martes, 2 de diciembre de 2014

"La Española" capítulo III, por Diego Escobedo













Ilustración por Visceral.












Caída la noche, el capitán, el padre, Carbacho y el Doctor Pérez se reunieron en el camarote del primero.
—Es como una pesadilla. Una terrible pesadilla— meditó el capitán, con su mano sana en su barbilla.
—Aún no puedo creer que tengamos un zombie en el barco— dijo Carbacho.
—¿Cómo se ha portado Núñez?— preguntó Villarroel.
—Desde que lo encadenaron ha gritado como loco— contestó el primer oficial— nadie ha vuelto a bajar, pero se escucha desde la cubierta. Ya no habla con su voz, ni siquiera habla en lengua de cristianos, capitán.
—¿Y Grenouille, no ha dicho nada más?
—Según me dijo, las transformaciones son rápidas— respondió Pérez—, y antes de la medianoche Núñez será una de esas criaturas que tanto teme.
—¿Y su salud, qué me dice, doctor?
—Ese hombre es todo un caso. Nunca antes había visto a alguien con tanto pánico y ansiedad, capitán. Vivirá, pero yo diría que los nervios terminarán por matarlo. Aún no me explicó como sobrevivía en esas condiciones en la cueva. Muchas de las conchas que le extraje de la piel, actuaban como costras. Incluso encontré sanguijuelas y mariscos, que nunca antes había visto, en su cuerpo. Es todo tan increíble. Ni sabemos cuánto tiempo estuvo allí…
Claramente todo esto es una prueba de Fe— opinó el padre— el señor nos ha enviado al purgatorio mismo, donde deambulan estos seres que no están ni vivos ni muertos. Es aquí donde tenemos que ser más fuertes que nunca.
—¿Qué sugiere usted, padre?— preguntó Carbacho.
—Lo he pensado mucho. Mi mayor temor es que estemos ante el mismísimo Apocalipsis— afirmó, con biblia en mano, consultando uno de los últimos evangelios— el libro de la Revelación es bastante explícito: “Los muertos se levantarán de sus tumbas…” yo en lo personal, no creo que ésta sea tal catástrofe. Pareciera ser más bien un artificio del demonio. Y aunque fuera el Apocalipsis, aún podemos salvarnos por medio de la Fe, así como aún podemos salvar a Núñez.
—¿Qué insinúa, padre?— preguntó el capitán.
—Tenemos que sacarle el demonio del cuerpo a Núñez, y creo saber cómo…
Nadie entre los cuatro se atrevió a pronunciar la palabra, pero Villarroel reaccionó antes de que se explayara en su idea.
—No, padre. Es una locura.
—Es la única alternativa.
—¡No funcionará! Ni usted ni yo sabemos cómo se hace.
—No, pero cuando estuve en Roma, hablé con sacerdotes que sí lo habían hecho. Jamás lo he intentado, pero tengo una noción de cómo se hace.
—Si me lo permiten, caballeros— intervino el doctor— yo creo que debemos buscar una solución científica para este problema. Este hombre experimenta una enfermedad, con síntomas similares a los de la rabia, si tan sólo pudiéramos llevarlo a España…
—¡Está usted loco, doctor!— vociferó el capitán— tenemos que destruir a este maldito, antes de que nos destruya a nosotros. Ya escuchó a Grenouille, balas y sables, son la única solución.
—Caballeros, por favor cálmense— dijo Carbacho— escuchen, el capitán tiene razón. Las cadenas no resistirán mucho tiempo. Esta criatura tiene una fuerza sobre humana. No hay forma de llevarlo a España. Lo que sea que decidamos hacer, tiene que ser pronto.
Tras una larga pausa, finalmente el padre dijo:
—Capitán, sólo le estoy pidiendo una oportunidad, si mi idea no funciona, le doy permiso para que ejecute a ese infeliz. Y usted, doctor, tendrá que contentarse con estudiar los restos. Pero por favor, sólo le pido que tenga fe…
Contemplando la isla por una ventanilla en la pared, y con una angustiada expresión en el rostro, el capitán meditó unos instantes antes de dar su aprobación.


Los suspiros guturales se escuchaban desde el otro extremo del pasillo. El capitán le pisaba los talones al Padre San Juan, a medida que avanzaban temerosos por el estrecho y poco iluminado pasaje. Cada madera que pisaban chirriaba de forma exagerada, pero el ser que los esperaba en la habitación del fondo parecía indiferente a estos ruidos. El padre se persignó dos veces al estar a sólo tres pasos del umbral. Retrocedió bruscamente cuando la criatura agitó las cadenas de forma tan ruda y explosiva que saco chirridos de desencaje de las tablas. El capitán lo calmó, echó un vistazo.
    Sigue encadenado. Entremos— susurró.
Bajo la débil luz de un par de velas, el padre y el capitán vislumbraron a un monstruo idéntico al que vieran en la gobernación: sus miembros se habían alargado, su piel era grisácea, como la de un leproso, le habían crecido colmillos, y su rostro estaba rojo de ira. Aún conservaba su cabello, y la ropa hecha hilachas que vestía indicaba que esa criatura en algún minuto había sido Núñez.
Estaba encadenado de pies y manos al calabozo, luchando contra éstas para zafarse. El cuadro le recordó al padre una escena de la Divina Comedia, y sintió que había descendido junto al capitán, como Virgilio y Dante, al mismísimo averno.
El ser rió maliciosamente en cuanto entraron los dos hombres, y los amenazó con sus colmillos.
    Hagámoslo— dijo el padre. Tragó saliva, y se armó de valor.
Procedió a repartir por el calabozo una serie de objetos que guardaba bajo su sotana: rosarios, cruces, y pequeñas estatuas de la virgen. La bestia lo amenazaba a donde quiera que se dirigía. Pero eso no le impidió a San Juan ubicar los objetos lo más cerca posible, a peligrosos centímetros de las fauces del monstruo. El que logró ubicar más cerca fue un cáliz con hostias en su interior, la bestia lo olfateó e hizo una mueca de asco. San Juan procedió a encender unas velas, mientras recitaba un padre nuestro.
En seguida se ubicó frente al zombie. Recitó pasajes de la biblia, a lo que el monstruo contestó con blasfemos insultos en latín, luego en arameo, y después en creóle, la lengua de los esclavos, derivada del francés. No era la voz de Núñez, era una voz imposible, inhumana. Se reía a carcajadas, se burlaba, y blasfemaba.
La noche se fue en interminables horas en que el padre gastó toda la fuerza de su garganta sermoneando al monstro con salmos completos. Mientras, Villarroel observaba en silencio, y horrorizado, la tortuosa transformación de su antiguo grumete, quien a punta de dolorosos retorcijones se alejaba cada vez más de su condición humana. Lidiando con algo satánico que crecía en su interior, y con una ceremonia cristiana que parecía aumentar su suplicio.
Más adelante, el padre sacó de debajo de su manga un frasco con agua bendita. Lo roció sobre el zombie, trazando una cruz en el aire, y Núñez comenzó a retorcerse desesperadamente, parecía que las cadenas estaban a punto de ceder. Fue entonces que recuperó su voz, gritaba que él no se merecía esto. Que estaba atrapado, que necesitaba su ayuda. Que por favor no lo torturaran. Gimió chillidos desesperados hasta dañar los oídos de los españoles.
—¡En nombre de Dios, termine con él de una vez por todas, padre!— gritó el capitán Villarroel, con ambas manos tapándole los oídos.
Entonces ocurrió lo menos esperado. La voz del monstruo cambió. A una voz femenina, dulce, y familiar.
—Alfonso, Alfonso ¿estás ahí?...— salió de la boca del zombie, ya con los ojos completamente negros e inexpresivos.
Villarroel tardó unos minutos en asimilar el prodigio. Con un hilo de voz respondió:
—... ¿Graciela?
—Alfonso, por favor ayúdame. Estoy atrapada ¡Llévame contigo! ¡Alfonso!
Dicho esto, el monstruo cayó desplomado contra el piso, cesando su agitada respiración.
—Graciela, ¿en verdad eres tú? ¡No me dejes otra vez! ¡¿Dónde estás, Graciela?!
Desesperadamente Villarroel se había arrodillado, junto a la criatura, sacudiéndolo, esperando otra respuesta. En lugar de eso, el monstruo recobró sus fuerzas, gruño al capitán, y se arrojó sobre él. El capitán no supo cómo reaccionar, aún estaba anonadado, y con la esperanza de volver a escuchar esa voz, pero la realidad era otra. Tenía a la criatura aplastándolo, a punto de devorarlo. Le agarró la mano herida, y cuando parecía que estaba a punto de arrancarle los dedos que le quedaban, el padre San Juan recogió una lanza a un costado del calabozo. Con todas sus fuerzas la clavó en el costado derecho de la criatura. El monstruo aulló de dolor.
    ¡Vadem retrum sum qui divinum, infinitum et eternum!
Gritó decidido el padre, sosteniendo firmemente la lanza con ambas manos. La criatura se levantó torpemente, sin poder sacar la lanza, la cual sostenía el padre, y logró clavarla aún más hondamente en el deforme cuerpo del monstruo. Así estuvieron forcejeando por interminables minutos, hasta que el monstruo cayó rendido contra la pared donde lo encontraron. El padre retiró la lanza, y de la herida brotó un líquido semitransparente. El ser vomitó una sustancia viscosa y pegajosa, y con su último aliento susurró:
    Eli, eli, ¿lema sabajtani?
Y al padre San Juan no le cupo ninguna duda, si es que alguna vez la había tenido. Esto era obra del demonio.


El ser no se movió en toda la noche, y a la mañana siguiente el Doctor Pérez lo confirmó: estaba indudablemente muerto.
A eso del medio día, San Juan, Carbacho y el doctor se reunieron en el mismo camarote a platicar sobre lo ocurrido.
—Entonces funcionó… eso es un alivio— opinó Carbacho, una vez que el sacerdote terminó de narrar los espantosos hechos ocurridos la noche anterior.
—¿Quién nos asegura que Núñez no murió por la lanza que le clavaron, en lugar de ese rito?— desafió el doctor.
—No sea hombre de poca Fe, Pérez. Grenouille nos dijo que en circunstancias normales estos cuerpos no paran de moverse jamás. Aunque le ampute los miembros, estos seguirán retorciéndose, aunque le corte la cabeza, ésta seguirá animada. Lo que hicimos fue traerle paz a ese cuerpo sin vida…
—Dios mío, dios mío, dios mío… —el doctor se llevó las manos al rostro y luego miró hacia el cielo— todo esto es difícil de creer. Choca con todo lo que siempre hemos sabido de medicina y de ciencia ¿Qué pasó con la edad de la razón?... Por lo menos ya no será un problema que nos llevemos el cuerpo a España para que lo pueda estudiar en detalle.
—¿Cómo ha estado Grenouille?
—No ha parado de llorar, padre— contestó Carbacho.
—Pobre infeliz ¿qué hay del capitán?
—No durmió en toda la noche. Se la pasó en la cubierta, paseándose de un lado a otro y mirando a la isla, pensando en quién sabe qué. Aún estaba ahí cuando nos levantamos esta mañana. Dijo que… había escuchado a su mujer.
—Ah, sí. Gracielita… el zombie imitó su voz anoche— recordó el padre, con un gesto de melancolía—. El pobre de Villarroel jamás se recuperó de la muerte de su esposa. Tuvo una suerte muy trágica allá en el Perú, sabe. Los dos sufrieron mucho.
—Caballeros, pasando a otro tema, hay algo que debo mostrarles— dicho esto, el doctor extrajo de su bolsillo una pequeña bolsa amarrada con una vieja cuerda. La desamarró, e hizo un gesto a sus contertulios para que se acercaran a apreciar una extraña y olorosa sustancia en su interior.
—Huele muy mal ¿qué es doctor?— preguntó Carbacho.
—No lo sé, pero lo encontré en el bolsillo de Núñez cuando revisé su cuerpo.
—Seguramente lo recogió en San Lázaro— dijo San Juan—. Si no me equivoco, el mueble que destruyó esa criatura en la gobernación contenía más de estas bolsas.
—Caballeros, lo he estado estudiando. Parece ser una mezcla de distintas hierbas y plantas. Pude identificar marihuana, y un extracto de un extraño marisco también. Nunca antes había visto algo así, en el caribe aún es mucha la flora y fauna desconocida, pero esto… escuchen, el francés dijo que los negros tomaban unas hierbas mágicas en sus rituales. Que tal sí, ésta cosa que toman, en realidad tiene propiedades alucinógenas. Mataría neuronas, y los inhibiría completamente, del pudor, del miedo, los reduciría a mero instinto. Casi como si dejara a una parte del cerebro dormida. Podría ser la explicación científica de estos “Zombies”.
—Dudo que la ciencia pueda explicar cómo un brazo amputado puede moverse sólo.
—En la naturaleza pasa, cuando un camaleón pierde su cola, ésta se sigue moviendo durante algunos minutos. Y luego le vuelve a crecer al camaleón. Quizás estemos ante algo parecido…
—¿O sea que hemos estado peleando contra hombres—lagarto, doctor?— preguntó una voz desde la puerta del camarote.
Los tres voltearon y vieron al capitán. Estaba mucho más demacrado, con largas ojeras, y cansado. Llevaba consigo una botella vacía.
—¿Se siente bien, capitán?— preguntó Carbacho.
—Como siempre. Entonces, Núñez está muerto. Lo mismo hubiese conseguido yo con un par de pistolas. Le dije que era una pérdida de tiempo, San Juan.
—Nada de eso, logramos salvar su alma. Comprobamos que aún es posible darle cristiana sepultura a estas criaturas maldecidas, capitán.
—¿Y qué es lo que propone? ¿Repetir el show de anoche? ¿Realizar un exorcismo a cada uno de los infelices de esta isla del demonio? No es viable, San Juan. No es viable. Si yo fuera Jesucristo, me cansaría de que me invocaran tanto.
Depositó la botella sobre su escritorio, tambaleándose un poco al caminar, y volteó hacia el doctor.
—Y usted, Pérez ¿espera encontrar una cura mágica para estos infelices? Inténtelo si quiere, pero le advierto que su preciosa ciencia ni siquiera ha dado con la cura para la sífilis.
—Bueno y qué es lo que usted quiere hacer ¿matarlos a todos?— preguntó desafiante Carbacho, parándose frente a su escritorio— aunque quisiéramos, somos muy pocos. No lo conseguiríamos.
Con los ojos entrecerrados, Villarroel observó a los presentes. Le ordenó a Carbacho y a Pérez salir. Quería hablar a solas con el padre San Juan. Una vez que salieron, se sentó tras su escritorio, y dejó salir un largo suspiro.
Esperó unos minutos, meditativo, antes de dirigirse a su interlocutor.
—No quiero matar a nadie— dijo, con una voz apagada.
—No se trata de matar, hijo. Se trata de hallar una solución para esta crisis…
—¡No! No me ha entendido— se le acercó, reposando los antebrazos sobre el escritorio. Lo miró fijamente a los ojos— lo he estado pensando, San Juan. Y creo que es posible sacarle provecho a esta extraña… situación.
—¿A qué se refiere?
—…Mire. Apenas ayer hablé con un hombre que me dijo que había que dejar en paz a los muertos. Que no había forma de volverlos a la vida. Pero ese hombre murió, resucitó, y ahora está destruido. Él y sus conservadoras ideas. Quedando más que claro que sí es posible traer de vuelta a los muertos.
—¿No estará pensando en…?
—Usted la escuchó anoche ¿no, padre? Era ella, me necesita. Dijo que necesitaba nuestra ayuda…
—¡Por ningún motivo, hijo! ¡Por ningún motivo! ¿Te das cuenta de lo que me estas proponiendo? ¡Esta es una treta del diablo, no caigas en ella!
—Conozco la voz de mi mujer, no era ninguna treta.
—¿En serio serías capaz de desposar a una zombie?
Villarroel no contestó. Miró a un rincón perdido, con la boca entreabierta. Con una seria expresión, el padre se le acercó.
—Lo más prudente es que nos vayamos lo más pronto de aquí. No estamos preparados para hacer frente a un ataque zombie. Debemos volver a Cuba por refuerzos…
—¡No, no nos iremos! ¡No todavía!
—Capitán, corremos peligro en esta isla…
—¡Nadie se mueve de aquí hasta que yo lo diga!— insistió el capitán, golpeando con su mano sana la mesa.
El padre le dio la espalda y salió, golpeando fuertemente la puerta al cerrarla.



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