viernes, 21 de noviembre de 2014

"La Sombra" por Javier Maldonado Quiroga













Ilustración por Visceral.









Cerró los ojos esperando que su silueta se hubiera desvanecido, pero cuando volvió a mirar la sombra seguía ahí, envuelta en tinieblas en un rincón junto a la pared. La noche era oscura e incluso la luna parecía haberse escondido, contagiada de sus temores.

Era idéntica a sí mismo, excepto por sus ojos que eran dos esferas negras como piedras de ónice. Trató de llamar a sus padres, pero con horror se dio cuenta de que no era capaz. El miedo se aferraba a su garganta, desgarrando su voz en un hilo colmado de angustia.

Volvió a cerrar los ojos pero esta vez no los abrió. Se dejó embriagar por aquella falsa oscuridad, pobre remedo de la otra, la real, que se apretujaba a su alrededor como los contornos de cientos de fantasmas, envidiosos de su vitalidad. De su calor.

El sueño llegó bajo la forma de una grotesca pesadilla donde veía aquellos ojos encima de él, observándolo desde los pies de su cama.

Junto a una respiración monótona e incesante.

O quizás solo era el viento.

A la mañana siguiente la sombra seguía ahí. La vio a través del espejo, en el baño, a su espalda. Observándolo, siempre observándolo.

No dijo nada. Quizás se había vuelto loco. Tantas veces había maldecido su suerte y ahora lo abrazaba la locura.

Afuera lloviznaba.

Su padre lo llevó a la escuela. Ninguno dijo nada al otro, como siempre. Ella seguía ahí, en el asiento de atrás. Evitó mirarla.

De haber podido se hubiera bajado del auto y hubiera corrido sin detenerse hasta desaparecer. No huía de aquella sombra de sí mismo, sino de lo demás. De todo lo demás.

Sabía lo que le esperaba una vez llegaran a destino.

Tan pronto como su padre se hubo marchado uno de sus compañeros lo golpeó en la cabeza, solo porque sí. Un grupo de alumnos se burló de él. Trató de no prestarles atención. Era parte de su vida; siempre había sido así. Siempre había habido alguien dispuesto a humillarlo, o a ignorarlo.

Y en la sala, en un rincón junto a la pizarra, la sombra lo observaba. Pero esta vez, con espanto, vio como sus labios se deformaban en una extraña sonrisa. Se acercó lentamente a su pupitre. No fue capaz de huir ni de hacer nada más que esperar. La sombra, por primera vez, le habló, diciéndole al oído:

—¿Por qué me temes si fuiste tú quien me llamó? Me has estado llamando todo este tiempo para que haga lo que tú no tienes el valor de hacer.

Asintió, tembloroso.

—Cierra los ojos.

Así lo hizo. De improviso el bullicio cesó. La realidad se había convertido en oscuridad y silencio. Silencio y oscuridad.

Era agradable.

Luego de un largo rato los ojos volvieron a abrirse. Todo permanecía en una extraña quietud. Entonces, con horror, se dio cuenta de que todos sus compañeros estaban muertos. Sus cuerpos esparcidos sin ningún orden por la sala. Grotescos. Ensangrentados. Vaciados de toda vida.

Sin saber por qué se miró las manos; estaban cubiertas de sangre.

Una risa insana brotó de su garganta. La cara se deformó ante una alegría abyecta. Y, sin embargo, una extraña paz lo inundó. Algo se había liberado para siempre.

Cuando lo encontraron aún sonreía. Los ojos se habían vuelto negros como dos trozos de carbón.

Ya no había ninguna sombra.



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