Éramos dos bellos amantes
mas él era un niño de febril imaginación,
en excesos de opio alucinaba
en delirantes trances embebido de alcohol.
A cada instante su pobre corazón de niño
veíase en versos de horror cautivo.
Dedicábamos nuestro tiempo
a lecturas poco frecuentes
intentábamos encontrar
la manera doblegar la muerte
y así poder sobrevolar
el cruel destino inminente.
Aciága fue la noche en que me alcanzó
cobarde la invisible enfermedad.
Fatal y silenciosa
con sus plumas me rodeó.
En un último gemido,
luego de haberle pedido
a mi esposo que leyera por última vez,
aquél poema hermoso
recitando en voz alta, los últimos versos añosos
de Glanvill el viejo filósofo:
“El hombre no se doblega a los ángeles,
ni cede por entero a la muerte,
como no sea por la flaqueza de su débil voluntad”
y aún con los versos frescos en sus labios,
mi alma abandonó su cuerpo
tras esos versos sabios
Mi voluntad no era la muerte,
como en un sueño extraño y rodeada de seres profanos
sacudía mi cuerpo ligero pero encadenado.
Deambulaba entre los visillos de la habitación
tropezaba con los candelabros de oro
intentando andar en esa profunda ensoñación.
Poco recuerdo de aquél momento
mis pies parecían no tocar el suelo
y de mi corazón pendía un fino hilo
que me sostenía en el desasosiego
de aquél extraño limbo.
Llegó una impía mujer a nuestro lecho
Rowena de Tremaine
observaba yo a mi esposo
junto a la mujerzuela, de los cabellos de oro,
de ojos azules, de corazón irrespetuoso.
Tal era mi voluntad de vivir
que palpaba todo cuanto encontraba
para sentirme viva,
para sentir la vida.
La frente de Rowena con mis dedos acaricié
fue mi pálido toque, el que selló su destino
muerte traía en mis manos, muerte entregué
a la joven e irreverente mujerzuela
de ojos azules, de cabellos rubios.
Cayó enferma de fiebre
y el alma de esa mujer de su cuerpo arranqué.
En violentas sacudidas
Las cadenas de la muerte resquebrajé
luego de varios intentos
de aquellos seres escapé
y mi voluntad de vivir jamás abandoné
Sobre el cuerpo de la joven Rowena
mi alma posé,
oscureciose su cabello,
volví de mármol su piel.
Amortajada del lecho de muerte me levanté,
y mi esposo,
mi amado
de bruces cayó a mis pies
enloquecido, sin poderlo creer
gritaba y sollozaba:
“¡Ligeia!, ¡Ligea!, ¿cómo puede esto ser?”
acariciando su cabeza de niño perdido
los viejos versos le susurré:
“El hombre no se doblega a los ángeles,
ni cede por entero a la muerte,
como no sea por la flaqueza de su débil voluntad”.
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