sábado, 6 de diciembre de 2014

"Claroscuro" por Paul Eric












Ilustración por All Gore.









Está frente a mí. La botella de whisky está plantada, allí, en la mesa, y la miro de reojo, al tiempo que un escalofrío recorre mi cuerpo. La borrachera de la noche anterior sigue latente hoy, la siento en mi sangre, en el palpitar de las sienes, en mi tufo maloliente, en el calor y el tiritar de mi cuerpo. «No quiero beber más» y, sin embargo, ahí está Chivas, con voz venida de todos lados, directo a mi cabeza:


—Pero sí quieres un poco más —su sonrisa diabólica es ronca, única—. Vamos, mierda, que aún me queda un concho. Mátalo. ¡Vacíame!

Y, como atraído por un imán, destapo la botella y de ella misma bebo el pequeño sorbo. Vaciada. Ahora la culpa puede burlarse de mí, tal cual hace Chivas, o Johnnie, o alguna espumosa, rubia y helada cerveza, algo más retocado y menos dañino. Pero la culpa es igual al final. La noche anterior discutimos con mi pareja, alegó que llevaba tres días pidiéndome sexo, o que al menos besara su flor para que pudiese acabar. Hoy lo intenté, y pese a que levantó su trasero de manera tal que tenía su ano y su vagina justo frente a mi rostro, después de un par de mordidas por sus glúteos, de masturbarla y lamer sus pliegues, Chivas seguía en mi mente, burlándose. «No puedo hacerlo», dije. «Terminarás consiguiendo que lo nuestro acabe» respondió. Entonces le dije que si, al menos, se detuviera a pensar que vivo —y duermo— con monstruos en mi cabeza todos los días, quizá, podría comprender. Entonces tapó su desnudes, y la perfecta curvatura de sus senos y muslos desaparecieron bajo las sábanas. Lloré desamparado a un costado de la cama, quizá, esperando algún consuelo de su parte, pero lo que conseguí fue su mutismo. Lamenté que no quedara alcohol. Tampoco dinero. Sin entender el por qué, me largué al baño y, casi sin notarlo, sin motivo aparente, comencé a jalar el forro de mi pene. Éste comenzó a crecer lento, hasta alcanzar las dimensiones normales de toda la vida. De una excitación venida de la tristeza, comencé a sentir placer cuando la botella de Chivas Regal tomaba forma de mujer —la llevé conmigo pese a estar vacía—, y la boca de ésta se tornó en labios carnosos. Entonces ella fue directo a mi entrepierna; cada vez que mi glande entraba por la cueva, de mezcla de vidrio y suave carne de labios, mi pene se emborrachaba, mis muslos se tornaban rígidos, mis brazos estaban tensos sujetados al inodoro. Placer infinito. 

Cuando todo acabó, no hubo botella cerca, ni algún olor a alcohol —excepto el mío que, aún, quedaba de la noche anterior—, tampoco rastros de semen. Todo lo que vi fue el suelo meado por todas partes. ¿Es que había alucinado con una mujer? No, siquiera fue eso. ¿Aluciné con labios compuestos de alcohol que me daban sexo oral? ¿En qué nivel me encontraba? ¿Era esto alcoholismo o, aún peor  un delirio absoluto? Pregunté a mi mujer cuánto había pasado desde aquella vez en que me negué a complacerla, pues eso daba un indicio que —justamente la noche anterior a ese día— tomé por última vez. «Cuarenta días» Respondió. Las sienes de mi cabeza palpitaron como latigazos imposibles, sufría de lagunas mentales, y tras escuchar que pasaron esos días algunas imágenes, fotografías, fui capaz de recordar: salí de un bar y tres tipos discutían algo conmigo, uno de ellos me dio un golpe con su puño justo en la ceja. Instintivamente me llevé la mano hacia esa zona, pero no había rastros ni dolor. Otra imagen: crucé la Alameda en dirección al centro de Rancagua, no miré a los costados ni tomé atención a semáforos, mientras un tipo gritaba con euforia algo que no recuerdo. Entonces ahí estaba la voz de mi mujer nuevamente, consoladora como siempre. «Dicen que si todo sale bien, tras un año podrás salir de aquí» «¿Salir de dónde?» Pregunté. «De aquí…» Con dificultad, intenté enfocar lo que fuese. Justo encima de mí, en el techo, vi luces que me cegaban. Mis brazos estaban amarrados. Desesperado, grité. «¡Enfermera!» Llamó mi mujer, y, sin demoras, llegó una mujer obesa, de pelo negro hasta los hombros y mirada seria, con tres jeringas. Antes de ser drogado y volver a dormir, mi amante verdadera, Chivas, me confesaba que me tenían aislado con camisa de fuerza. 

—Está esperando un bebé de otro hombre. Tu mujer.

—Pero eso no puede ser —dije—. Ella dijo que me ayudaría con mi problema.

—Y lo está haciendo —dijo la botella de labios complacientes—. Te trajo hasta acá porque, de otro modo, serías un saco de huesos enterrado bajo tierra.

Y en sueños, mientras me sentía limpio, vivo y puro. Aún en ese estado, en ese lugar sin nombre, volví a sentir aquella sed única, incontrolable. Chivas lo supo y se apareció.

—¿Quieres que te complazca de nuevo?

—Sí.

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