'Noosphere' by Kiminjo |
1
La eternidad es un
concepto que no muchos seres pueden llegar a comprender. Lo digo con
propiedad. Sucede que, tal como le puede ocurrir a quien conoce un
lugar demasiado tiempo, aburre, cansa y lo único que se desea es
salir de ahí. Es mi sentir de hace incontables siglos: quiero
escapar, irme.
Morir.
Durante los últimos
milenios he tratado de aniquilarme muchas veces; más de doscientas,
pero siempre despierto luego de un extraño sueño en donde me
encuentro boca abajo en una playa de arena carmesí y húmeda. Allí
me estoy ahogando, por lo que levanto mi cabeza con urgencia para
lograr respirar, pero sólo
consigo despertarme y vuelta a lo de siempre.
He sido testigo de
tres eras planetarias; sus nacimientos, esplendores, decadencia y
término. Luego
viene el resurgimiento de todo, desde ese último rincón del mundo
que renace luego de acabar;
ese final que es
para todo ser vivo del mundo, menos para mí y otro grupo de hombres
eternos, de los cuales quedo
sólo yo en esta tierra, pues los demás han tenido la suerte de
encontrar el final del camino: La isla al borde del mundo.
Allá es donde me dirijo
en este momento.
Subí a la embarcación
hace cinco días en el puerto de Driüm, en el archipiélago de
Yailyé, costa meridional del gran continente de Ramaridam, en ésta,
la cuarta era del tercer planeta de este sistema solar: La Tierra;
así le nombraban en la era anterior.
2
El sol quema con
fuerza y los hombres trabajan en la cubierta, el timón y en las
velas. Hace poco comí y estoy de pie. Las palabras del moreno
retumban en mi cabeza: “Ve con la primera expedición hacia aguas
desconocidas, allí encontrarás la isla donde podrás morir y al fin
descansar”. Él partió hacía seis mil años; un breve interludio
para el tedio de estar en este mundo.
Cerca del timón
varios hombres y el capitán estudian un mapa, según oigo, es el
mapa de un mago, un iluminado que los llevará a encontrar los
tesoros más grandes del mundo y la riqueza infinita. No tienen idea
de lo infinito,
ni qué es ser un iluminado. El mapa lo dibujé yo hace varias
jornadas y lo hice correr por las posadas de marinos hasta que alguno
se atreviera a ir. Cayeron; me llevarán a mi muerte y a la de ellos,
breves criaturas inocentes. No se imaginan
lo que les caerá encima, muy pronto.
3
Me hice amigo de un
tipo llamado Sami, es de piel oscura, como el moreno.
Es gracioso y a su vez sabio para su
corta existencia. Dice que cuando encuentre el oro sólo tomará un
poco para tener una vida saludable y decente, que no desea ser rico,
pues a los ricos la gente los odia y él no quiere ser odiado.
Lástima, pienso. Nunca va a poder regresar.
Es mediodía y las
nubes caen junto con una fuerte lluvia y vientos huracanados. El
barco se mece con brusquedad en
las frías aguas del mar del Güem. Unas cajas se sueltan de sus
amarras y caen en la cubierta dejando ver su contenido: dos niños
pequeños y una mujer de unos quince años. ¡No!, me digo
acongojado, esto no debe ser así. Pero sé que es muy tarde y nada
puedo hacer.
4
Ella es Raía y los
niños son sus hermanos. A nadie parece importarles. Ella me dice que
huyeron de Driüm para no ser prostituidos en las casas
verdes del cerro grande; según ella es
preferible la muerte a caer en las manos de los proxenetas. Sólo
le digo que sí. Los niños me miran asustados. Saben lo que es la
muerte y no la quieren. A su edad yo tampoco la deseaba.
Estúpidamente me prometo mantenerlos a salvo mientras viva. Río,
al darme cuenta de la idiotez que he prometido. Pienso que podría
vivir un millón de años más y seguiría siendo un imbécil.
La tormenta no amaina y
está oscuro. La tripulación, veinte hombres incluyéndome, está en
estado de alerta. Alguien dice oír un rugido, que no era la
tormenta, que venía de abajo, del mar, que se oía como un grito
profundo. Puede ser, pienso, ya nada me extraña. Raía me mira fijo
y con temor mientras abraza a sus hermanos, le sonrío, les digo que
se afirmen con fuerza.
Al terminar de hablarles,
el barco se ladea con una violencia increíble, alcanzo a sujetarlos
bien y me agarro con todas mis fuerzas a un mástil. Vuelan varios
hombres, unos muy jóvenes, casi niños, quienes lloran al buscar
inútilmente con sus brazos algo a que aferrarse. Veo la
desesperación, sus ojos marcados por el miedo al momento que se
aproxima, el cual llega sin aviso y con la descomunal fuerza de un
monstruo primigenio, emergiendo de las oscuras aguas y tomando con
sus bermejos tentáculos a tres tripulantes que volaban por los
aires. Los aprieta con una terrible fuerza, revientan, sus intestinos
se mezclan con la lluvia, caen en la cubierta, sobre todos nosotros,
hay gritos, vómitos, miedo.
Raía y sus hermanos se
me han soltado.
Los busco, temo por
ellos, es tonto, no es lógico, sé qué les sucederá a ellos y a mí
no. Recuerdo muchas de mis casi muertes: devorado por un
Tyranosaurio, muerto en el interior de un volcán, acuchillado,
decapitado, desmembrado, desmaterializado en Sodoma, pulverizado en
Nagasaki... siempre volviendo a la vida, restaurado y sin ni un
rasguño.
Nada puedo hacer. La
mujer es tomada por uno de los tentáculos y partida en dos, su grito
desgarra la tormenta, es agudo y casi musical. Se corta de improviso
como la misma tormenta. El monstruo se hunde en las aguas que poco a
poco comienzan a calmarse. Los dos niños lloran desconsolados sobre
trozos de carne y huesos, sobre su hermana.
La cubierta me recuerda a
los ritos caníbales de una raza de la segunda era.
5
La tripulación ha
disminuido notoriamente. Somos diez más los dos niños. Muchos se me
acercan para hacerme preguntas, como sintiendo la diferencia entre
ellos y yo. Pienso en la posibilidad de que me culpen por todo. Ya me
pasó una vez en la segunda época, cuando los Damreh viajaron más
allá de las rocas cuerno para buscar nuevas tierras, para finalmente
descubrir el continente de Pihú y fundar su gran ciudad de
Mosekladht; fui lanzado al mar por culparme de la plaga de sarampión
la cual mató a casi toda la expedición y, haciendo los cálculos,
puede que hayan tenido toda la razón.
Pero no. Veo en el rostro
de esta gente algo más allá del miedo, hay una suerte de esperanza
en mi persona. Creen que soy algo así como el guardián de su
misión, un enviado, un ángel. No puedo evitar reírme.
Galy, el niño más
pequeño, de unos cuatro años, me abraza y no me suelta. Su hermano,
Dah, observa por la borda el oleaje con la mirada perdida.
Oscurece, siento algo
malo flotando en el aire. Un marinero me pide que lo ayude con unas
cuerdas y lo hago. No tengo miedo, a diferencia de todos soy el único
en busca de la muerte, que no la rehúye, que la añora.
Alguien reparte unas
raciones de alimento, también licor, mucho licor; para ayudar a las
frágiles mentes a superar el horror y el miedo. A los pocos minutos
oigo las primeras risas y también órdenes para no perder el rumbo
de la embarcación. Un marino de piel morena guía al timonel basado
en las estrellas. Todo ha vuelto a la normalidad, salvo por el olor a
sangre que aún queda rebotando en la cubierta y en la ropa de
varios.
Está oscuro, sólo
algunas lámparas lograron salvarse del ataque del monstruo. Sé que
algo va a suceder pero, como los otros, estoy ciego y a la espera. De
pronto, una música comienza a llenar el ambiente y sé de donde
viene ese sonido. Hay inquietud y muchos comienzan a rezar a sus
dioses o antepasados.
Son cantos. Dulces y
atrayentes, que penetran por cada rincón.
Sirenas.
Muchas sirenas que hacen
chapotear el agua al costado de la embarcación. Sus cantos comienzan
a embrujar a todos los presentes, hasta a los niños que van a mi
lado. ¿Mamá, hermana?, preguntan, con los ojos muy abiertos y una
amplia sonrisa.
El capitán, un tipo
gordo, alto y de abultada barba gris, ordena a todos taparse los
oídos, lo cual yo no hago. Pero es muy tarde para tres marinos,
dentro de los cuales está Sami, los cuales se lanzan a las aguas
extasiados en busca del placer que aquellas voces prometen.
Muchos miramos hacia las
oscuras aguas por si vemos algo. Pero no, solamente oigo el corto
grito de los hombres y nada más. Unos momentos después tres
esqueletos completos, sin nada de carne, son lanzados desde el mar y
caen en la cubierta. El sonido de los huesos al golpear la madera es
gracioso, casi tribal, todos están espantados. El canto se reanuda y
varios marinos con vendas en los oídos disparan sus flechas hacia
las oscuras aguas. Al cabo de unos minutos el canto cesa. Tengo a los
dos niños desesperados entre mis brazos, dos marineros me observan y
me preguntan por qué estoy con esos niños y no los dejo morir. Les
respondo que por lo mismo no deseo su muerte; son niños y no tienen
culpa. Uno de ellos, delgado y de ojos saltones, me dice que estamos
condenados y nos hemos transformado en los peces para el demonio que
vive en el mar: el verdadero pescador. Le digo que lo sé, que por
eso estoy allí con ellos. Ambos me miran en silencio y dan media
vuelta.
Quedamos nueve,
incluyendo a los hermanos de Raía.
6
Amanece. El sol brilla
como lo he visto desde hace millones de años. No hay gaviotas y
corre una débil brisa. Es obvio que estamos aún en alta mar.
Recuerdo los
diluvios de las épocas pasadas, mi caminar bajo las aguas y los
cuerpos danzantes entre las corrientes marinas. Un bello baile que a
Belcebú le hubiera gustado filmar si en aquel tiempo las cámaras de
video hubiesen existido. Me río.
Al parecer de una manera muy escandalosa, porque todos me observan.
Pero mantienen distancia. Ahora me temen.
Siento cómo una
flecha golpea mi espalda. Rebota. Noto a mi piel brillar y poseer una
fuerza nunca antes experimentada. Sé que desean matarme, me creen el
responsable de su desgracia. Río
más todavía, pues sí soy el responsable y no hay nada que puedan
hacer.
Disparan muchas flechas
en mi contra, trato de detenerlas para que no dañen a los niños,
les digo que no sigan, que sólo lograrán matarlos a ellos.
Es tarde. Una flecha
atraviesa el cráneo de Dah sin darle oportunidad, mientras Galy cae
abatido por tres flechas que cruzan su pequeño cuerpo. Me enfado y
voy decidido a enfrentar a todos esos cobardes. Golpeo a tres
mientras los restantes se me tiran encima. Los siento como almohadas
sobre mi cuerpo, me muevo para sacarlos, los insulto, les digo que
hagan lo que hagan van a morir igual, pues yo también moriré y es
lo que más deseo. Se detienen.
El capitán se acerca
temeroso y me pregunta si los puedo salvar. No respondo. También
pregunta si podemos regresar. Le digo que no lo sé, que lo intente.
Miento. Enseguida les da las órdenes a los hombres que quedan, el
timonel y otro marinero más dan vuelta a la rueda del timón para
hacer virar el barco. Yo, por mi parte, tomo los inertes cuerpos de
los niños, los abrazo, les pido perdón y sé que no estoy
mintiendo.
El barco logra girar
apenas unos treinta grados y un fuerte viento lo azota desde atrás,
empujándolo de una manera que ninguna embarcación podría resistir,
pero resiste y todo lo que estaba en el barco violentamente se va
hacia la parte trasera producto de la inercia. Dos hombres son
reventados por el mástil principal el cual cae sobre ellos, dos más
salen disparados del barco, los cadáveres de los niños se me
arrancan de las manos. Nada puedo hacer.
Somos tres: el capitán,
un marino delgado de cabellera frondosa y yo.
No podemos movernos por
la aceleración. La embarcación es empujada sobre las aguas por una
fuerza ajena a este mundo. Presiento adonde nos lleva.
Sonrío ante la mirada
perpleja de los dos hombres que no dejan de temblar.
7
Llegamos.
Al detenerse, el barco
queda a flote y comienza a hacer agua. Nos hundimos. Los tres estamos
cubiertos por jirones de ropa.
Me levanto con dificultad para ver dónde nos encontramos. Enfrente, se alza una isla. La isla; mi esperado destino de arenas bermejas. Me lanzo a las aguas y voy en busca de mi anhelada paz. Tras mío se sienten los dos chapuzones de mis compañeros.
Me levanto con dificultad para ver dónde nos encontramos. Enfrente, se alza una isla. La isla; mi esperado destino de arenas bermejas. Me lanzo a las aguas y voy en busca de mi anhelada paz. Tras mío se sienten los dos chapuzones de mis compañeros.
Nado muy poco hasta que
toco fondo con los pies, camino. Estoy al fin en la playa que tanto
busqué. Grito que he llegado, que deseo mi recompensa. El capitán
me pide que calle, mientras el marino mira con nerviosismo en todas
direcciones hasta que baja la mirada y brama de horror.
– ¡Esto no es arena! –
grita.
– ¿Qué dices?–
pregunta el capitán.
– Que por los dioses,
esto no es arena– solloza el marino.
Miro con detención la
arena. No lo es. La toco. Es viscosa, se resbala por mis dedos, pero
no como pequeños granos como debería ser, si no como una saliva
rojiza, que no tiñe las aguas y que es suave al tacto.
Recuerdo el sueño.
La playa está repleta de
órganos humanos y carne que no parece carne, hay ojos entre la
arena, manos, dientes, bocas con la lengua afuera y pedazos de
pulmones e intestinos. Todo mezclado con esa arena, que ahora sé que
está hecha de huesos molidos, secados y vueltos a hidratar.
Formas sin tener forma.
Camino hacia el centro de
la isla, cuando de pronto la arena parece tomar la apariencia de un
gran brazo y toma al marino que se iba a lanzar al mar. Lo agarra de
sus cabellos, lo sacude con tanta violencia que le saca la cabellera
completa, dejando el cráneo del hombre desnudo, quien cae muy cerca
mío, emitiendo un golpe seco y por completo desnucado.
El capitán se me acerca,
me dice que no desea morir, que tenga piedad, que será un hombre
bueno y correcto al volver a su vida. Pero le respondo que no soy
nadie para salvarlo, pues yo sólo espero la muerte. Él no me
entiende, no tiene por qué, no sabe, nunca lo sabrá. La arena lo
engulle en un abrir y cerrar de ojos. Ni siquiera alcanza a gritar.
Oigo como sus huesos se quiebran y su carne es aplastada.
Estoy solo.
No transcurre ni un
minuto y el suelo comienza a levantarse frente a mí, luego se divide
en dos y su centro se abre como la vagina de una mujer.
Ven, me dice una voz que
yo sé que no es tal, ven y únete a mí para no ser más, muere al
fin, muere y cumple tu destino.
Es extraño,
pero dudo un instante. Al final entro en las palpitantes carnes
húmedas y de aroma indefinido. Formo parte del útero de este dios
que es la isla. De un momento a otro soy cuerpo y mente al mismo
tiempo. Me pierdo de mí mismo, me uno a un Yo único y allí
encuentro los otros eternos dentro del gran eterno. Soy más que lo
que fui y ya no seré aquel hombre nunca más, he muerto pero renazco
para formar lo que no está y para destruir lo que existe.
No soy yo.
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