Ilustración por All Gore.
Cuando el horizonte había devorado por completo al sol, saboreando hasta el más pequeño y postrero rayo, el último de los pasajeros del S.S. Prosperous abordó con su pequeña maleta y el paraguas que lo protegía de la llovizna que, a pesar de su suavidad, extendía una espesa capa sobre la cubierta.
Luego de
zarpar, pasajeros y oficiales se reunieron en el comedor para la
cena. Todos excepto Alexander Pimur, que se excusó diciendo que
había comido suficiente como para varios días, en un comentario que
solo le causó gracia a él, como pudo confirmar el capitán al
repetirlo en la mesa. No le había gustado aquel tipo, pero había
pagado buen dinero por una de las pocas plazas con que contaba.
Tampoco estaba la hermana Marianne, que se acostaba temprano como
buena religiosa.
En la
habitación se encontraban el capitán Alexei, su primer oficial
Charles Pitchard, el segundo oficial Gustave Melle, el tercer
oficial, Bruno Albacete, el jefe de máquinas, Dwayne Lieber, además
del comerciante Roger Blanche y su hija Rose.
—El joven
Alexander apareció hace algunos días buscando plaza para Londres
—ante la insistencia de Blanche, el capitán comenzó hablar sobre
el pasajero que había retrasado el desamarre—. Me contó acerca de
su enfermedad y que necesitaba una cabina individual, ya que debe
encerrarse durante el día, incluso si el cielo está completamente
nublado. Le dije que, aunque sí teníamos como destino Londres, no
contábamos con el espacio que él requería. El último camarote
disponible había sido tomado por un matrimonio de recién casados.
—Que
horrible lo que les pasó —comentó Blanche.
—Fue una
suerte —dijo Albacete con la boca llena, salpicando migas—, pagó
más del doble que los Rymer.
El capitán
quiso fulminarlo con la mirada, pero el tercer oficial no quitó los
ojos del plato.
—Las
calles de La Rochelle están cada vez más peligrosas. A veces me
recuerdan a París.
—¿Y cómo
es que murieron? —preguntó la pequeña Rose, con una sonrisa
curiosa que se apagó ante el reproche silencioso del entrecejo del
padre.
El capitán,
algo contrariado por tener que profundizar en el tema, respondió
escueto.
—Prefiero
ni enterarme. El detective que vino a hablarnos buscando algún
indicio, no fue capaz de contármelo. Cuando se lo pregunté, solo se
puso pálido, como si se le hubiese ido toda la sangre del cuerpo.
—Que
jugosa está la carne.
Al ver como
Albacete se llevaba a la boca un gran trozo de carne sin esperar a
tragar lo que ya tenía medio masticado, y volvía a cortar otra
porción escurriendo sangre; el capitán perdió el apetito. A juzgar
por los servicios que habían quedado inmóviles sobre la mesa, el
resto de los comensales también. Todos excepto Albacete, por
supuesto.
***
No había
nada que Charles odiase más que tener guardia nocturna en el puente
de mando, la primera noche luego de zarpar.
El trabajo
en mar era pesado, mas no tenía comparación con el de carga. Sobre
todo bajo el mando de un capitán tan avaro como Alexei Ungarisch,
que era conocido en todo La Rochelle como el que peor pagaba a los
estibadores. Gracias al poco personal que lograron reunir, terminó
rendido y apenas lograba mantener los ojos abiertos. Ya había dado
una docena de vueltas por la cubierta, dando pequeños sorbos a la
petaca de whisky, al fin que ambas cosas terminaron dándole más
sueño en lugar de despejarlo. Un intenso olor a incienso rancio lo
invadió, y la poca voluntad que la somnolencia le restaba, no le
bastó para levantarse y averiguar el origen.
Los
párpados se le cayeron como el pesado telón de una obra que entraba
en un interludio.
***
No era la
primera vez que se sentía observada.
Estando
sola en su celda casi podía imaginar como la mirada de Dios tocaba
la piel de su rostro mientras, arrodillada en una bandeja con maíz,
rezaba, penitente. Nunca se había cuestionado, hasta este momento,
porqué la omnipresencia del Señor cesaba cuando se quitaba el
hábito, ya fuera para asearse o para el flagelo. Hasta Dios Padre
ha de sentir pudor, como nosotros sus hijos, pensó la hermana
Marianne.
Sin embargo
ahora que sólo llevaba la enagua mientras se azotaba la espalda,
unos ojos parecían rondar el camarote y asomarse por la rendija de
la puerta, que no dejaba pasar una aguja; a través de la escotilla,
que daba hacia el mar; desde debajo de la litera, donde no había más
que un bidé.
En nada
aportaba a disipar el ambiente enrarecido, el olor que había
acompañado en su llegada a la paranoia de verse espiada. Supuso que
sería algún marino fumando tabaco aromatizado. Mañana hablaría
con el capitán para averiguar, de manera sutil, la identidad del
fumador.
Terminó de
lavarse las heridas y se vistió rápidamente, para acabar con esa
sensación que ya se había vuelto sofocante.
Apenas puso
la mejilla en la almohada, la hermana Marianne entró en un profundo
sueño, que ni el ojo vouyerista ni el de Dios lograrían inquietar.
***
La pequeña
Rose se escabulló apenas los ronquidos de su padre le aseguraron que
no despertaría con su escapada.
Había oído
al capitán decir a Charles que tendría la primera guardia nocturna.
Esperaba que no se le hubiese unido ninguna compañía, en especial
aquel tipo raro que abordo al final.
Quedó
prendada de Charles desde que lo viera cargando las mercancías de su
padre. No era como los trabajadores de la fábrica, viejos tristes y
quejumbrosos, ni mucho menos como sus imberbes amigos, que
cotorreaban a su alrededor con voces aflautadas que se quebraban en
esos ridículos tonos de la pubertad.
La llovizna
había cesado, pero en cambio el frío la golpeó al salir a
cubierta, y a punto estuvo de regresar por el chal que no quiso usar,
porque cubriría ese cuello que tanto alababan sus amigos. El telón
de estrellas la sobrecogió con su millar de puntos titilantes, cuyo
brillo junto al de la luna creciente, bañaban de plata las aguas
calmas.
En su pecho
anidó la esperanza de vivir una noche perfecta.
Avanzó
hacia el puente de mando, naufragando aquella esperanza al encontrar
a Charles en una pose muy poco atractiva, sentado en la silla,
doblado sobre si mismo, con un hilo de saliva que colgaba desde el
grueso y relajado labio inferior, para depositarse en un pequeño
charco espumoso. Indignada, como si el durmiente hubiese incumplido
con un compromiso, cubrió el trecho que los separaba dando pisotones
que hicieron retumbar el piso del puente. Se cruzó de brazos frente
al marinero y lo increpó.
—¡Señor
Charles! —ante la nula respuesta reiteró su llamado, esta vez
sacudiéndole por el hombro— ¡Señor Charles!.
El señor
Charles persistió en su inconsciencia.
Rose
reprimió el deseo de chillar de impotencia. Lo que menos quería era
hacerse oír por su padre. Un detestable olor a humo dulzón la
terminó de expulsar de la habitación. Divisó el puente de proa y
decidió que ese sería su destino. Avanzó entre aparejos y
mástiles, hasta que un movimiento a su izquierda la hizo dar un
salto. Se ocultó tras un tubo de ventilación.
Lo que vio
no tenía sentido.
Una silueta
ascendió desde el mar por babor, y descendió con la suavidad con
que una hoja cae frenada por la brisa. No supo si fue la oscuridad o
las caprichosas lágrimas que venía reteniendo hace un rato, pero
esta forma vaporosa se fue definiendo hasta tocar cubierta con lo que
entendió, eran un par de pies. Se quedó petrificada por el miedo,
sí, pero anhelando que esa inmovilidad evitara que aquello que había
abordado no la notase.
Recordó a
su madre en el ataúd abierto, cuando el invasor giró el rostro en
su dirección. Ambos tenían los labios recogidos exhibiendo unas
encías pálidas e igualmente contraídas, con unos dientes
monstruosamente largos.
Era la
única imagen que se le venía a la mente al pensar en su madre.
Era lo
único que lograba ver en ese momento, aquella boca que se torció en
un puchero sardónico. Esas fauces que dijeron,
—Oh...
pequeña, aun no era tu momento. Acabo de comer lo suficiente para
varios días —Rose comprendió a quien pertenecían esas palabras.
El puchero se transformó en una ridículamente amplia sonrisa—.
Pero mi pecado es la gula.
Continuará...
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