Ilustración por Visceral.
Completamente
rodeados, con los muertos acercándose a paso lento, los ojos
clavados en los intrusos y el monstruo rugiendo furiosamente tras
ellos, los españoles se sintieron totalmente acorralados.
La criatura
aún exhibía el agujero que atravesaba su pecho, a la altura del
corazón. Pegó otro inhumano alarido y los muertos retrocedieron. Un
par de ellos ya estaban forcejeando con los dos grumetes en pie, pero
estos los soltaron rápidamente ante el bestial alarido. Claramente
seguían las órdenes de ese monstruo y éste quería su presa para
él sólo.
Se acercó
lentamente, riendo y babeando. Los españoles retrocedían, sin poder
creer lo que veían. El capitán se percató de que la criatura no
sólo jugaba con ellos: si se movía lento era porque aún cojeaba de
su pierna izquierda. Los sablazos que le profirió no habían sido en
vano.
Observó con
cautela a su alrededor. Era un hombre de armas y sabía sacarle
provecho estratégico a su entorno, aún en las peores condiciones.
Fraguó en su cabeza una posible salida, su única esperanza. “Cuando
de la orden, saltarán lejos” le susurró a sus hombres. Siguió
retrocediendo con los demás. Los muertos le hacían espacio a la
presa del monstruo. Se ubicaron en círculo, en torno a lo que iba a
ser un auténtico circo romano. Ya estaban prácticamente al centro
del hall, justo lo que necesitaba el capitán, cuando el
monstruo pegó un salto de jaguar en dirección a sus víctimas.
—¡¡Ya!!
—gritó el capitán.
En un solo
movimiento sacó el revólver y disparó a la cadena que sostenía el
enorme candelabro en el techo. Saltó a su derecha junto con dos de
sus hombres, mientras que el padre saltó a su izquierda. Cuando el
monstruo volvió a tocar el piso, una araña de candelabros lo
aplastó, levantó todo el polvo de la sala y rompió las tablas del
piso a su paso.
A los
hombres les tomó unos instantes reorientarse. El polvo demoró en
disiparse, pero el monstruo no dejó de emitir alaridos. Cuando
recuperaron la visión, lo distinguieron claramente retorciéndose
entre los escombros. El capitán se incorporó rápidamente y dio la
orden de disparar. Él y los otros dos grumetes dispararon todo su
arsenal contra el monstruo apresado hasta agotar sus balas. Cuando
Villarroel comprobó que el gatillo ya no disparaba nada, tiro el
revólver al piso y desenvainó nuevamente su espada. Se acercó
decidido al monstruo. Su rostro estaba aún más deforme por la rabia
y las heridas proferidas, y se tensó aún más cuando el Capitán
Villarroel le amputó su brazo izquierdo.
Hecho el
corte, el monstruo estalló en ira y rompió todos los fierros del
candelabro que lo apresaban. Con su brazo bueno golpeó de forma tan
poderosa al capitán contra su vientre que lo lanzó varios metros
contra la pared izquierda de la sala. Villarroel cayó contra un
mueble cubierto por sábanas (ese resultó ser un auténtico mueble).
El impacto lo desmoronó, desparramando su contenido: platos rotos,
copas, botellas vacías, pequeñas bolsas selladas, biblias y cruces
de distintos tamaños.
El monstruo
se dirigió tambaleando, pero aún jadeante y furioso, sobre el
capitán Villarroel. De su brazo amputado no brotaba sangre, sino que
goteaba un líquido verdoso, espeso y de olor inmundo. Con la mano
derecha agarró al aturdido capitán por el cuello. Sin ninguna
dificultad, lo sostuvo a veinte centímetros del piso. El capitán
pataleaba y luchaba por respirar, mientras que el monstruo lo
sostenía con su brazo firme y decidido. Lo sopesaba, contemplaba a
ese pequeño e indefenso mortal. Despidió una risa maliciosa, y
luego abrió sus fauces de par en par, acercando sus colmillos al
cuello del capitán.
La bestia se
detuvo en seco, repentinamente. Sus ojos oscuros parecía que se
habían nublado. Soltó al capitán, quien cayó rendido al piso,
recuperando el aire. Miró hacia arriba: el agujero del corazón de
la bestia había sido atravesado por una especie de estaca. Se puso
de rodillas, y cayó rendido contra el piso.
Villarroel
se alejó para que el monstruo no se desplomara sobre él. Entonces
pudo ver quién estaba detrás: el padre San Juan. Sobre la espalda
de la criatura se erguía, cual bandera, una gruesa cruz cristiana,
de medio metro de alto. La estocada que le acertó el religioso
resultó ser el golpe de gracia definitivo. Nunca supieron si fue
debido al poder de Dios que representaba, o a que el corazón de esas
criaturas aún latía como órgano de mortal. Nadie sabía.
—¿Está
bien?- preguntó el padre San Juan al capitán, al tiempo que le
ofrecía su mano.
Respondió
afirmativamente con la cabeza, y dejó que el padre lo ayudara a
levantarse. Los españoles se reagruparon, al mismo tiempo que los
muertos vivientes retomaban la iniciativa. Aún con la adrenalina en
sus venas, el capitán agarró un fierro del candelabro y no titubeó
en comprobar lo fácil que era repeler a los reanimados golpeándolos
con un objeto contundente. Cargaron a Núñez (quién habían dejado
olvidado en el piso en medio de la confusión, por fortuna los
muertos no se le acercaron), rompieron uno de los cristales, y
salieron de ese endemoniado edificio.
Trotando
suavemente regresaron a la playa. En el camino, Villarroel trató de
mantener la calma entre sus hombres, pero fue difícil: los escombros
que hace sólo unos minutos estuviesen inertes ahora se movían. De
los rincones más inverosímiles brotaban torpemente más cuerpos
putrefactos reanimados. Del piso surgían manos amputadas que se
agarraban a las piernas de los marineros; incluso vislumbraron un
esqueleto sin piernas que reptaba sobre una masa de apéndices e
intestinos que brotaba de su tórax, arrastrándose a duras penas con
sus huesudos brazos.
Era un
ambiente surreal. Equiparable a los peores relatos del infierno que
les contaran en la iglesia. Afortunadamente todas esas criaturas eran
igual de lentas y desorientadas. De una patada era fácil alejarlas.
La clave estaba en no dejarse encerrar por grupos de esas cosas. No
obstante, la piel se les volvió a erizar cuando escucharon de una
grieta en el suelo el claro alarido bestial del monstruo que mataron
en la gobernación. Habían más. Muchos más.
—¿¿Qué
carajo fue eso??- dijo el capitán, quien remaba a la izquierda del
bote.
Dada la
urgencia por huir, los cuatro hombres remaban con todas sus fuerzas.
Mientras, el malherido Núñez yacía entre medio de ellos, gimiendo
de dolor, y cubriendo su herida con un pañuelo que le facilitó el
padre San Juan.
—El
infierno, capitán- respondió San Juan- Parece que las Puertas de
Plutón no están en Hierápolis, sino en el Caribe.
—¡No
me venga con esa basura intelectual! Lo que vimos no tiene nombre.
Esas… cosas…
—Tengo
el presentimiento de que nuestro invitado en el barco podrá
aclararnos algunas cosas.
Llegando al
barco no se pudo retomar la calma. En cuanto pusieron un pie abordo,
Carbacho le informó al capitán que el hombre que habían traído a
bordo había estado gritando incoherencias en una lengua desconocida
desde que despertó.
Les prohibió
a sus hombres comentar algo de lo que habían visto, y se dirigió
con Carbacho y San Juan al camarote donde se encontraba el energúmeno
naufrago. Les costó reconocerlo al principio: lo habían bañado y
le habían cortado algo de la barba, lo que le había devuelto algo
de humanidad. Ahora su rostro se podía distinguir mejor, arrugado y
pálido como la luz de la luna, pero de facciones finas y
aristocráticas. Estaba en camisón blanco, retorciéndose en una
cama, desesperado, mientras el doctor Pérez trataba de darle un
calmante. Villarroel se le acercó para que no saltara más en su
lecho, pero al intentar retenerlo, le rasguñó la guerrera con un
palo que apretaba firmemente en su puño.
—¿Qué
demonios es lo que tiene en la mano?
—Parece
que es un crucifijo, no lo ha soltado desde que llegó aquí, capitán
—le contestó el Doctor Pérez.
El Padre San
Juan le dijo algo en francés al energúmeno, y logró comunicarse
con él. Villarroel distinguió su apellido, y el del padre entre sus
palabras, y supuso que los estaba presentando. Tras un breve diálogo
logró que se tranquilizara, y el doctor pudo darle el calmante. Acto
seguido, entraron dos marinos cargando el cuerpo de Núñez, quienes
lo depositaron en una cama contigua a la del francés. Entonces Pérez
revisó tras el pañuelo que cubría la yugular de Núñez.
—¡Dios
mío! ¿Pero qué le ocurrió a este hombre? —exclamó
en cuanto la vio.
—Será
mejor que no sepa, doctor —contestó
rápidamente Villarroel— ¿tiene
solución?
—Sí,
pero pareciera que lo mordió una fiera.
Se trataba
de una herida complicada. Claro que todos confiaban en el Doctor
Pérez. Había conseguido curaciones casi milagrosas en los momentos
más críticos de la guerra de independencia española. Era un hombre
bajo, de poco cabello, y usaba unos pequeños lentes sobre su enorme
nariz. Las malas lenguas decían que era judío.
—Padre,
pregúntele quién es él —ordenó
Villarroel.
San Juan le
consultó al náufrago, a lo que contestó que su nombre era Antoine
de Saint-Pierre Grenouille, hacendado haitiano de origen francés o
Grand Blanc, como los llamaban allí.
—¿Qué
pasó con los demás?- preguntó Villarroel, y el padre tradujo la
pregunta.
El hombre
miró hacia el vacío unos instantes, con los ojos humedecidos, antes
de contestar.
—On
sont tous morts...
—Están
todos muertos- tradujo San Juan.
A partir de
allí, el hombre los sumergió en un demencial relato de muerte y
resurrección. El horror que irradiaban sus ojos transmitía
claramente a los hombres que lo rodeaban el pavor que había
experimentado a lo largo de esos largos años.
Él era
posiblemente el último hombre blanco de Haití, o Saint-Domingue,
como él seguía llamándolo. Los haitianos habían emprendido una
campaña de exterminación sistemática de todo hombre, mujer y niño
de piel clara. Mulatos, mestizos y zambos vivían temerosos de estos
verdugos, quienes no eran hombres: se trataba de zombies.
Toda esa
barbarie no había sido cometida sólo por hombres negros, sino por
zombies. Costaba creerlo, pero Grenouille lo había visto con sus
propios ojos. La santería y la magia negra era algo que siempre
había existido en la isla. Los esclavos negros traídos de África
mezclaban sus creencias con las de los indígenas, y con los vanos
intentos de cristianización de los misioneros. Dando como resultado
algo muy alejado de las enseñanzas del mesías: practicaban una
síntesis de magia negra y pagana, cuyos execrables rituales
culminaban siempre en orgías y sacrificios humanos, con resultados
satánicos. Era una terrible realidad, los zombies y las posesiones
demoniacas que se realizaban en Haití eran un secreto a voces en
todo el Caribe.
Así se lo
había contado Zarité. Su esclava. Grenouille había cometido la
osadía de enamorarse de una de sus esclavas, hacía ya treinta años,
cuando estalló la revolución haitiana. Ella fue quien lo advirtió,
una noche, de los horrores que se venían. Había sido testigo de una
Calenda, una ceremonia vudú, en medio de la jungla, que reunió a
cientos de esclavos fugitivos (*). Los negros llevaban mucho tiempo
preparándola. La presidió un brujo jamaicano, también fugitivo.
De esa
inenarrable ceremonia, Grenouille sólo pudo reproducir precisiones
vagas de lo que Zarité le había contado. No había forma de
transmitir con palabras el terror que su mujer le contara entre
lágrimas al día siguiente. Entre el sonido de los tambores, la
atmósfera pesada, húmeda, y los primitivos cánticos africanos, los
negros juraron destruir a todos los blancos. Fue un compromiso jurado
con sangre, y de la peor manera posible. Llevaban consigo un hombre,
un Grand Blanc de una plantación al norte, que habían secuestrado
para sus perversos propósitos.
Arrastraron
al hombre, atado de pies y manos, al centro del campamento, en torno
al cual bailaban incesantemente negros y negras sus
danzas obscenas y primitivas. El Houngan, o sacerdote vudú,
repartió unas hierbas mágicas entre todos los asistentes. Decía
que los haría fuertes, les haría perder el miedo, y los llevaría a
conocer el mismísimo mundo de los espíritus. Luego extrajo de su
bolso un muñeco, revestido con un trozo de ropa del hacendado
blanco, y con un mechón de su cabello en la pequeña cabeza de tela.
Esparció unos polvos en torno al hombre, luego se acercó a una
fogata para invocar mediante arcaicos conjuros a dioses olvidados e
innombrables. La atmósfera se volvía más y más pesada.
Pronunciada su perorata, acercó al muñeco a la fogata. En pocos
segundos, la piel del desgraciado blanco, a varios metros de
distancia, comenzó a arder al rojo vivo, y él a aullar de dolor. El
hechizo había resultado. Pero la peor parte estaba por venir. Lo
torturaron de las formas más inhumanas posibles, sin tocarle un solo
pelo. Eso claro, hasta que el cielo se despejó, y la luna llena se
instaló por sobre sus cabezas. En la tierra, los tambores y los
corazones palpitaban cada vez más rápido. Los negros bailaban
frenéticamente. Consumían y consumían las hierbas del brujo hasta
hastiarse. Toda noción del espacio y del tiempo se iba diluyendo en
el aire. Y la hora del clímax llegó.
El pobre
desgraciado ya había perdido la voz de gritar tanto, pero jamás
perdió el conocimiento, ni la sensibilidad en su mutilado cuerpo; ni
siquiera cuando los salvajes paganos lo asaltaron en manada a devorar
su carne. Cual bestias salvajes, chuparon hasta el último hueso, sin
dejar ni un solo tendón o músculo en su lugar. Antes de que se
acabara la carne del finado, los negros, arrojados a sus más
primitivos y bestiales impulsos, siguieron devorando carne,
mordiéndose entre sí. Dejándose llevar por sus animalescos
apetitos se entregaron a una orgía de sangre y canibalismo de la que
sólo salieron con vida los más fuertes. El sabor de la carne, el
calor de la sangre, la acidez de los jugos gástricos corrió por
lenguas, palmas, pies, estómagos… extasiados a más no poder se
entregaron quienes comían y quienes eran comidos. Fluidos corporales
volaban de un lado a otro. Dolor y placer, vida y muerte se
entremezclaron en una sola masa confusa y revuelta de sadomasoquistas
fieras. El don de la razón era algo que había quedado atrás hacía
mucho.
El Houngan
jamaicano se dio por satisfecho: el rito estaba completo. Cuando
asomaban los primeros rayos del sol, sólo restaban doscientos, de un
grupo que hasta hace unas horas sumaba ochocientos. Quienes llegaron
a ver la luz del día no eran hombres. Tampoco bestias. No estaban ni
vivos ni muertos. Eran unas aberraciones, salvajes, brutales,
desprovistas de toda humanidad, pero fuertes y rápidas. Mucho más
que el humano promedio.
Esa tropa de
energúmenos asaltaría a la noche siguiente la plantación más
cercana. Esa sería la primera revuelta, que daría inicio a la
sangrienta revolución haitiana. Se cuenta que los gritos del
sacrificado aún se pueden escuchar bajo la luz de la luna, entre los
ecos de la jungla, como recordatorio de esa infame noche.
“Zarité
se alejó del grupo en cuanto comenzaron a devorar a ese hombre-
contaba Grenouille -. Se escondió tras un árbol, y luchó por no
gritar cuando vio cómo sus propios hermanos y hermanas se mataban
entre sí. No pudo ver más, y corrió de vuelta a mi plantación. Me
costó creerle al principio, pero no tardaron en llegar a mis oídos
los rumores de esos monstruos que acechaban por la noche y destruían
las plantaciones. Nosotros huimos justo a tiempo. Mi hacienda
sucumbió como todas las demás: incendiada por esas bestias, mis
bienes saqueados, mis esclavas y sirvientas violadas. Y mis esclavos…
comida de buitres”
—¿Qué
pasó con los demás haitianos?- preguntó San Juan en francés.
—O
están muertos, o son zombies, padre —contestó
Grenouille— todos los negros del Santo
Domingo occidental están malditos con esta enfermedad. Se expandió
rápidamente desde que huyeron los blancos, como una pandemia. Sólo
quedan los dominicanos de acá del oriente. Hay pueblos que fueron
arrasados enteros, otros que fueron convertidos en su totalidad a
estas demoniacas bestias. Y otros que viven asustados, acosados por
esta permanente amenaza. No salen de sus casas, mucho menos por las
noches.
—Pregúntale
cómo carajo fue que él llegó a esa cueva —ordenó
Villarroel.
El francés
tardó en articular palabras. Muchos recuerdos y culpas se agolparon
en su cabeza.
—Con
Zarité intentamos varias veces huir. Perdimos toda esperanza cuando
el último barco de refugiados partió en 1793. Luchamos cada día,
escondidos, y asustados, para no terminar como otros que se quedaron
aquí: exterminados. Finalmente, supimos que no vendría nadie más a
ayudarnos cuando las tropas de Napoleón fueron aplastadas no por un
ejército de negros, como se había dado antes, sino por una horda de
zombies hambrientos.
“Recurrimos
a un plan desesperado. Construimos nuestra propia balsa. Nada muy
elaborado, sólo las tablas más resistentes que pudimos conseguir.
Nos escabullimos por la noche y remamos lo más lejos que pudimos.
Pero la corriente es traicionera, padre. Y nos regresó al Santo
Domingo Oriental, a la roca donde me encontraron. Aguantamos mucho
tiempo allí, sin agua, sin comida, pero…”
El hombre no
pudo continuar, se quebró y estalló en lágrimas. El padre lo
abrazó, lo tranquilizó con unas palabras susurradas en su idioma.
Le sirvió un vaso de agua y procuró sosegarlo.
—Grenouille,
escúcheme. Hoy desembarcamos en San Lázaro. En la gobernación
vimos un… zombie distinto —inquirió
Villarroel, quien titubeó en usar esa extraña palabra—.
Todos eran lentísimos, pero este era especial. Era como una gacela.
-Debió ser
un Grand Noir. Esos son los peores- dijo Grenouille, mientras
el padre traducía simultáneamente, palabra por palabra, al
castellano- no deben bajar jamás a tierra, y mucho menos de noche.
“Hay dos
tipos de zombies en esta isla. Los “Grand Noir”, y los “Petit
Noir” según la lengua de los esclavos. Los primeros nacieron esa
horrible noche. Son fuertes, rápidos, y astutos como los zorros.
Pero son más vulnerables a las balas y las espadas. Los otros son
lentos y tontos, no obstante no hay nada que los pare. Puede
dispararles todo lo que quiera, capitán, y nunca se detendrán. Uno
solo en general no es de temer, pero en grupo, son toda una amenaza.
Ellos son la gran masa de zombies. Los Grand Noir son muchos
menos, y son sus líderes. Tienen una gran debilidad: no toleran la
luz del sol. Es por eso que se esconden en el subterráneo, en la red
de túneles de los jesuitas. Conectan toda la isla, y les permite
moverse con facilidad y atacar cuando menos lo espere, sea de noche o
de día. Esta casta de zombies tiene un apetito voraz. Son pocos
porque nunca se dejan caer sobre una presa sin hacerla desaparecer en
cuestión de minutos. Son raras las veces en que dejan vivo a un
hombre…”
Dicho esto,
el hombre a su lado súbitamente despertó. Su cuello se tensó,
aflojando el vendaje que el Doctor Pérez acababa de ponerle. Núñez
luchaba por respirar, algo estaba pasando con él.
—¿Qué
tiene ese hombre? —preguntó
Grenouille.
—Lo…
mordió un Grand Noir —respondió el
padre tras unos segundos.
—Tienen
que sacarlo de aquí… ¡Sáquenlo, desháganse pronto de él! ¡Nos
matará a todos!
Sin entender
una palabra de lo que decía el francés, Villarroel sabía muy bien
lo que tenía que hacer. Abrió la puerta del camarote, e hizo venir
a dos grumetes para que se llevaran a Núñez al calabozo.
—¡Qué
cree que está haciendo, capitán!- intervino Pérez- Este hombre
está malherido, necesita reposo.
-Es
peligroso, usted lo sabe ¿acaso no escuchó todo lo que dijo
Grenouille?
—¡En
serio le cree todas esas historias! Este hombre está chiflado, son
alucinaciones suyas, no hay forma de que…
El doctor
fue interrumpido cuando uno de los grumetes se le acercó a Núñez
para levantarlo de la cama, y éste le arrancó la hombrera de su
uniforme de un mordisco. Todos los presentes retrocedieron, hasta el
francés se incorporó, y se arremolinó en un rincón.
—Llévenlo
al calabozo y encadénenlo. Golpéenlo si es necesario para que
coopere. Y que por ningún motivo muerda a nadie, sino quieren
terminar como él —sentenció el
capitán.
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