martes, 7 de octubre de 2014

"Monstruos hechos a mano" por Fraterno Dracon Saccis













Ilustración por All Gore.








Los pies de Lilén sangraban mientras corría tras el caballo.

El jinete miraba sobre su hombro, riendo. Cuando veía que la distancia entre él y la mujer era demasiado amplia, frenaba su caballo para cabalgar en círculos y alzar su botín.
Mientras lo levantaba por el tobillo, el bebé berreaba más alto. Cuando la mujer ya estaba a pasos de alcanzarlos, reanudaba la marcha entre carcajadas.

Así la atrajo hasta el río.

Desmontó y se acercó a la rivera. Lilén gritó al ver que el hombre sostenía a su hijo sobre las aguas y corrió aún más rápido, a pesar del dolor de sus pies lacerados.

El jinete desenvainó su espada corta y le rebanó el cuello al bebé.

La sangre formó un arco cuando arrojó el cuerpo al torrente. Lilén calló de rodillas. El rictus la poseyó por un momento, hasta que reaccionó y se lanzó al rescate de su pequeño. El jinete montó y cabalgó río abajo, sin perderle de vista. La mujer braceó buscando ir más rápido que su bebé. Una piedra del fondo le abrió una herida por toda una pantorrilla, mas solo sintió un frío en el hueso. Sus fuerzas se fueron agotando. Chocó con un tronco que le golpeó el costado, dejándola sin aire. Tragó agua y a duras penas logró salir a flote. Una larga mancha rojiza que atravesaba una zona calmada por un dique natural, le indicó que ya estaba cerca. Al borde de las rocas y ramas que ralentizaban el flujo, el cuerpo de su pequeño estaba atascado. La cabeza se agitaba con la fuerza del torrente, unida al cuerpo apenas por la columna. Sacó sus últimas fuerzas para llegar hasta él desplazándose por las ramas. Al soltar las manos para abrazarlo, la corriente los arrastró a ambos.

***
Joaquín Almeida atajó con una vara los cadáveres. Su caballo estaba exhausto por la carrera contra el río, del cual ahora bebía resoplando. Un escalofrío le advirtió de la presencia que surgía de entre la maleza, a su espalda. Siempre quedaba mudo ante esa figura retorcida, envuelta en un poncho maloliente, siempre aferrado a un libro forrado en cuero.

—Cargue los cuerpos hasta el puente. Debemos hacer el rito en la encrucijada.

—¿Debemos? —la voz le salió apenas como un hilo patético.

—No hablo de usted y yo, perro cobarde.

Era Almeida el que pagaba por los servicios del viejo, pero no se atrevería a recordarle ese detalle. Sacó a la mujer y al niño y los llevó en la montura hasta el punto indicado. Dejó los cuerpos apilados en la encrucijada y sobre ellos una bolsa con monedas de oro, para alejarse galopando a toda marcha, sin mirar atrás.

***

Lilén escuchó su nombre, la voz venía desde la superficie. Recordó dónde estaba. Manoteó para salir a buscar aire y continuar con la búsqueda de su pequeño. Tenía la vaga idea de haberlo tenido en sus brazos nuevamente. El agua nunca acababa, a pesar de que la voz era cada vez más cercana. Pronto, ecos o nuevas voces invadieron sus oídos. Las palabras no significaban nada para ella, hasta que comenzaron a formar un vacío en su estómago, una angustia tan grande que le hacía crujir el pecho.

Y el agua nunca acababa.

Aturdida, perdió el rumbo sin saber si regresaba al fondo o seguía hacia el aire. Los brazos y piernas se hacían cada vez más pesados mientras el vacío carcomía su voluntad, como una brasa sobre una tela, una mancha oscura que crecía más allá de su ser. Los oídos le palpitaban y los ojos querían escaparse de su cara. Aún así las voces no hacían más que multiplicarse en número y volumen, entrando por sus orejas como aceite caliente.
Una lámina de plata apareció sobre su cabeza. Subió pataleando para cruzarla y escapar del agujero en su pecho. El aire de la superficie era caliente, hacía su visión nublada y la respiración un tormento. El río le pareció un mar que no tenía playa a la vista. Solo lograba ubicarse por el flujo del agua. Nadó atravesando la corriente y antes de que lograra ver la orilla, sus muñecas se vieron presa de ramas que la arrastraron surcando la neblina hasta tierra firme.

Una vez en la rivera, supo que no había regresado del mismo río al que había saltado.

***

Era la primera vez que Joaquín Almeida regresaba desde España a sus tierras en el sur del Virreinato del Perú y no podría estar más feliz. En su primera estadía había gastado montones de oro en armas y tropas para alejar a los indios de su asentamiento, todo infructuosamente. Tanto sudor y sangre desperdiciada no hubiesen sido necesarios de haber conocido antes las capacidades del Arte
Ahora los indios no se acercaban por voluntad propia, ante la aparición que rondaba por el río, protegiéndolo decían algunos. Otros, afirmaban haberla escuchado llamar a su hijo e incluso, era de consenso popular que sus lamentos de madre surgían entre sollozos. Pero eran aquellos que se habían topado con el espanto frente a frente los que ayudaban a propagar el miedo en la zona. No eran capaces de hilar palabra alguna.
Por supuesto que Almeida no se creía nada de aquello. Sabía muy bien como funcionaban las mentes pequeñas, creando historias con ingredientes de realidad y mentiras. En su tierra natal circuló como mala noticia, la leyenda del ahorcado en la colina de San Fermín, que aparecía las noches de luna llena balanceándose en la misma rama donde alguna vez murió. El origen de aquel descabellado relato era mucho más simple. Antes de que su padre mandase a construir la tarima de ejecución, los ahorcamientos se realizaban en ese árbol. Él mismo tenía el nítido recuerdo infantil de ver cuando colgaban a un bellaco que había atacado a una de las doncellas de su madre.
La gente parecía tener mala memoria, o al menos una que retorcía todo lo que entraba en sus cabezas.
Su única intención al pagar a aquel viejo charlatán era seguir la corriente de las supersticiones y con ello, hacer de sus tierras un lugar maldito para los incautos aborígenes.

De eso quería convencerse cada noche antes de dormir.

***

Primero olvidó el rostro, luego hasta el nombre se le había borrado. Deambulaba por la orilla del río llamando a su hijo. Cada vez que divisaba a alguien se apresuraba a alcanzarlo para saber si habían visto a su bebé, si lo habían escuchado llorar. Pero cada persona escapaba como un fantasma apenas la veían. Hasta parecía que se espantaban ante su presencia. Eran apenas unas figuras luminosas, como la llama de una antorcha agotándose.
Y el agujero en su pecho no hacía más que crecer, alimentado por su angustia, regado por sus lágrimas.

***

Todo se estaba tornando en su contra. Había sobre estimado la inteligencia de su gente. Ni el ofrecimiento de doblarles el sueldo convencía a los más temerosos a recorrer la rivera del río. Hasta los esclavos preferían terminar con la espalda en carne viva a latigazos antes que acercarse a sus aguas. El colmo de la situación había llegado cuando unos centinelas llegaron con el cadáver de un compañero, según ellos, muerto de espanto. Cuando Joaquín Almeida vio el rostro pálido, los ojos abiertos de par en par y la mandíbula desencajada en mudo grito de terror, supo que él mismo debería patrullar para demostrar que no existía tal espectro en sus tierras. Tenía que convencer a los colonos y sobre todo a él mismo.

El corazón le retumbaba en el pecho y un golpeteo en los oídos llegó a acallar los cascos chocando contra el sendero.

Las sombras se alargaban con la luz rojiza del atardecer. Las ramas crujían con el viento, sobresaltándolo, haciéndole creer que alguien acechaba entre los árboles. Figuras siniestras se recortaban entre los haces que se filtraban a través del bosque. Decidió fijar la mirada en el frente y concentrar su atención el cristalino canto del río. Así tranquilizó su espíritu y distrajo sus pensamientos. Desmontó junto a unos rocas y cargó el pellejo. A pesar de que se escondía, el sol le quemaba el rostro y calentaba su pechera. El agua fría y dulce era un bálsamo para sus preocupaciones. Llegó a cruzar por su mente la idea de que, hacer de ese un lugar maldito, era más que un crimen, era un pecado capital. La imagen del oro que podría estar en el fondo disipó aquellos pensamientos y le animó a continuar con su recorrido.

En el cielo aparecía la primera estrella cuando llegó a la encrucijada.

***

Ya se había acostumbrado a ver a la gente como llamas celestes flotando en el camino, cuando una llamarada roja apareció cabalgando. El agujero en su pecho se revolvió convirtiendo la negrura de su vacío en un remolino de ira. Sus lánguidos pasos aceleraron, estirando las piernas más allá del largo de sus porosos huesos, así como los brazos y las manos crecieron, hasta que los nudillos se arrastraban por el suelo mientras avanzaba hacia aquella luz, que iba definiendo sus formas, perdiendo la luminiscencia. La fetidez del sudor de hombre y caballo le abofeteó, dejando atrás el dolor que sentía en los ojos y dientes. La repulsión cayó en la tormenta de su pecho, alimentándola. Al fin, sus uñas rosaban la nuca del jinete.

***

La oscuridad cayó repentina, como el telón de una obra abucheada. La quietud de la noche irrumpió con un silencio tan innatural , que hasta el incesante ruido del caudal había desaparecido. No duró mucho esa inquietante calma.

Un lejano sollozo avanzaba por el camino que Joaquín de Almeida había dejado atrás.

El terrateniente se obligó a ignorarlo, con lo que su caballo parecía no estar de acuerdo. Este se encabritó y Almeida apenas logró sostenerse aferrando las riendas. El frío que le caló la espina, no podía ser otra cosa que el aliento del espanto responsable de aquel ominoso lamento, que pronto fue un llanto gutural. Cuando al fin logró controlar a su bestia para emprender el escape, un dolor agudo le atravesó la nuca y lo sacó de la montura azotándole en el suelo.

El galopar del asustado animal había desaparecido cuando Joaquín Almeida se vio cara a cara con la pesadilla andante.

Los ojos eran dos pozos carentes del más mínimo brillo, al igual que la boca, coronada esta con dos hileras de colmillos tan largos como dagas. Una mano le agarró del cuello, con dedos lo suficientemente largos para rodearlo. Almeida había quedado sin aire en los pulmones incluso antes de que la zarpa le aprisionara la garganta. La mano libre del espantajo se hundió en el abdomen de Almeida, clavando sus inmensas uñas para acceder a los interiores. Joaquín Almeida trató de desahogar el horrible dolor con un grito, mas su boca no pudo soltar otra cosa que un gorgoteo que se prolongó más allá de la liberación de su cuello y de los intestinos que pudo ver mientras eran desenrollados.

***

Cuando escucharon los cascos a los lejos, los centinelas soltaron un suspiro de alivio creyendo que su señor ya regresaba. No fue hasta el día siguiente cuando se formaron cuadrillas para encontrar a Joaquín Almeida, o al menos tener algún indicio de su suerte. Una búsqueda sin ninguna convicción, en vista de que el caballo había llegado con su montura vacía y el lomo salpicado de sangre. Jamás pasó por sus cabezas que pudiese haber sido emboscado por indios, o por algún grupo de desertores que se habían lanzado al pillaje. Aunque fue lo primero lo que se le informó al Virrey del Perú.

Todos tenían una vaga pero innegable noción del destino de Joaquín Almeida.


Noción que se fue perfilando a medida que los lugareños llegaban con historias de la aparición de la rivera del río. Aunque las descripciones eran tan diversas, debido a las exageraciones y omisiones, todos coincidían en que era una mujer que en una mano, cargaba un bulto como si de un infante amamantándose se tratase; y con la otra, jalaba de los intestinos a un esperpento que la seguía arrastrando los pies y gimiendo en un gorgoteo interminable.  

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