Ilustracion por Johnny Aracena
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No tenía demasiada hambre, esperaba llegar temprano a casa para
recuperar el tiempo perdido con mi mujer, pero mis compañeros no tenían esa
urgencia, más bien, precisaban comer el mejor sándwich en kilómetros a la
redonda, eso al menos nos habían dicho en el pueblo, que no podíamos regresar a
la ciudad sin probar la mano de la señora Rebecca. Por esta razón es que
estábamos sentados en el comedor rústico de una casa a las afueras del pueblo,
junto a un camino polvoriento y soportando a una decena de moscas que
revoloteaban a nuestro alrededor y de vez en cuando se posaban en una oreja o
en la calva de Oscar. La señora Rebecca
no tardó en aparecer detrás del mostrador, era una anciana de pelo lila y
grandes lentes fotocromáticos. Oscar, luego de espantarse la enésima mosca de
la cabeza se levantó y caminó hasta la anciana para pedir cuatro sándwich y una
jarra de chicha dulce.
Esperábamos pacientemente la orden, pues es bien sabido que las buenas
preparaciones tardan algo, por lo que comenzamos a fijarnos, primero distraídos
y luego con mayor detenimiento en nuestro entorno; mientras las moscas se
tornaban un poco más molestas.
Sobre el mesón se veían dos bolsas llenas de agua que colgaban a poca
distancia del techo, por lo que sé, se supone asemejan telarañas que espantan a
las moscas, sin embargo, en ellas se notaban los puntos negros de las moscas
que atraídas como por hipnosis se quedaban quietas.
En la pared, debajo del único ventanal que filtraba la luz mortecina de
la tarde, una serie de matamoscas de diversos tamaños, colores y formas. En
total eran 15 puestos uno a lado del otro como un arsenal de armas antiguas y
en desuso. El cuadro bélico lo completaban unas latas de aerosol matamoscas con
sus respectivas ilustraciones de moscas en medio de una explosión o con las
patas para arriba. De seguro estas precausiones no asustaban a las moscas
volaban a sus anchas por todas partes. De pronto nos pareció demasiado, sin
embargo no emitíamos comentarios, solo las miradas significativas permitían saber
qué era lo que el otro estaba pensando.
Si este era el mejor lugar para comer, dejaba mucho que desear en su
apariencia, sobre todo porque todo parecía estar en función de las malditas
moscas que ya nos tenían complicados, los manotazos se sucedían con tanta
intensidad que me paré y fui hasta los matamoscas de la colección. No pude
siquiera coger uno, pues en el marco de la ventana se amontonaban los cadáveres
de cientos de moscas tornasoles, entre ellas algunas agonizaban removiendo los
livianos cuerpos resecos por el paso del tiempo. Estaba embobado en esta visión
cuando apareció la señora Rebecca detrás del mostrador con una sonrisa perfecta
y una bandeja en sus manos. El jarro de chicha contrastaba de manera sugerente
con el blanquísimo e inmaculado chaleco que la anciana vestía. Regresé a la
mesa y me senté sin perderme ninguno de los lentos movimientos de la mujer que
se acercaba etérea, sumida en un suave murmullo, el tiempo pareció ralentizarse
en su sonrisa que llegaba hasta sus lentes y por supuesto, en el contraste del
jarrón en su pecho níveo. Sobre su cabeza, las moscas describían complejos
círculos erráticos, una somnolencia nos fue atrapando hasta que su voz quebró
el encanto devolviéndonos a lo desagradable del asunto.
«Me disculpo por las moscas, como pueden ver están por todos lados, son
una plaga que en años no he logrado erradicar… pero no se preocupen por la
limpieza en la preparación, todos los ingredientes está debidamente
resguardados». Dicho esto nos atrevimos a sugerirle matamoscas eléctricos,
fumigación insecticida y todo tipo de soluciones que rebotaban en sus lentes
que nos devolvían nuestros reflejos en muchos pequeños cuadros o mejor dicho
hexágonos que llamaban a la hipnosis, pero nuevamente nos habló.
«Bueno jóvenes, no les quito más de su tiempo», nos cortó, «los
sándwiches saben mejor si se comen con la adecuada temperatura». Estas palabras
fueron pronunciadas en medio de un creciente zumbido y sirvió como una orden
perentoria para que tomáramos nuestros
emparedados y le diéramos una mordida que de inmediato provocó en todos una
exclamación aprobatoria. Mientras tanto doña Rebecca llenaba los vasos con
chicha roja que se hacía más sanguínea con el fondo de su inmaculado chaleco
blanco. Continuamos devorando el sándwich, contentos de que el dato que
habíamos recibido sobrepasara las expectativas y dejara en el olvido la
incomodidad de las moscas. Ella con una mueca de satisfacción realizó una sutil
reverencia y dio media vuelta para volver hacia el mesón. En ese instante tragamos
con prontitud y bebimos al seco nuestra chicha, no podíamos creer lo que
nuestros ojos observaban, es cierto, las moscas continuaban volando por doquier
de manera frenética, pero en la espalda de doña Rebecca se concentraban
cientos, sino, miles de estos repugnantes insectos que explicaban aquel zumbido
que envolvía la voz de la mujer. Oscar fue el primero en vomitar sobre la mesa,
de su boca salieron moscas, algunas se revocaban en los fluídos para cambiar de
su estado larvario, otras volaron sin
más. Una nube de ellas se abalanzó sobre los vómitos, lo que fue suficiente
para que todos saliéramos corriendo y vomitando larvas y moscas en el exterior.
No dábamos crédito a lo que nos sucedía, parecía tratarse de una especie de
aluscinación colectiva, sin embargo, Rebecca se asomó a la puerta y nos habló,
esta vez, apenas comprendimos por lo esordecedor que se tornó el zumbido en el
ambiente. «No se marchen aún, todavía no han comido su sandwich»
Subimos a la camioneta justo antes de se abalanzaran sobre Rebecca miles
de moscas que provenían de todas direcciones, algunas pugnaban por entrar en su
boca, otras simplemente fueron cubriendo su cuerpo, la mujer dio media vuelta
cubierta por una piel movediza, zumbante. Las moscas se pegaban a los vidrios,
encendí el limpiaparabrisas y los cuerpos rechonchos y sanguinolientos
embarraban y obstruían la visión, finalmente acelerá a fondo y huímos de aquel
maldito lugar, sin embargo, el zumbido pareció acompañarnos por muchos
kilómetros, hasta ingresar en la ciudad.
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