Ilustración por Visceral.
Caída la
noche, el capitán, el padre, Carbacho y el Doctor Pérez se
reunieron en el camarote del primero.
—Es como
una pesadilla. Una terrible pesadilla— meditó el capitán, con su
mano sana en su barbilla.
—Aún no
puedo creer que tengamos un zombie en el barco— dijo Carbacho.
—¿Cómo
se ha portado Núñez?— preguntó Villarroel.
—Desde que
lo encadenaron ha gritado como loco— contestó el primer oficial—
nadie ha vuelto a bajar, pero se escucha desde la cubierta. Ya no
habla con su voz, ni siquiera habla en lengua de cristianos, capitán.
—¿Y
Grenouille, no ha dicho nada más?
—Según me
dijo, las transformaciones son rápidas— respondió Pérez—, y
antes de la medianoche Núñez será una de esas criaturas que tanto
teme.
—¿Y su
salud, qué me dice, doctor?
—Ese
hombre es todo un caso. Nunca antes había visto a alguien con tanto
pánico y ansiedad, capitán. Vivirá, pero yo diría que los nervios
terminarán por matarlo. Aún no me explicó como sobrevivía en esas
condiciones en la cueva. Muchas de las conchas que le extraje de la
piel, actuaban como costras. Incluso encontré sanguijuelas y
mariscos, que nunca antes había visto, en su cuerpo. Es todo tan
increíble. Ni sabemos cuánto tiempo estuvo allí…
—Claramente
todo esto es una prueba de Fe— opinó el padre— el señor nos ha
enviado al purgatorio mismo, donde deambulan estos seres que no están
ni vivos ni muertos. Es aquí donde tenemos que ser más fuertes que
nunca.
—¿Qué
sugiere usted, padre?— preguntó Carbacho.
—Lo he
pensado mucho. Mi mayor temor es que estemos ante el mismísimo
Apocalipsis— afirmó, con biblia en mano, consultando uno de los
últimos evangelios— el libro de la Revelación es bastante
explícito: “Los muertos se levantarán de sus tumbas…” yo en
lo personal, no creo que ésta sea tal catástrofe. Pareciera ser más
bien un artificio del demonio. Y aunque fuera el Apocalipsis, aún
podemos salvarnos por medio de la Fe, así como aún podemos salvar a
Núñez.
—¿Qué
insinúa, padre?— preguntó el capitán.
—Tenemos
que sacarle el demonio del cuerpo a Núñez, y creo saber cómo…
Nadie entre
los cuatro se atrevió a pronunciar la palabra, pero Villarroel
reaccionó antes de que se explayara en su idea.
—No,
padre. Es una locura.
—Es la
única alternativa.
—¡No
funcionará! Ni usted ni yo sabemos cómo se hace.
—No, pero
cuando estuve en Roma, hablé con sacerdotes que sí lo habían
hecho. Jamás lo he intentado, pero tengo una noción de cómo se
hace.
—Si me lo
permiten, caballeros— intervino el doctor— yo creo que debemos
buscar una solución científica para este problema. Este hombre
experimenta una enfermedad, con síntomas similares a los de la
rabia, si tan sólo pudiéramos llevarlo a España…
—¡Está
usted loco, doctor!— vociferó el capitán— tenemos que destruir
a este maldito, antes de que nos destruya a nosotros. Ya escuchó a
Grenouille, balas y sables, son la única solución.
—Caballeros,
por favor cálmense— dijo Carbacho— escuchen, el capitán tiene
razón. Las cadenas no resistirán mucho tiempo. Esta criatura tiene
una fuerza sobre humana. No hay forma de llevarlo a España. Lo que
sea que decidamos hacer, tiene que ser pronto.
Tras una
larga pausa, finalmente el padre dijo:
—Capitán,
sólo le estoy pidiendo una oportunidad, si mi idea no funciona, le
doy permiso para que ejecute a ese infeliz. Y usted, doctor, tendrá
que contentarse con estudiar los restos. Pero por favor, sólo le
pido que tenga fe…
Contemplando
la isla por una ventanilla en la pared, y con una angustiada
expresión en el rostro, el capitán meditó unos instantes antes de
dar su aprobación.
Los suspiros guturales se escuchaban desde el otro extremo del pasillo. El capitán le pisaba los talones al Padre San Juan, a medida que avanzaban temerosos por el estrecho y poco iluminado pasaje. Cada madera que pisaban chirriaba de forma exagerada, pero el ser que los esperaba en la habitación del fondo parecía indiferente a estos ruidos. El padre se persignó dos veces al estar a sólo tres pasos del umbral. Retrocedió bruscamente cuando la criatura agitó las cadenas de forma tan ruda y explosiva que saco chirridos de desencaje de las tablas. El capitán lo calmó, echó un vistazo.
—Sigue
encadenado. Entremos— susurró.
Bajo la
débil luz de un par de velas, el padre y el capitán vislumbraron a
un monstruo idéntico al que vieran en la gobernación: sus miembros
se habían alargado, su piel era grisácea, como la de un leproso, le
habían crecido colmillos, y su rostro estaba rojo de ira. Aún
conservaba su cabello, y la ropa hecha hilachas que vestía indicaba
que esa criatura en algún minuto había sido Núñez.
Estaba
encadenado de pies y manos al calabozo, luchando contra éstas para
zafarse. El cuadro le recordó al padre una escena de la Divina
Comedia, y sintió que había descendido junto al capitán, como
Virgilio y Dante, al mismísimo averno.
El ser rió
maliciosamente en cuanto entraron los dos hombres, y los amenazó con
sus colmillos.
—
…Hagámoslo— dijo el padre. Tragó saliva, y
se armó de valor.
Procedió a
repartir por el calabozo una serie de objetos que guardaba bajo su
sotana: rosarios, cruces, y pequeñas estatuas de la virgen. La
bestia lo amenazaba a donde quiera que se dirigía. Pero eso no le
impidió a San Juan ubicar los objetos lo más cerca posible, a
peligrosos centímetros de las fauces del monstruo. El que logró
ubicar más cerca fue un cáliz con hostias en su interior, la bestia
lo olfateó e hizo una mueca de asco. San Juan procedió a encender
unas velas, mientras recitaba un padre nuestro.
En
seguida se ubicó frente al zombie. Recitó pasajes de la biblia, a
lo que el monstruo contestó con blasfemos insultos en latín, luego
en arameo, y después en creóle,
la lengua de los esclavos, derivada del francés. No era la voz de
Núñez, era una voz imposible, inhumana. Se reía a carcajadas, se
burlaba, y blasfemaba.
La noche se
fue en interminables horas en que el padre gastó toda la fuerza de
su garganta sermoneando al monstro con salmos completos. Mientras,
Villarroel observaba en silencio, y horrorizado, la tortuosa
transformación de su antiguo grumete, quien a punta de dolorosos
retorcijones se alejaba cada vez más de su condición humana.
Lidiando con algo satánico que crecía en su interior, y con una
ceremonia cristiana que parecía aumentar su suplicio.
Más
adelante, el padre sacó de debajo de su manga un frasco con agua
bendita. Lo roció sobre el zombie, trazando una cruz en el aire, y
Núñez comenzó a retorcerse desesperadamente, parecía que las
cadenas estaban a punto de ceder. Fue entonces que recuperó su voz,
gritaba que él no se merecía esto. Que estaba atrapado, que
necesitaba su ayuda. Que por favor no lo torturaran. Gimió chillidos
desesperados hasta dañar los oídos de los españoles.
—¡En
nombre de Dios, termine con él de una vez por todas, padre!— gritó
el capitán Villarroel, con ambas manos tapándole los oídos.
Entonces
ocurrió lo menos esperado. La voz del monstruo cambió. A una voz
femenina, dulce, y familiar.
—Alfonso,
Alfonso ¿estás ahí?...— salió de la boca del zombie, ya con los
ojos completamente negros e inexpresivos.
Villarroel
tardó unos minutos en asimilar el prodigio. Con un hilo de voz
respondió:
—...
¿Graciela?
—Alfonso,
por favor ayúdame. Estoy atrapada ¡Llévame contigo! ¡Alfonso!
Dicho esto,
el monstruo cayó desplomado contra el piso, cesando su agitada
respiración.
—Graciela,
¿en verdad eres tú? ¡No me dejes otra vez! ¡¿Dónde estás,
Graciela?!
Desesperadamente
Villarroel se había arrodillado, junto a la criatura, sacudiéndolo,
esperando otra respuesta. En lugar de eso, el monstruo recobró sus
fuerzas, gruño al capitán, y se arrojó sobre él. El capitán no
supo cómo reaccionar, aún estaba anonadado, y con la esperanza de
volver a escuchar esa voz, pero la realidad era otra. Tenía a la
criatura aplastándolo, a punto de devorarlo. Le agarró la mano
herida, y cuando parecía que estaba a punto de arrancarle los dedos
que le quedaban, el padre San Juan recogió una lanza a un costado
del calabozo. Con todas sus fuerzas la clavó en el costado derecho
de la criatura. El monstruo aulló de dolor.
—¡Vadem
retrum sum qui divinum, infinitum et eternum!
Gritó
decidido el padre, sosteniendo firmemente la lanza con ambas manos.
La criatura se levantó torpemente, sin poder sacar la lanza, la cual
sostenía el padre, y logró clavarla aún más hondamente en el
deforme cuerpo del monstruo. Así estuvieron forcejeando por
interminables minutos, hasta que el monstruo cayó rendido contra la
pared donde lo encontraron. El padre retiró la lanza, y de la herida
brotó un líquido semitransparente. El ser vomitó una sustancia
viscosa y pegajosa, y con su último aliento susurró:
—
Eli, eli, ¿lema sabajtani?
Y al padre
San Juan no le cupo ninguna duda, si es que alguna vez la había
tenido. Esto era obra del demonio.
El ser no se
movió en toda la noche, y a la mañana siguiente el Doctor Pérez lo
confirmó: estaba indudablemente muerto.
A eso del
medio día, San Juan, Carbacho y el doctor se reunieron en el mismo
camarote a platicar sobre lo ocurrido.
—Entonces
funcionó… eso es un alivio— opinó Carbacho, una vez que el
sacerdote terminó de narrar los espantosos hechos ocurridos la noche
anterior.
—¿Quién
nos asegura que Núñez no murió por la lanza que le clavaron, en
lugar de ese rito?— desafió el doctor.
—No sea
hombre de poca Fe, Pérez. Grenouille nos dijo que en circunstancias
normales estos cuerpos no paran de moverse jamás. Aunque le ampute
los miembros, estos seguirán retorciéndose, aunque le corte la
cabeza, ésta seguirá animada. Lo que hicimos fue traerle paz a ese
cuerpo sin vida…
—Dios mío,
dios mío, dios mío… —el doctor se llevó las manos al rostro y
luego miró hacia el cielo— todo esto es difícil de creer. Choca
con todo lo que siempre hemos sabido de medicina y de ciencia ¿Qué
pasó con la edad de la razón?... Por lo menos ya no será un
problema que nos llevemos el cuerpo a España para que lo pueda
estudiar en detalle.
—¿Cómo
ha estado Grenouille?
—No ha
parado de llorar, padre— contestó Carbacho.
—Pobre
infeliz ¿qué hay del capitán?
—No durmió
en toda la noche. Se la pasó en la cubierta, paseándose de un lado
a otro y mirando a la isla, pensando en quién sabe qué. Aún estaba
ahí cuando nos levantamos esta mañana. Dijo que… había escuchado
a su mujer.
—Ah, sí.
Gracielita… el zombie imitó su voz anoche— recordó el padre,
con un gesto de melancolía—. El pobre de Villarroel jamás se
recuperó de la muerte de su esposa. Tuvo una suerte muy trágica
allá en el Perú, sabe. Los dos sufrieron mucho.
—Caballeros,
pasando a otro tema, hay algo que debo mostrarles— dicho esto, el
doctor extrajo de su bolsillo una pequeña bolsa amarrada con una
vieja cuerda. La desamarró, e hizo un gesto a sus contertulios para
que se acercaran a apreciar una extraña y olorosa sustancia en su
interior.
—Huele muy
mal ¿qué es doctor?— preguntó Carbacho.
—No lo sé,
pero lo encontré en el bolsillo de Núñez cuando revisé su cuerpo.
—Seguramente
lo recogió en San Lázaro— dijo San Juan—. Si no me equivoco, el
mueble que destruyó esa criatura en la gobernación contenía más
de estas bolsas.
—Caballeros,
lo he estado estudiando. Parece ser una mezcla de distintas hierbas y
plantas. Pude identificar marihuana, y un extracto de un extraño
marisco también. Nunca antes había visto algo así, en el caribe
aún es mucha la flora y fauna desconocida, pero esto… escuchen, el
francés dijo que los negros tomaban unas hierbas mágicas en sus
rituales. Que tal sí, ésta cosa que toman, en realidad tiene
propiedades alucinógenas. Mataría neuronas, y los inhibiría
completamente, del pudor, del miedo, los reduciría a mero instinto.
Casi como si dejara a una parte del cerebro dormida. Podría ser la
explicación científica de estos “Zombies”.
—Dudo que
la ciencia pueda explicar cómo un brazo amputado puede moverse sólo.
—En la
naturaleza pasa, cuando un camaleón pierde su cola, ésta se sigue
moviendo durante algunos minutos. Y luego le vuelve a crecer al
camaleón. Quizás estemos ante algo parecido…
—¿O sea
que hemos estado peleando contra hombres—lagarto, doctor?—
preguntó una voz desde la puerta del camarote.
Los tres
voltearon y vieron al capitán. Estaba mucho más demacrado, con
largas ojeras, y cansado. Llevaba consigo una botella vacía.
—¿Se
siente bien, capitán?— preguntó Carbacho.
—Como
siempre. Entonces, Núñez está muerto. Lo mismo hubiese conseguido
yo con un par de pistolas. Le dije que era una pérdida de tiempo,
San Juan.
—Nada de
eso, logramos salvar su alma. Comprobamos que aún es posible darle
cristiana sepultura a estas criaturas maldecidas, capitán.
—¿Y qué
es lo que propone? ¿Repetir el show de anoche? ¿Realizar un
exorcismo a cada uno de los infelices de esta isla del demonio? No es
viable, San Juan. No es viable. Si yo fuera Jesucristo, me cansaría
de que me invocaran tanto.
Depositó la
botella sobre su escritorio, tambaleándose un poco al caminar, y
volteó hacia el doctor.
—Y usted,
Pérez ¿espera encontrar una cura mágica para estos infelices?
Inténtelo si quiere, pero le advierto que su preciosa ciencia ni
siquiera ha dado con la cura para la sífilis.
—Bueno y
qué es lo que usted quiere hacer ¿matarlos a todos?— preguntó
desafiante Carbacho, parándose frente a su escritorio— aunque
quisiéramos, somos muy pocos. No lo conseguiríamos.
Con los ojos
entrecerrados, Villarroel observó a los presentes. Le ordenó a
Carbacho y a Pérez salir. Quería hablar a solas con el padre San
Juan. Una vez que salieron, se sentó tras su escritorio, y dejó
salir un largo suspiro.
Esperó unos
minutos, meditativo, antes de dirigirse a su interlocutor.
—No quiero
matar a nadie— dijo, con una voz apagada.
—No se
trata de matar, hijo. Se trata de hallar una solución para esta
crisis…
—¡No! No
me ha entendido— se le acercó, reposando los antebrazos sobre el
escritorio. Lo miró fijamente a los ojos— lo he estado pensando,
San Juan. Y creo que es posible sacarle provecho a esta extraña…
situación.
—¿A qué
se refiere?
—…Mire.
Apenas ayer hablé con un hombre que me dijo que había que dejar en
paz a los muertos. Que no había forma de volverlos a la vida. Pero
ese hombre murió, resucitó, y ahora está destruido. Él y sus
conservadoras ideas. Quedando más que claro que sí es posible traer
de vuelta a los muertos.
—¿No
estará pensando en…?
—Usted la
escuchó anoche ¿no, padre? Era ella, me necesita. Dijo que
necesitaba nuestra ayuda…
—¡Por
ningún motivo, hijo! ¡Por ningún motivo! ¿Te das cuenta de lo que
me estas proponiendo? ¡Esta es una treta del diablo, no caigas en
ella!
—Conozco
la voz de mi mujer, no era ninguna treta.
—¿En
serio serías capaz de desposar a una zombie?
Villarroel
no contestó. Miró a un rincón perdido, con la boca entreabierta.
Con una seria expresión, el padre se le acercó.
—Lo más
prudente es que nos vayamos lo más pronto de aquí. No estamos
preparados para hacer frente a un ataque zombie. Debemos volver a
Cuba por refuerzos…
—¡No, no
nos iremos! ¡No todavía!
—Capitán,
corremos peligro en esta isla…
—¡Nadie
se mueve de aquí hasta que yo lo diga!— insistió el capitán,
golpeando con su mano sana la mesa.
El padre le
dio la espalda y salió, golpeando fuertemente la puerta al cerrarla.
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