Ilustración por Alex Olivares.
Mi
nombre es Benjamín Bórquez. Quisiera relatarles una historia que
está presente en el inconsciente de las personas de la Patagonia
Insular, y de los fiordos que están más al sur. Pretendo narrar la
experiencia que viví en mi juventud para que ustedes puedan generar
sus propias conclusiones.
En
1942, trabajaba en un aserradero en la desembocadura del río
Cisnes. Era común que los jóvenes saliéramos en busca de trabajo
muy lejos de nuestros hogares, cruzando el peligroso Golfo de
Corcovado para recalar en un lugar salvaje, franqueado por imponentes
montañas de cumbres nevadas y selvas inexploradas, con riquezas
extraordinarias. Aquí, en este confín del mundo, se asentaba el
aserradero en el que trabajábamos unas 50 personas. Sin embargo, la
temporada estaba llegando a su fin y era necesario buscar nuevos
horizontes.
Recibí
noticias de un tío paterno, capataz de una estancia en Cochrane, que
necesitaban un peón. Él me había recomendado, por lo que me
esperaban lo antes posible. Para llegar pronto a Cochrane era
imprescindible navegar en el Vapor Tenglo, que surcaba los mares
australes. Esta embarcación realizaba el viaje entre Puerto Montt y
Puerto Aysén, una vez al mes. Para embarcarme, debía esperar al
Tenglo que realizaba un complejo itinerario en los puertos de la Isla
de Chiloé y el Archipiélago de las Guaitecas, teniendo que surcar
las furiosas aguas del Golfo de Corcovado. Si se levantaba algún
temporal, obligaba a la embarcación a capear el temporal en Quellón
o Melinka y el itinerario cambiaba rotundamente.
El
aserradero comenzaba a disminuir su producción debido al mal tiempo
que adelantaba su aparición ese año, por lo que mi renuncia fue
aceptada sin problemas. Luego de que el capataz estrechara
fuertemente mi mano deseándome suerte, pasaron dos interminables
días de espera junto a cuatro hombres que se dirigían a diferentes
destinos del extremo sur, todos en busca de mejores oportunidades
laborales.
Entre
estos hombres llamaban la atención dos hermanos, de recia fisonomía
esculpida por los rigores del trabajo, sus nombres: Ladislao y
Artemio Chiguay. Gregorio Torres era otro, silencioso, de carácter
ladino y bajo perfil. Finalmente, Juan Coñoecar, hombre pequeño, de
mirada intrigante, se comportaba extraño; seguro se debía a su
procedencia, el pueblo de Quicaví en la Isla de Chiloé.
Nos
instalamos en una rancha construida para prestar refugio en
situaciones de forzosa espera. Allí acortamos las horas con partidas
de truco, tomando mate y fumando. Como el mal tiempo retrasara la
aparición del Vapor, no nos quedó más opción que armarnos de
paciencia y esperar.
En
nuestra tercera vigilia, el viento soplaba con fuerza, colándose por
las rendijas, provocándonos un frío estremecedor. Las partidas de
truco y el mate con punta influyeron en que nos quedáramos en vela,
alcanzándonos la madrugada. El temporal otorgó una tregua, y se
instaló una pesada bruma a nuestro alrededor, que impedía ver más
allá de una decena de metros.
Sólo
la tenue luz de mi lámpara iluminaba, dejando ver el lúgubre rostro
de mis compañeros como si de un vaticinio se tratara. Ya habíamos
perdido la esperanza de que el Vapor apareciera desde el Canal Jacaf.
El
sueño comenzaba a pasarnos la cuenta por lo que decidimos armar
nuestros camastros en el suelo, cuando una poderosa luz nos
sorprendió iluminando completamente el interior de la rancha, dando
la sensación de estar en pleno día del verano más radiante del que
tuviéramos recuerdo. Si aquella luz pertenecía al Vapor Tenglo, lo
extraño era no sentir los motores y no verlo llegar, a pesar de lo
atentos que estuvimos escudriñando la niebla.
Luego
de interminables segundos de ceguera, la penumbra retornaba y el haz
lumínico apuntó hacia la desembocadura del río, nos incorporamos
para observar directamente la embarcación: quedamos atónitos.
Ladislao Chiguay, que sabía de embarcaciones, se sorprendió al ver
que las luces de navegación estaban ubicadas de manera insólita.
Sugerí que tal vez, en su estadía en Puerto Montt, el barco habría
sufrido alguna remodelación en su sistema de iluminación. Entonces,
convencidos de que se trataba del Tenglo decidimos descender en
dirección al muelle para abordar la chalupa y embarcarnos.
Mientras
caminábamos, una mezcla de temor e incertidumbre se fue apoderando
de nuestro ánimo. Juan Coñoecar, aseguraba que aquello no era de
este mundo. Estallé en cólera, estábamos tensos y no mejoraba las
cosas diciendo que el barco era de origen fantasmal. Le aclaré que
si estaba en desacuerdo de abordar, podía quedarse a esperar un mes
más su arribo, pero que nosotros no dejaríamos pasar la
oportunidad, menos por sus supercherías. Juan, atemorizado, no
reaccionó y el silencio reinó nuevamente dándome el control de la
situación. Los demás estaban confundidos, pero dispuestos a
terminar de una vez con la espera.
Al
llegar al muelle, comenzó a caer un aguacero, que nos empapó en
cuestión de segundos. Pese a esto subimos al bote y Artemio Chiguay
tomó los remos, llevándonos a través de la atmósfera acuosa. A
medio camino, entre el muelle y el Vapor, sólo oíamos los remos
entrar y salir del agua, secundados por el sonido sordo de la lluvia
torrencial. La embarcación a la que nos dirigíamos estaba en
completo silencio, para Gregorio Torres era extraño que los motores
estuvieran apagados. Los demás asintieron preocupados, con susurros
apenas perceptibles. Sin embargo, nunca dimensionamos el estado de
creciente temor en el que nos sumergíamos a cada instante.
Nos
encontrábamos ya a unos 50 metros del barco. Juan Coñoecar rezaba,
su siseo se sentía desde la popa del bote. De pronto, la potente luz
del Vapor giró, enfocándonos directamente, deteniendo nuestro
avance. Ahora al rezo de Juan Coñoecar se sumaba Gregorio Torres.
Los hermanos Chiguay, permanecían quietos y en silencio. En lo
personal, me invadió un miedo terrible, tanto que estuve a punto de
unirme a los rezos, pero en ese instante sucedió algo inesperado. Un
alarido trisó la atmósfera, dio paso a voces incoherentes y
carcajadas que parecían endemoniadas, que provenían del Tenglo. El
terror se apoderó de nosotros y antes de que pudiéramos recobrarnos
del pánico, un suave zumbido, como el de un panal de abejas, se
dejó oír. El agua comenzó a romper con fuerza sobre el casco del
Vapor o lo que fuera que navegara por esas aguas en nuestra
dirección, la colisión era inminente. Todo sucedió en cuestión de
segundos…
Ladislao,
que se encontraba en la proa, se lanzó al mar dejando tras de sí un
grito despavorido. Yo me paralicé, no supe qué hacer, estaba
entregado a la fatalidad.
Las
carcajadas provenientes del barco se hicieron cada vez más
inhumanas. Sentíamos la proximidad del desastre y esto nos
enloquecía. Gregorio se desplomó al interior de la chalupa, no pudo
soportar la tensión del momento, y Juan Coñoecar oraba ahora con
alaridos, capaces de destrozar los nervios más fríos.
Repentinamente, la luminosidad se esfumó, también cesó el ruido de
abejas y segundos después, en la absoluta oscuridad, el bote fue
súbitamente azotado y elevado por los aires por una gigantesca ola.
Estuvimos a punto de zozobrar, sin embargo, la providencia que en
estos casos se muestra misericordiosa, aún nos protegía.
Violentamente
volvimos a nivel del mar, desorientados y a la deriva. Artemio había
soltado los remos. Fue difícil mantener la calma luego de esta
extrema situación.
Juan
Coñoecar, tendido sobre el cuerpo de Gregorio Torres, intentaba
reanimarlo. Artemio llamaba desesperadamente a su hermano, sin
obtener respuesta alguna, el tiempo transcurría y las gélidas aguas
eran impiadosas con las almas que caían en ellas. De pronto, oímos
una voz en la lejanía pidiendo auxilio. Comenzamos a remar
frenéticamente con nuestras manos en esa dirección, mas no logramos
ver nada sobre la superficie del agua, sólo su voz nos guiaba hasta
que dimos con Ladislao que flotaba asido a uno de los remos. Era tal
el estado de shock y de hipotermia en el que se encontraba, que se
nos hizo muy difícil subirlo.
Una
vez en la chalupa, Chiguay no dejaba de repetir que el Tenglo se
había sumergido por debajo de nuestro bote, levantándonos a mucha
altura. De inmediato, Juan Coñoecar atribuyó el desastre al barco
fantasma conocido como El
Caleuche, gatillando
nuestra imaginación y sembrando un miedo aún más intenso al ya
vivido. Sabíamos, por las leyendas, que muy pocas personas escapan
vivas de un encuentro con este barco fantasma y las que lo hacen,
perecen bajo extrañas circunstancias poco tiempo después.
Artemio
Chiguay, trabajó desesperadamente con el único remo que poseía;
mientras nosotros ayudábamos con nuestras manos. Exhaustos y
aterrorizados, logramos llegar al muelle y descansar por un instante.
Sacamos
fuera del bote a los débiles. Ladislao y Gregorio, conscientes del
peligro que acabábamos de vivir, balbucearon algunas palabras
temerosas, mientras que Juan Coñoecar, con ojos felinos, me
enrostraba la advertencia hecha y desoída por todos nosotros gracias
a mi intervención. Para él, todo coincidía; nos habíamos
enfrentado al Caleuche.
«Este
barco se presenta en las noches más oscuras, aparece de la nada y es
capaz de navegar inclusive bajo el agua, por esa razón, fue
imposible notar su presencia. Siempre navega iluminado y sus
tripulantes son marineros muertos en vida, cuyo idioma es imposible
de descifrar». Replicaba con vehemencia Juan Coñoecar.
Ya
no cabía duda alguna, acabábamos de ver al mismísimo Caleuche, y
nos habíamos salvado de milagro.
Luego
de darle muchas vueltas a lo sucedido, decidimos retirarnos en
silencio a nuestra rancha. El corazón me latía desbocadamente,
dábamos gracias a Dios por habernos protegido de tan maléfica
aparición, aunque nos acongojaba el temor a la leyenda que dice que
nadie escapa de una experiencia así, que el Caleuche termina
cobrando su precio.
El
hecho que les he relatado es verdadero. Con él he cargado el resto
de mi vida. Sin embargo, mi salvación vino de la mano de un
acontecimiento anecdótico. Un hecho tan claro y revelador que me ha
llevado a pensar que lo sucedido aquella noche de febrero del año
1942 no es más que el fruto del miedo, de la superstición e
ignorancia en la cual nos fuimos envolviendo y adentrando a medida
que los hechos nos parecían menos conocidos.
En
Punta Arenas, luego de largos años, observé una película
ambientada en la Segunda Guerra Mundial, donde un acorazado americano
combatía ferozmente con un submarino alemán y en una de sus
escenas, tuve la visión que estremeció mi entendimiento. El
submarino emergía de las profundidades del mar, de la misma manera
que El Caleuche que creímos ver aquella noche.
Esa
imagen me ha permitido plantear conjeturas, que por lo demás,
explican la gran cantidad de avistamientos realizados en la Isla de
Chiloé y en los canales australes vinculados al Caleuche por
aquellos años.
Después
de investigar y preguntar a personas, que por aquellos años vivieron
en la zona, es que me permito aseverar que el barco llamado Caleuche,
tan temido por generaciones, no es más ni menos que un submarino
alemán, o varios en realidad, los que emergieron por estos parajes
en plena Segunda Guerra Mundial, con la intención de abastecerse de
alimentos, específicamente de papas y carne, trabando solapadas
transacciones comerciales con lugareños y colonos, algunos de los
cuales también eran de origen alemán. Estos encuentros sucedían en
los sectores menos poblados del sur de Chile. Si comparamos las
características propias de un submarino, agregándole una
tripulación que posee un idioma incomprensible para las personas de
habla hispana, obtendremos las mismas señas y cualidades atribuibles
a nuestro criollo y fantasmal Caleuche.
Aquella
noche de 1942, en las solitarias aguas australes, la total ausencia
de sonido, su aparición fantasmal, la potencia de sus luces
incandescentes, las risas endemoniadas, las palabras indescifrables y
la desaparición por debajo de nuestra chalupa, confirman claramente
que aquello que Juan Coñoecar y el resto de los desafortunados
testigos atribuimos al Caleuche, no es más que un desdichado
encuentro de cinco hombres temerosos, con un artilugio tecnológico
muy desconocido para la fecha y lugar en que nos encontrábamos en
aquel entonces.
Para
quién aún tenga dudas de lo que acabo de relatarles, escribo
textualmente la descripción que hiciera
Manuel Romo Sánchez
en su Diccionario de
la Brujería de Chiloé,
acerca del Caleuche.
«Caleuche.
m. Barco mítico que recorre los mares tripulado por brujos y marinos
muertos en naufragios. Cuando se le ve, se observa que está muy
iluminado y en su interior se aprecia el bullicio de una alegre
fiesta. Puede alcanzar grandes velocidades, tiene el poder de hacerse
invisible y de navegar tanto sobre la superficie como bajo el agua.
Suele ocultarse en medio de una densa niebla».
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