendo y
rechinando.
—¡Hola! Quería saber qué hacías y me atreví a venir… pero si
quieres me voy —era Stephie. Su voz nerviosa indicaba que había
pensado mucho antes de golpear; aunque sus últimas palabras las
dijo, sin duda, al verme enrojecer.
—No hay problema —balbuceé—, puedes pasar… ¡siéntate!
Se
sentó en el borde de mi cama. Yo estaba en el escritorio. - ¿Qué
haces? —interrogó.
—Estoy tomando apuntes sobre las historias que vosotros contáronme
recién en el comedor —respondí.
—¡Ah! Hay muchas historias que contar.
—¿Tú sabes muchas? —pregunté, curioso.
—Sí, un montón —dijo sonriendo, dejando ver sus grandes incisivos
blancos símiles a los de un conejo—… tengo quince años pero sé
muchas cosas.
—Entonces me serás de gran ayuda – le dije.
—Eso pretendo.
Esa
tarde fue muy entretenida junto a Stephie; sin embargo, durante la
cena no la vi. Su padre dijo que se había ido a la cama temprano,
pues a la mañana siguiente, de no llover, regresaría al colegio. Me
frustré ya que me hubiera gustado seguir charlando con ella. Al
final volví a mi cuarto, ordené mis apuntes, me acosté y me dormí
al instante.
*
Viernes
22 de junio de 1928. “Posada Saint Louis”, Littlecarob. Segundo
día de investigación.
Desperté
temblando. Un sudor frío empapaba todo mi cuerpo. Mi cabeza era como
la caldera de Belcebú. No era capaz de mantener los ojos abiertos
por el dolor causado a raíz de la fiebre que me consumía.
No
sabía la hora, pero sentí unos suaves golpecitos en mi puerta. No
fui capaz de contestar el llamado, sin embargo, el portal rechinó,
se abrió lentamente y una pequeña cabeza colorina se asomó: —¡Permiso! ¿Puedo pasar? – dijo.
—Sí, pasa —dije con voz trémula, más de muerto que de vivo.
—¿Qué os ocurre? —inquirió mientras se acercaba a mi lecho -
¿Por qué no os habéis levantado?
—¿Qué hora es? —pregunté, desorientado.
—Las dos de la tarde. Te estamos esperando en el comedor, el almuerzo
está servido.
—Estoy ardiendo en fiebre, me duele mucho la cabeza; otra vez dormí
pésimo —alegué—. No creo que pueda levantarme.
—¡No os preocupéis, yo os atenderé! —díjome al mismo tiempo que
me regalaba una sonrisa—. Le diré al señor Joseph que os envíe
medicina… ¡vuelvo enseguida!
Stephie
salió de mi pieza y en pocos instantes ya estaba de vuelta con una
charola en sus manos en la que traía el medicamento y el almuerzo.
—¡Gracias, eres muy amable! —le dije.
Una
vez que almorcé y tomé el remedio me sentí mejor, aún temblaba
pero la fiebre no era intensa, sólo me sentía un tanto aletargado.
—Llevas dos noches sin dormir bien —dijo Stephie—. ¿Qué os
ocurre? —preguntó, preocupada.
—En realidad no lo sé… quizá no me he acostumbrado al clima del
pueblo —expliqué aunque sin certeza de mis palabras—. Llueve
mucho y con fuerza, siento como si el techo se viniera abajo con
tanta agua que lo azota. Además todo cruje y rechina —continué
con mi reclamo, casi enfadado—, siento que la pieza se contrae y
estrecha con cada gota que cae, ¡y son esos ruidos los que me
mantiene en vigilia! —justo en ese instante, mientras me
explayaba, recordé algo que me preocupó en plétora y que, incluso,
me provocó temor.
—¿Entonces es la lluvia la que te causa…
—¡No! —interrumpí, y fue una sentencia—. ¡No… hay algo más! —al parecer mis palabras sonaron demasiado graves, pues Stephie me
miró asustada—. ¿Recuerdas que ayer te dije que había oído el
llanto de unos gatos sobre el techo?
—Sí, lo recuerdo.
—¡Anoche también los escuché!, mezclados con el martilleo de la
lluvia sobre la techumbre. Sólo contarlo me causa aprensión porque
es como escuchar el llanto de bebés o de niños… es… es algo…
enloquecedor. Imagina cómo me siento cuando despierto en la
madrugada porque llueve y la madera cruje… y de repente oyes llorar
a esos malditos gatos en el techo —en ese instante Stephie tomó
mi mano y me di cuenta que yo mismo lloraba tras relatar mis noches
de insomnio—… ¡pero eso no es todo! —continué—, pues ya en
estado febril puedo ver dentro de la pieza, tras el estallido de un
relámpago, la figura de un niño parado junto a la puerta a los pies
de mi cama… mirándome con ojos de brazas… ¡desnudo y
extendiendo sus brazos hacia mí!
—Descansa un poco —susurró Stephie mientras yo me acurrucaba en mi
lecho—. Duerme, volveré más tarde y te contaré algo que te será
útil para tu investigación. Ahora duérmete.
Dormí
tranquilo por cinco horas y desperté sereno, sin atisbos de la
fiebre que me atacó. Stephie estaba sentada junto a mí tomando mi
mano. - ¡Despertaste, dormilón! Son las ocho de la noche; casi te
pierdes la cena.
—¡Qué buena noticia! —dije, sonriendo—. ¡Me muero de hambre!
—¿Quieres que te la traiga a la pieza? —díjome con dulzura.
—¡No, gracias! Tengo fuerzas suficientes para levantarme —dije—.
Cenaré con vosotros en el comedor.
Nos
dirigimos entonces a la sala de comidas. Stephie iba delante de mí,
guiándome como si yo no recordara el lugar. Llegamos y nos detuvimos
en el umbral.
—¡Qué bueno que os hayáis recuperado! —díjome el señor Joseph,
con una sonrisa.
—¡Sentaos! —dijo la señora Martha—. Os serviré de inmediato.
—¡Gracias! —dije mientras ocupaba mi lugar.
Cenamos
muy animados e hicimos una agradable sobremesa. Luego, uno a uno, los
residentes se retiraron a sus aposentos. El señor Arthur hizo un
esfuerzo enorme por llevarse a Stephie a la habitación, pero ésta
decidió quedarse aduciendo que tenía algo muy importante que
conversar conmigo. Así entonces, sólo quedamos nosotros y el señor
Joseph en el comedor.
—¡Tú tienes razón! —díjome Stephie de súbito y sin preámbulo—… ¡sí, tú tienes razón! – dijo, nerviosa -: ¡los gatos son
niños!
—¿Qué dices? —pregunté, perplejo.
—¿De qué hablas, Stephie? —interrogó el señor Joseph,
desconcertado.
—¡Usted también lo sabe!— díjole Stephie. Parecía a punto de
llorar -. Los gatos que lloran en los techos son niños… ¡niños
convertidos en gatos!
—¡Baja la voz, por favor! —dijo el dueño de casa casi en un
susurro.
—¿Niños convertidos en gatos? —interrogué, sin entender el
comentario de Stephie.
—No hagáis caso —díjome el señor Joseph—. Son bobadas de niños —dijo sonriendo.
—¡Lo que digo es verdad y usted lo sabe! —increpó la niña.
—¡Es sólo una historia más de las tantas que se cuentan en el
pueblo! —dijo el señor Joseph—. Es un mito… un cuento más de
los aldeanos.
—Pero los mitos tienen algo de realidad —interrumpí—, y quizá lo
que está contando Stephie tenga algún fundamento.
—¡Pero es irrisorio! —díjome el hombre—. Analízalo:
“niños-gatos”… es… es antinatural; además de esa historia
no se sabe mucho, está casi olvidada, pocos hablan de ella, y los
que lo hacen conocen sólo pequeños detalles… nadie conoce la
leyenda completa.
—¿Y usted la conoce? —lo interrogué directamente. Lo noté
nervioso en su último comentario y tenía el presentimiento de que
podría entregarme datos importantes para mi trabajo.
—¡No! —sentenció—. Sólo sé lo mismo que saben los otros.
—¿Y qué sabe entonces? —presioné.
—¡Bah, sandeces, pura fantasía! —dijo con desdén—: de una casa
sobre la colina, de la mujer cruel a la que llaman señora
Dark…
de
magia, libros… unos gatos… ¡lo mismo que saben todos! Pero esa
es una historia prohibida, se ha perdido en el tiempo, se ha
desvirtuado, ya nadie habla de ella. Debes dejar esa obsesión de
investigar, no obtendrás ningún beneficio —concluyó.
—No es una obsesión —aduje—, sólo investigo para mi trabajo de
universidad; y no busco ningún otro beneficio que no sea una buena
nota, pues si puedo dilucidar este mito podré obtener antecedentes
fundamentales para vosotros mismos… para vuestra propia historia y
cultura.
En
ese instante decidí no molestar más al dueño del hostal, me
levanté y me fui a mi cuarto. Stephie se despidió dulcemente con un
beso en la mejilla, mientras yo tomaba la determinación de
investigar sobre los “niños-gatos” en la misma casa de aquella
colina.
CONTINUARÁ...
Entretenido relato con una marcada influencia de los cuentos clásicos de terror y la estética Burtoniana. Lo único que me hizo mucho ruido fueron los diálogos, que me suenan forzados, tratando de replicar, supongo, la forma de expresarse de la época, aunque tiendo a pensar que, más bien, imitan la voz del traductor de las obras leídas, probablemente español. Ignoro si el autor es Chileno, pero entre medio se le escapan modismos más actuales. Con una adecuada edición mejoraría bastante.
ResponderEliminarSaludos
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