Manuel
remaba con todas sus fuerzas. No importaba hacia donde lo llevara su
huida, solo le interesaba agrandar al máximo la distancia entre él
y aquel lugar. La adrenalina apenas atenuaba los calambres que se
apoderaban de todos sus músculos, los dolores articulares que
invadían principalmente sus manos y espalda, y la vergüenza que
carcomía su alma a cada segundo. Esa tormentosa madrugada había
resultado peor que cualquiera de sus pesadillas, y ahora debía
seguir luchando contra la mar por su vida, mientras rogaba porque
ninguna otra calamidad empeorara su casi malograda existencia.
***
Manuel
era el patrón de un barco mediano de pesca industrial algo viejo,
pero aún completamente funcional gracias a los cuidados que se le
daban y a una esmerada mantención. Por ya casi treinta años
llevaba haciendo de la pesca su vida y sustento. A diferencia de la
mayoría, era responsable con los recursos que extraía. La mar podía
ser muy generosa, pero a la vez veleidosa y agotable; así, era
cuidadoso de pescar sólo lo necesario para su subsistencia y la de
aquellos que trabajaban con él; gracias a su forma de enfrentar a la
naturaleza nunca le había faltado nada en la vida, e inclusive
quienes se habían ido de su lado a trabajar por su cuenta y seguido
su ejemplo, también habían logrado prosperar y ser exitosos.
Mientras
abordaba recordó a su padre, hombre de mar —como también lo fue
su padre, y el padre de su padre— quien le enseñó una costumbre
exclusiva de su familia y cuyo origen se perdía en la noche de los
tiempos, que causaba risas y burlas en el resto de los pescadores,
pero que para quienes llevaban su apellido era tan sagrada como la
honra de su madre o la protección divina de San Pedro apóstol: en
cada faena el primer pez que sacara debía ser devuelto vivo como
ofrenda a la mar, para mostrarle respeto y agradecimiento por las
décadas de sustento familiar. Manuel nunca dejaba de cumplir esa
máxima ineludible, que aprendió a los siete años cuando por
primera vez fue de pesca; también recordaba como si fuera ayer que
en su inocencia se atrevió a preguntar el porqué de dicha
tradición, recibiendo un doloroso bastonazo en la cabeza de manos de
su abuela, “¡Las tradiciones se siguen, no se cuestionan!”. A
pesar de todas las travesuras de su niñez, las locuras de la
adolescencia y del entorno agresivo en el que había nacido, aquella
fue la única vez que alguien de la familia lo golpeó.
Esa madrugada no parecía distinta a las demás. Tanto Manuel como los hombres a su cargo se preocupaban de revisar los aparejos del barco, los paños de redes, el funcionamiento de los motores y los niveles de petróleo en el estanque. De improviso uno de los pescadores, Pedro, hombre de mar añoso y confiable, llegó acompañado de un muchacho desgarbado de semblante algo sombrío y rostro cansado que resultó ser su hijo de dieciocho años. El Pedro chico, recordó Manuel que lo llamaban. El hombre de mar le pidió permiso para llevarlo y comenzar su instrucción en el oficio. “El muy porfiado se niega a seguir estudiando o a trabajar en lo que sea en tierra. Y para colmo tiene a la pareja embarazada. ¿Qué va a ser de esa pobre criatura...?” concluyó preguntándole al cielo sin atisbo de esperanza. El hijo escudriñaba en silencio el viejo barco y, pese a que era aludido a cada rato, no mostraba interés alguno en la conversación. Según su padre el joven parecía no entender normas o no querer seguirlas, lo que quedó de manifiesto cuando Manuel le ordenó colocarse chaleco salvavidas, a lo que respondió con no seco, sin dar alguna razón lógica, por lo que le fue negado el permiso para abordar. Pedro hijo hizo ademán de alegar contra la determinación de Manuel. Este último se le paró enfrente en silencio, mirándolo fijamente hasta que el joven entendió que ese hombre hosco y más joven que su padre tenía más carácter que todo el resto de los tripulantes de la nave y todos los hombres que había conocido hasta ese entonces. El Pedro chico miró de reojo el semblante avergonzado de su padre y decidió ponerse el chaleco para no empeorar aún más su situación.
Esa madrugada no parecía distinta a las demás. Tanto Manuel como los hombres a su cargo se preocupaban de revisar los aparejos del barco, los paños de redes, el funcionamiento de los motores y los niveles de petróleo en el estanque. De improviso uno de los pescadores, Pedro, hombre de mar añoso y confiable, llegó acompañado de un muchacho desgarbado de semblante algo sombrío y rostro cansado que resultó ser su hijo de dieciocho años. El Pedro chico, recordó Manuel que lo llamaban. El hombre de mar le pidió permiso para llevarlo y comenzar su instrucción en el oficio. “El muy porfiado se niega a seguir estudiando o a trabajar en lo que sea en tierra. Y para colmo tiene a la pareja embarazada. ¿Qué va a ser de esa pobre criatura...?” concluyó preguntándole al cielo sin atisbo de esperanza. El hijo escudriñaba en silencio el viejo barco y, pese a que era aludido a cada rato, no mostraba interés alguno en la conversación. Según su padre el joven parecía no entender normas o no querer seguirlas, lo que quedó de manifiesto cuando Manuel le ordenó colocarse chaleco salvavidas, a lo que respondió con no seco, sin dar alguna razón lógica, por lo que le fue negado el permiso para abordar. Pedro hijo hizo ademán de alegar contra la determinación de Manuel. Este último se le paró enfrente en silencio, mirándolo fijamente hasta que el joven entendió que ese hombre hosco y más joven que su padre tenía más carácter que todo el resto de los tripulantes de la nave y todos los hombres que había conocido hasta ese entonces. El Pedro chico miró de reojo el semblante avergonzado de su padre y decidió ponerse el chaleco para no empeorar aún más su situación.
Esa
noche la mar estaba relativamente tranquila, como era de esperar para
esa época del año. El viejo barco se movía sin contratiempos sobre
las olas, avanzando hacia zonas más profundas donde hubiera bancos
de peces adecuados a las necesidades de los pescadores, a una
velocidad tal que los vaivenes parecían casi imperceptibles para
todos salvo para Pedro hijo, que sentía que cada movimiento se
llevaría consigo sus intestinos y su ya magullado orgullo. Luego de
navegar veinte o treinta millas mar adentro, Manuel ordenó detener
los motores. Era momento de echar las redes. En cuanto los paños
estuvieron llenos empezó la pesada tarea de recoger, teniendo
cuidado de darle tiempo al patrón de hacer la ceremonia; tal como
siempre antes de recoger la pesca, Manuel sacó con una red de mano
uno de los peces y lo devolvió con vida a la mar como ofrenda. Un
par de segundos después se escuchó en cubierta un grito ahogado, y
otra voz soltando una risotada sarcástica: justo antes de que Manuel
alcanzara a completar su ofrenda, el rebelde adolescente había
atravesado con un arpón otro pez, el que levantaba con orgullo como
trofeo para mostrarle a todos que él era más rápido que el patrón
y que nadie podía doblegarlo; cuando Manuel se dio cuenta, ya era
demasiado tarde.
La
mar se mantuvo calma por algunos segundos, dejando incluso ver el
reflejo de la luna en su lisa superficie; acto seguido y casi sin
romper el tenso silencio, una ola se alzó borrando el horizonte,
para barrer la cubierta y arrastrar a Pedro hijo, padre y dos hombres
más. El cielo, que hasta hace un rato lucía estrellado, se cubrió
de nubes negras mientras la mar se agitaba cual maremoto, edificando
enormes muros de agua que se ensañaron con el barco hereje. Los
tripulantes que se salvaron del primer embate corrieron a asirse de
lo que pudieran para resistir, mientras Manuel dejaba todo de lado
para correr hacia un bote de remos y ordenar a sus hombres que lo
siguieran, y así intentar protegerlos de lo que se vendría en
cualquier momento; pero sus gritos se ahogaron en el ruido que la
naturaleza emitía por doquier en esos instantes. No logró salvar a
ninguno. En cuanto el bote cayó a la superficie del agua, Manuel se
lanzó dentro y empezó a remar con todas sus fuerzas de espalda al
barco, sin mirar atrás; un instante después se escuchó un
monstruoso bramido que le hizo vibrar todos los huesos, seguido de
los gritos destemplados de sus hombres. Su corazón se retorció al
pensar si era peor que aquel alarido fuese de dolor, o de espanto.
Finalmente eterno y agónico crujido de agonía de fierros y madera,
dio paso a un ensordecedor silencio.
Manuel
remaba sin parar, tratando de ganarle al cansancio físico y mental.
Sin saber cuántas millas faltaban para llegar a la caleta y
guiándose casi sólo por instinto, seguía luchando contra las olas,
la lluvia, el viento y la marea, para intentar salvar su vida de la
ira de la mar; el hombre sabía que después de treinta años de
bonanza una debacle como es no debía alejarlo de su vocación, y que
la mar había sido demasiado generosa con él y varias generaciones
de sus antepasados como para tener el derecho de reprocharle algo.
Mal que mal, la mar solo estaba cobrando el justo precio por el
desprecio del hombre a las reglas que la vida imponía a los
moradores de la Tierra, y que tan sabia y adecuadamente les había
hecho saber en su momento.
De
pronto la misma vibración que sintió segundos antes de escuchar la
muerte de su barco le remeció los huesos: una sombra tan alta que se
perdía en el techo de nubes se dejó caer, sumergiéndose, generando
una ola que le impidió seguir avanzando. Entonces emergió una
descomunal bestia grisácea con cuerpo de cachalote y que en lugar de
su cabeza habitual parecía tener incrustado un calamar de ojos
enormes y largos tentáculos que colgaban a los lados de la criatura.
Entre estos se dejaba ver la larga mandíbula original del cetáceo.
La bestia emitió un bramido que obligó a Manuel a soltar los remos
para protegerse los oídos. La descomunal mandíbula se abrió,
enfilando rumbo al diminuto bote. Entonces, uno de los ojos logró
enfocarlo, en lo que Manuel creyó ver reconocimiento. La bestia se
detuvo, enmendó su rumbo agitando con violencia su cola. Con salto
se hundió en las profundidades de su reino, no sin antes emitir un
nuevo bramido tan poderoso como los anteriores.
En
cuanto las aguas dejaron de agitarse, instintivamente empezó a remar
para seguir su incierta travesía. Tenía un nudo en la garganta que
le dificultaba pensar con claridad, pues recién se había revelado
antes sus ojos el verdadero motivo del bastonazo que treinta años
atrás le había propinado su abuela. La bestia que había destrozado
su barco, cobrado la vida de toda su tripulación y perdonado la
suya, estaba llena de cicatrices y restos de embarcaciones
diseminadas en la superficie de su irregular piel; Manuel alcanzó a
ver, pese a la sensación de muerte que se había apoderado de él,
que el monstruo tenía incrustado cerca del lugar en que parecían
fusionarse los dos animales originales reconocibles, un pedazo de
madera blanquecino con letras rojas deslavadas en que se alcanzaba a
leer “La Mar”, y que no era otra cosa que un trozo de la popa del
barco “La Marcela II”, en el que había muerto su abuelo por
burlarse de las creencias de sus antepasados y no respetar la eterna
tradición.
0 comentarios:
Publicar un comentario