viernes, 31 de octubre de 2014

"Noche de paz, noche de muerte" por Fraterno Dracon Saccis













Ilustración por All Gore.








Franco adoraba caminar durante las noches tibias y nubladas, sin la mirada impasible de las estrellas y la luna. 

Especialmente en noches como Halloween, la gente convivía con lo oscuridad, ya sea por el agradable tiempo, ya sea por seguir a la cada vez más numerosa costumbre (sea todo lo importada que se quiera), que hacía de quienes deambulaban con disfraces sombríos o coloridos, partícipes de un ritual aunque deformado, nacido en la era en que más estábamos conectados con la tierra. Un agónico sobreviviente del paganismo.

Aún quedaban familias recorriendo las casas que anunciaban su complicidad, con adornos festivos y macabros. Compartir la abundancia, repartiendo confites hechos en serie, simbolizando los frutos que la diosa nos brinda.

Una ambulancia a toda velocidad dejó flotando sus haz carmesí, sin que su presencia causase el ominoso escalofrío en otra escenario. Rodeados de muerte, una muerte que no esperaba al inicio del túnel, si no que con su guadaña cortaba el trigo para dar paso a nuevas siembras.

Franco se alejó de las casas y atravesó el puente hasta llegar a una de las zonas bohemias del centro, la más rancia y mal oliente, donde nada sabían de calabazas y caramelos. Apenas notaban el día y la noche, encerrados en cantinas de música etílica y aire viciado.

Se quedó parado en un rincón sin más iluminación que la de la brasa de su cigarrillo, acechando.

No demoró mucho en salir un prospecto, exigiendo sin respuesta que le devolviesen su dinero, que de seguro no le habían robado, si no que se le diluyó entre shops para él y una copetinera. Aparentemente recapacitó, porque bajó los hombros y se alejó derrotado y tambaleante.

Hasta que dobló en la esquina a la izquierda, Franco aguardó para iniciar su seguimiento.

Cuando volvió a divisarlo, el hombre daba el último sorbo a una botella de vidrio, que luego guardó en el bolsillo interior de su chaqueta de jeans.

Siguió su camino, doblando ahora hacia la derecha, ruta que lo llevaba directo a la rivera del río.

La noche era perfecta.

Franco guardó la distancia suficiente para ver cómo su presa se sentaba sobre una roca, para continuar atacando la botella. Entonces dejó que el silencio le confirmase que no había nadie cerca.

Sacó el martillo de su mochila. Lo empuñó sintiendo el agradable balance, la familiar textura de la goma que recubría el mango. Ni una brizna se movía, ninguna piedra se interpuso entre sus pasos ni reveló su avance. A solo unos pasos de llegar al incauto borrachín, alzó el martillo para descargarlo en su cráneo.

Un crujido irrumpió en el silencio de la cacería.

Franco vio la botella volar y chocar contra el suelo empedrado, haciéndose pedazos junto a su oreja. Luego unos pies se alejaron corriendo entre gritos. No alcanzó a entender lo que ocurría hasta que un cuchillo se abría paso entre sus costillas para perforarle el pulmón. El aire se le escapó al salir la hoja, que esta vez penetró el estómago. Trató de mirar a los ojos a quien lo apuñalaba, mas solo se encontró con una sombra muda. La boca se le llenó del sabor metálico de la sangre.

¿Sería acaso la mismísima muerte la que venía por él?

La oscura figura parecía tragarse la luz, como un agujero negro antropomórfico. Pensó en la frialdad del espacio infinito y en la soledad de aquella estrella devoradora. El dolor pronto pasó a segundo plano, al invadirle aquella visión que lo identificaba plenamente. Hasta casi sonrió, al entenderse como una simple víctima de la inevitable desaparición.

El corazón se quedó sin sangre que bombear y se detuvo, exhausto luego de la ardua labor que le exigía el terror. La agonía del cuerpo cesó mucho después que Franco se ahogase en el rojo de la inconsciencia.

La sombra se abalanzó sobre el cadáver, para levantarse con su billetera. Sacó el dinero que contenía y la arrojó al río antes de alejarse calle arriba.


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