viernes, 22 de agosto de 2014

"Sacrificios" por Roderick Usher













Ilustración por All Gore.






La lámpara ilumina el rostro del tipo esposado a la silla. Lleva la ropa sucia y su cuidado pelo corto, que solía caer en una estudiada curva sobre el ojo derecho, ahora es una maraña de pasto, sangre y barro. Roberto, mi compañero, lo mira con desprecio. «Andrés Alarcón, Docente, Facultad de Antropología, Universidad de Concepción» consignaron los carabineros «Es un profe de universidad, uno de estos humanistas que se creen la cagada». Me da un poco de risa. Roberto estudió filosofía 3 años, pero lo dejó para «hacerse un hombre de verdad». Era lo que me calentaba de él. Ese intelectual convertido en bárbaro por culpa de «Fight Club». «De Ted Kaczynski» decía él.
«Ojo. Este huevón está loco» me susurra antes de entrar. Pongo la mano en su hombro. Puedo ver que está tenso.
—Andrés —digo, a modo de saludo, mientras Roberto se sienta frente al tipo, dejando caer ostentosamente el expediente sobre la mesa. Quiere hacer ruido. Que el hombre le vea enojado. Eso me aclara que parte de la rutina me toca— Tenemos una gran cantidad de evidencia inculpatoria. No escaparás fácil. Lo mejor es que te declares culpable y quizás la fiscalía te de alguna regalía…
El profesor suspira y echa la cabeza hacia atrás.

—No saben nada. Traigan a mi abogado. Tengo derecho a una llamada telefónica—dice.
—¿Qué mierda no sabemos? ¿Acaso no está claro, huevón? —Masculla Roberto, golpeando la mesa— ¿te crees que esto es una película policial, pendejo? —Son las cuatro a.m. Roberto es padre soltero y su hijita quedó durmiendo sola. Lo último que quiere es un fanfarrón. Le pongo la mano sobre el hombro en nuestro acto clásico de «policía buena y policía malo». La dejo ahí. Ese cuello de toro me calienta, como siempre, a pesar de esta situación de mierda. Me distraigo pensando en moteles y guardias nocturnas en el Montero, en el sabor del semen de Roberto en mi boca. Respiro profundo para relajarme y centrarme. Me froto los ojos.
—Partamos por el principio. Si de verdad no tienes nada que ocultar ¿por qué huías de la casa de tu hermana cuando llegaron los carabineros? Ella los llamó, acusando que luego de desaparecer durante un año, querías robarte a su bebé…
—Me dio miedo —El hombre alza la vista, desafiante— Tengo traumas con ustedes, cerdos, desde los tiempo de la dictadura.
Su mentira está tan bien planeada que se la cree. No hay dudas en sus ojos claros, que nos miran con desdén. Pero ya ha sido suficiente. Abro la carpeta que Roberto dejó sobre la mesa y pongo frente a él la bolsa plástica.
—¿Reconoces esto? Lo encontramos en…—los colores abandonan el rostro del hombre al ver el cuchillo. Mi compañero me interrumpe.
—Tenemos el cuchillo con tus huellas y la sangre de ambos…—Roberto mastica cuidadosamente las palabras, dejando que hagan efecto sobre el orgulloso académico— Por si fuera poco, una vieja copuchenta de tu barrio dijo que te había visto yendo al mar con tu bebé.
Dejo pasar un momento antes de hablar. Es un movimiento calculado. Solo retomo cuando veo el sudor perlar la frente del asesino.
—Eso es cierto. Encontramos el cuchillo en la guantera de tu auto. ¿De verdad pensaste que se iba a perder en el mar después del maremoto? ¿Que el mar no iba a traer de vuelta los cuerpos?
—Estúpido hijo de puta… —musita Roberto entre dientes— ¿De verdad pensaste que nadie se iba a acordar de que tenías esposa e hijo? ¿Qué calaña de mierda no reporta a su familia perdida en un tsunami? ¿Creías que a nadie le extrañaría si aparecías luego de un año como si nada?
— Roberto… —le acaricio discretamente ese lugar sobre el omóplato, que es su punto débil— Cálmate. Andrés, mejor cuéntanos todo. Mientras antes terminemos con esto, mejor.
— Ustedes no entienden… —el profesor mira al piso, mientras sacude la cabeza durante un largo rato. Su nariz crepita al inspirar. Cuando alza los ojos otra vez, están nublados. Mocos transparentes cuelgan de su nariz— No entienden nada… si supiesen las cosas que yo sé, habrían hecho lo mismo…
Roberto tiene la mano derecha sobre los ojos y se amasa la frente en su clásico gesto de rabia contenida. Finalmente habla entre dientes. Sus manos tensas sobre la mesa, con los dedos entrelazados, duras como rocas.
—A ver, imbécil. ¿Qué mierda se supone que sabes? Cuenta tu cagada de historia de una vez, antes de que te parta el culo aquí...
—¡Roberto! —Le interrumpo— Mira, Andrés, de verdad queremos ayudarte, pero si no nos das nada… ¿quieres un vaso de agua?
Minutos después el profesor luce más tranquilo. Sin embargo su coraza se ha roto. Carraspea antes de comenzar.
—¿Conocen la fiesta de la Candelaria? —balbucea. Yo asiento.
«Esta historia es larga. Lo primero es eso. Mi abuelo era pescador. Era viejito ya, cuando una vez fuimos a verla, en Tumbes. El ya no pescaba, pero siempre iba con su bastón y se sentaba en el muelle a ver como pasaban los botes con la virgen. Ahí me contó esto. La fiesta, los botes, los colores, no eran más que una especie de placebo sincrético. ¿Saben lo que es eso?»
Roberto lo mira con desdén.
—Por supuesto, idiota. Pero no sé cómo una costumbre pagana venida a menos explica dos asesinatos. Y un cuasi tercero… —Algo le pasa a mi compañero, aunque solo yo, que le conozco tan bien, podría notarlo. Creo que comienza a atar cabos en su mente y piensa algo que le inquieta.
—Verás, mi abuelo me dijo que la fiesta venía de un ritual antiguo. De los tiempos en que los indios hacían sacrificios al mar para apaciguarlo.
—Andrés... —Le interrumpo al ver un leve temblor en las manos de Roberto— Nada más cuéntanos que fue lo que hiciste.
—P…pero ustedes no entienden. —Balbucea el profesor— Algo duerme bajo nuestro océano…
—Luego podrás contarnos. Ahora necesitamos saber sobre el niño y la mujer.
Bebe un sorbo de agua, se enjuga las lágrimas y continúa.
—Esa noche estaba durmiendo cuando empezó a temblar. Me había acostado borracho. Era sábado ¿recuerdan?
«No sabía que estaba pasando. Cuando despertamos con Amalia, nos levantamos corriendo a ver al niño en la pieza de al lado. Pasamos el terremoto abrazados. Amalia rezaba y apretaba al hijo contra su pecho. Me dio la impresión de que duraba horas. Los cuadros caían de las paredes, los muebles se movían. El librero se cayó, desparramando libros por todas partes.
Cuando paró, yo estaba enajenado. Recuerdo que salimos y la gente corría por las calles, nadie entendía lo que sucedía. Alguien gritaba que había que irse al cerro, que había que salir de allí porque vendría el maremoto. Todo era confuso, Amalia lloraba con los ojos desorbitados, el niño también lloraba en sus brazos. Cuando la vi, tuve un momento de claridad ¿saben? De esos que vienen cuando uno descubre algo muy importante. Algo calzó en mi cabeza: Aquello había despertado. Y sólo yo sabía lo que había que hacer.
«Amalia» le dije «tenemos que hacer algo o esto será una catástrofe» Ella no entendía. Solo balbuceaba incoherentemente sobre el terremoto y sus padres. «Mira, ven conmigo. Así nos aseguraremos de que el mar no se salga» Le di un beso. Estaba tan choqueada que hizo lo que le pedí. Sacamos un cuchillo de la cocina y fuimos a la playa. Una vez allí, le pedí que me pasara al niño, que se había quedado dormido. Lo tomé de una patita y lo puse de cabeza sobre el mar, pero despertó y se puso a llorar. Levanté el cuchillo y ella entendió.
Te juro que intenté convencerla de que era lo mejor. Le dije que si no lo hacíamos sería peor que un maremoto, que el mar se había retirado y que era cosa de minutos antes de que Aquello saliera. Le dije que era importante, que sólo nosotros podíamos hacerlo, que salvaríamos miles de vidas ¿quiénes éramos para negarnos a un pequeño sacrificio? Pero no entendía. No escuchaba. Me pegaba e intentaba quitarme al niño, que lloraba y lloraba, mientras ella manoteaba para quitarme el cuchillo. Me arañó. En un momento de forcejeo, su cuerpo quedó muy cerca del mío. Fue un accidente. Cuando retrocedió tenía el cuchillo clavado en el pecho. Fue un accidente. «Andrés… llévame al hospital» me dijo, pero se sacó el cuchillo del pecho y la sangre manó a borbotones. Nunca había visto tanta sangre. Era como una manguera rota. Supongo que se le clavó en una arteria o algo…»
—¡El cuerpo de tu esposa tenía siete puñaladas, mentiroso de mierda! —le interrumpe Roberto golpeando el puño sobre la mesa.
— No sé qué pasó… no se… —balbucea el profesor, tomándose la cabeza— supongo que me enojé. Dejé al bebé tirado en la arena. Lloraba tanto. Y la sangre manchaba todo. Tenía que asegurarme de que no volviera a interponerse, la muy estúpida. ¡Era igual que ustedes! ¡No entendía! Yo estaba intentando evitar una tragedia mayor…
—Continúa, Andrés —pongo otra vez la mano en el hombro de Roberto, que está hecho una furia— por favor, termina.
—Bueno… finalmente ella dejó de quejarse. El bebé seguía llorando y gateaba hacia su madre. Pero hice lo que tenía que hacer. Era necesario.
—¿Qué hiciste?
—Le corté el cuello. Lo tomé de un pie, lo sostuve colgando de cabeza sobre el borde del agua y lo degollé, de un solo tajo. La sangre cayó al agua. Por eso seguimos hablando. Por eso aún estamos aquí. Tienen que entenderlo: Algo cayó del cielo hace muchos cientos de años. La bahía de Concepción es el cráter que dejó. No es el único ¿sabes? Los indígenas lo sabían. Hicieron lo mismo en el terremoto de Valdivia. Se ha hecho muchas veces, antes era una costumbre, pero cuando llegaron los españoles le pusieron fin. La gente siguió haciendo la Candelaria, pero no era más que una pantomima. No es suficiente. Y toda nuestra costa está plagada de ellos. Duermen allí, esperando su momento. Solo la sangre los mantiene en paz. Cada vez que se mueven en sueños, tiembla. Mientras más conscientes están, peores son los terremotos. Era lo que había que hacer. Era…
—¿Y tu sobrino? —Roberto abre la boca de pronto— ¿No me digas que también…? ¿Acaso me vas a decir tener algún contacto místico con «ellos» o qué?
—No entienden… —El profesor baja la vista— Ya lo hice una vez. Ahora les escucho. Sus palabras malditas llenan mi mente cada día… Sé cuándo tienen hambre. Debieron dejar que terminase mi trabajo…
—Degollaste un bebé y apuñalaste a tu mujer —interrumpe Roberto, sarcástico, mientras apaga la grabadora— ¿Y aun así intentas convencernos de que eres un héroe? Vete a la mierda. Explícaselo al juez.
Ordena los papeles mientras se levanta. Se dirige hacia la puerta y yo le sigo. El hombre esposado vocifera.
—¡Era mi deber, estúpidos! ¡No estarían aquí si no fuese por mí!
Roberto se detiene en el dintel. Me entrega los papeles y se devuelve hasta estar frente al hombre. El puñetazo es un ruido sordo, acompañado del crujido de la nariz del hombre al romperse. Informaremos que él se autolesionó. Lo usual. Al volver, intuyo que hay algo más en la mente de mi compañero.
—¿Qué sucede? —le pregunto en el ascensor, mientras acaricio su mano discretamente— Es por Anita ¿no? Los crímenes con niños siempre te ponen del peor humor…
—No —responde, seco.
—¿Qué es entonces? Sabes que puedes contarme lo que quieras. Somos… amigos.
Me devuelve una mirada extraña.
—¿En serio, Mabel? ¿No se te ocurre?
— En absoluto.
—¿Y si lo que cuenta este idiota fuese verdad?
El ascensor es lento. El silencio se vuelve tenso. El celular de Roberto suena y nos sobresaltamos, como niños en medio de un cuento de terror. Reímos.

Pero solo hasta que comienza a temblar.

1 comentarios:

  1. Excelente manera de mezclar la mitología lovecraftiana con la del sur de Chile.
    La forma de narrar cautiva al lector y lo hace avanzar rápidamente por el relato.

    ResponderEliminar