Ilustración por All Gore.
Los pies de
Lilén sangraban mientras corría tras el caballo.
El jinete
miraba sobre su hombro, riendo. Cuando veía que la distancia entre
él y la mujer era demasiado amplia, frenaba su caballo para cabalgar
en círculos y alzar su botín.
Mientras lo
levantaba por el tobillo, el bebé berreaba más alto. Cuando la
mujer ya estaba a pasos de alcanzarlos, reanudaba la marcha entre
carcajadas.
Así la
atrajo hasta el río.
Desmontó y
se acercó a la rivera. Lilén gritó al ver que el hombre sostenía
a su hijo sobre las aguas y corrió aún más rápido, a pesar del
dolor de sus pies lacerados.
El jinete
desenvainó su espada corta y le rebanó el cuello al bebé.
La sangre
formó un arco cuando arrojó el cuerpo al torrente. Lilén calló de
rodillas. El rictus la poseyó por un momento, hasta que reaccionó y
se lanzó al rescate de su pequeño. El jinete montó y cabalgó río
abajo, sin perderle de vista. La mujer braceó buscando ir más
rápido que su bebé. Una piedra del fondo le abrió una herida por
toda una pantorrilla, mas solo sintió un frío en el hueso. Sus
fuerzas se fueron agotando. Chocó con un tronco que le golpeó el
costado, dejándola sin aire. Tragó agua y a duras penas logró
salir a flote. Una larga mancha rojiza que atravesaba una zona
calmada por un dique natural, le indicó que ya estaba cerca. Al
borde de las rocas y ramas que ralentizaban el flujo, el cuerpo de su
pequeño estaba atascado. La cabeza se agitaba con la fuerza del
torrente, unida al cuerpo apenas por la columna. Sacó sus últimas fuerzas para llegar hasta él
desplazándose por las ramas. Al soltar las manos para abrazarlo,
la corriente los arrastró a ambos.
***
—Cargue
los cuerpos hasta el puente. Debemos hacer el rito en la encrucijada.
—¿Debemos?
—la voz le salió apenas como un hilo patético.
—No hablo
de usted y yo, perro cobarde.
Era Almeida
el que pagaba por los servicios del viejo, pero no se atrevería a
recordarle ese detalle. Sacó a la mujer y al niño y los llevó en
la montura hasta el punto indicado. Dejó los cuerpos apilados en la
encrucijada y sobre ellos una bolsa con monedas de oro, para alejarse
galopando a toda marcha, sin mirar atrás.
***
Lilén
escuchó su nombre, la voz venía desde la superficie. Recordó dónde
estaba. Manoteó para salir a buscar aire y continuar con la búsqueda
de su pequeño. Tenía la vaga idea de haberlo tenido en sus brazos
nuevamente. El agua nunca acababa, a pesar de que la voz era cada vez
más cercana. Pronto, ecos o nuevas voces invadieron sus oídos. Las
palabras no significaban nada para ella, hasta que comenzaron a
formar un vacío en su estómago, una angustia tan grande que le
hacía crujir el pecho.
Y el agua
nunca acababa.
Aturdida,
perdió el rumbo sin saber si regresaba al fondo o seguía hacia el
aire. Los brazos y piernas se hacían cada vez más pesados mientras
el vacío carcomía su voluntad, como una brasa sobre una tela, una
mancha oscura que crecía más allá de su ser. Los oídos le
palpitaban y los ojos querían escaparse de su cara. Aún así las
voces no hacían más que multiplicarse en número y volumen,
entrando por sus orejas como aceite caliente.
Una lámina
de plata apareció sobre su cabeza. Subió pataleando para cruzarla y
escapar del agujero en su pecho. El aire de la superficie era
caliente, hacía su visión nublada y la respiración un tormento. El
río le pareció un mar que no tenía playa a la vista. Solo lograba
ubicarse por el flujo del agua. Nadó atravesando la corriente y
antes de que lograra ver la orilla, sus muñecas se vieron presa de
ramas que la arrastraron surcando la neblina hasta tierra firme.
Una vez en
la rivera, supo que no había regresado del mismo río al que había
saltado.
***
Era
la primera vez que Joaquín Almeida regresaba desde España a sus
tierras en el sur del Virreinato del Perú y no podría estar más
feliz. En su primera estadía había gastado montones de oro en armas
y tropas para alejar a los indios de su asentamiento, todo
infructuosamente. Tanto sudor y sangre desperdiciada no hubiesen sido
necesarios de haber conocido antes las capacidades del Arte
Ahora los
indios no se acercaban por voluntad propia, ante la aparición que
rondaba por el río, protegiéndolo decían algunos. Otros, afirmaban
haberla escuchado llamar a su hijo e incluso, era de consenso popular
que sus lamentos de madre surgían entre sollozos. Pero eran aquellos
que se habían topado con el espanto frente a frente los que ayudaban
a propagar el miedo en la zona. No eran capaces de hilar palabra
alguna.
Por supuesto
que Almeida no se creía nada de aquello. Sabía muy bien como
funcionaban las mentes pequeñas, creando historias con ingredientes
de realidad y mentiras. En su tierra natal circuló como mala
noticia, la leyenda del ahorcado en la colina de San Fermín, que
aparecía las noches de luna llena balanceándose en la misma rama
donde alguna vez murió. El origen de aquel descabellado relato era
mucho más simple. Antes de que su padre mandase a construir la
tarima de ejecución, los ahorcamientos se realizaban en ese árbol.
Él mismo tenía el nítido recuerdo infantil de ver cuando colgaban
a un bellaco que había atacado a una de las doncellas de su madre.
La gente
parecía tener mala memoria, o al menos una que retorcía todo lo que
entraba en sus cabezas.
Su única
intención al pagar a aquel viejo charlatán era seguir la corriente
de las supersticiones y con ello, hacer de sus tierras un lugar
maldito para los incautos aborígenes.
De eso
quería convencerse cada noche antes de dormir.
***
Primero
olvidó el rostro, luego hasta el nombre se le había borrado.
Deambulaba por la orilla del río llamando a su hijo. Cada vez que
divisaba a alguien se apresuraba a alcanzarlo para saber si habían
visto a su bebé, si lo habían escuchado llorar. Pero cada persona
escapaba como un fantasma apenas la veían. Hasta parecía que se
espantaban ante su presencia. Eran apenas unas figuras luminosas,
como la llama de una antorcha agotándose.
Y el agujero
en su pecho no hacía más que crecer, alimentado por su angustia,
regado por sus lágrimas.
***
Todo se
estaba tornando en su contra. Había sobre estimado la inteligencia
de su gente. Ni el ofrecimiento de doblarles el sueldo convencía a
los más temerosos a recorrer la rivera del río. Hasta los esclavos
preferían terminar con la espalda en carne viva a latigazos antes
que acercarse a sus aguas. El colmo de la situación había llegado
cuando unos centinelas llegaron con el cadáver de un compañero,
según ellos, muerto de espanto. Cuando Joaquín Almeida vio el
rostro pálido, los ojos abiertos de par en par y la mandíbula
desencajada en mudo grito de terror, supo que él mismo debería
patrullar para demostrar que no existía tal espectro en sus tierras.
Tenía que convencer a los colonos y sobre todo a él mismo.
El corazón
le retumbaba en el pecho y un golpeteo en los oídos llegó a acallar
los cascos chocando contra el sendero.
Las sombras
se alargaban con la luz rojiza del atardecer. Las ramas crujían con
el viento, sobresaltándolo, haciéndole creer que alguien acechaba
entre los árboles. Figuras siniestras se recortaban entre los haces
que se filtraban a través del bosque. Decidió fijar la mirada en el
frente y concentrar su atención el cristalino canto del río. Así
tranquilizó su espíritu y distrajo sus pensamientos. Desmontó
junto a unos rocas y cargó el pellejo. A pesar de que se escondía,
el sol le quemaba el rostro y calentaba su pechera. El agua fría y
dulce era un bálsamo para sus preocupaciones. Llegó a cruzar por su
mente la idea de que, hacer de ese un lugar maldito, era más que un
crimen, era un pecado capital. La imagen del oro que podría estar en
el fondo disipó aquellos pensamientos y le animó a continuar con su
recorrido.
En el cielo
aparecía la primera estrella cuando llegó a la encrucijada.
***
Ya se había
acostumbrado a ver a la gente como llamas celestes flotando en el
camino, cuando una llamarada roja apareció cabalgando. El agujero en
su pecho se revolvió convirtiendo la negrura de su vacío en un
remolino de ira. Sus lánguidos pasos aceleraron, estirando las
piernas más allá del largo de sus porosos huesos, así como los
brazos y las manos crecieron, hasta que los nudillos se arrastraban
por el suelo mientras avanzaba hacia aquella luz, que iba definiendo
sus formas, perdiendo la luminiscencia. La fetidez del sudor de
hombre y caballo le abofeteó, dejando atrás el dolor que sentía en
los ojos y dientes. La repulsión cayó en la tormenta de su pecho,
alimentándola. Al fin, sus uñas rosaban la nuca del jinete.
***
La
oscuridad cayó repentina, como el telón de una obra abucheada. La
quietud de la noche irrumpió con un silencio tan innatural , que
hasta el incesante ruido del caudal había desaparecido. No duró
mucho esa inquietante calma.
Un lejano
sollozo avanzaba por el camino que Joaquín de Almeida había dejado
atrás.
El
terrateniente se obligó a ignorarlo, con lo que su caballo parecía
no estar de acuerdo. Este se encabritó y Almeida apenas logró
sostenerse aferrando las riendas. El frío que le caló la espina,
no podía ser otra cosa que el aliento del espanto responsable de
aquel ominoso lamento, que pronto fue un llanto gutural. Cuando al
fin logró controlar a su bestia para emprender el escape, un dolor
agudo le atravesó la nuca y lo sacó de la montura azotándole en el
suelo.
El galopar
del asustado animal había desaparecido cuando Joaquín Almeida se
vio cara a cara con la pesadilla andante.
Los ojos
eran dos pozos carentes del más mínimo brillo, al igual que la
boca, coronada esta con dos hileras de colmillos tan largos como
dagas. Una mano le agarró del cuello, con dedos lo suficientemente
largos para rodearlo. Almeida había quedado sin aire en los pulmones
incluso antes de que la zarpa le aprisionara la garganta. La mano
libre del espantajo se hundió en el abdomen de Almeida, clavando sus
inmensas uñas para acceder a los interiores. Joaquín Almeida trató
de desahogar el horrible dolor con un grito, mas su boca no pudo
soltar otra cosa que un gorgoteo que se prolongó más allá de la
liberación de su cuello y de los intestinos que pudo ver mientras
eran desenrollados.
***
Cuando
escucharon los cascos a los lejos, los centinelas soltaron un suspiro
de alivio creyendo que su señor ya regresaba. No fue hasta el día
siguiente cuando se formaron cuadrillas para encontrar a Joaquín
Almeida, o al menos tener algún indicio de su suerte. Una búsqueda
sin ninguna convicción, en vista de que el caballo había llegado
con su montura vacía y el lomo salpicado de sangre. Jamás pasó por
sus cabezas que pudiese haber sido emboscado por indios, o por algún
grupo de desertores que se habían lanzado al pillaje. Aunque fue lo
primero lo que se le informó al Virrey del Perú.
Todos tenían
una vaga pero innegable noción del destino de Joaquín Almeida.
Noción que
se fue perfilando a medida que los lugareños llegaban con historias
de la aparición de la rivera del río. Aunque las descripciones eran
tan diversas, debido a las exageraciones y omisiones, todos
coincidían en que era una mujer que en una mano, cargaba un bulto
como si de un infante amamantándose se tratase; y con la otra,
jalaba de los intestinos a un esperpento que la seguía arrastrando
los pies y gimiendo en un gorgoteo interminable.
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