Ilustración por All Gore.
Franco
adoraba caminar durante las noches tibias y nubladas, sin la mirada impasible
de las estrellas y la luna.
Especialmente en noches como Halloween,
la gente convivía con lo oscuridad, ya sea por el agradable tiempo,
ya sea por seguir a la cada vez más numerosa costumbre (sea todo lo
importada que se quiera), que hacía de quienes deambulaban con
disfraces sombríos o coloridos, partícipes de un ritual aunque
deformado, nacido en la era en que más estábamos conectados con la
tierra. Un agónico sobreviviente del paganismo.
Aún
quedaban familias recorriendo las casas que anunciaban su
complicidad, con adornos festivos y macabros. Compartir la
abundancia, repartiendo confites hechos en serie, simbolizando los
frutos que la diosa nos brinda.
Una
ambulancia a toda velocidad dejó flotando sus haz carmesí, sin que
su presencia causase el ominoso escalofrío en otra escenario.
Rodeados de muerte, una muerte que no esperaba al inicio del túnel,
si no que con su guadaña cortaba el trigo para dar paso a nuevas
siembras.
Franco se
alejó de las casas y atravesó el puente hasta llegar a una de las
zonas bohemias del centro, la más rancia y mal oliente, donde nada
sabían de calabazas y caramelos. Apenas notaban el día y la noche,
encerrados en cantinas de música etílica y aire viciado.
Se quedó
parado en un rincón sin más iluminación que la de la brasa de su
cigarrillo, acechando.
No demoró mucho en salir un prospecto, exigiendo sin respuesta que le devolviesen su dinero, que de seguro no le habían robado, si no que se le diluyó entre shops para él y una copetinera. Aparentemente recapacitó, porque bajó los hombros y se alejó derrotado y tambaleante.
Hasta que
dobló en la esquina a la izquierda, Franco aguardó para iniciar su
seguimiento.
Cuando
volvió a divisarlo, el hombre daba el último sorbo a una botella de
vidrio, que luego guardó en el bolsillo interior de su chaqueta de
jeans.
Siguió su
camino, doblando ahora hacia la derecha, ruta que lo llevaba directo
a la rivera del río.
La noche era
perfecta.
Franco
guardó la distancia suficiente para ver cómo su presa se sentaba
sobre una roca, para continuar atacando la botella. Entonces dejó
que el silencio le confirmase que no había nadie cerca.
Sacó el
martillo de su mochila. Lo empuñó sintiendo el agradable balance,
la familiar textura de la goma que recubría el mango. Ni una brizna
se movía, ninguna piedra se interpuso entre sus pasos ni reveló su
avance. A solo unos pasos de llegar al incauto borrachín, alzó el
martillo para descargarlo en su cráneo.
Un crujido
irrumpió en el silencio de la cacería.
Franco vio
la botella volar y chocar contra el suelo empedrado, haciéndose
pedazos junto a su oreja. Luego unos pies se alejaron corriendo entre
gritos. No alcanzó a entender lo que ocurría hasta que un cuchillo
se abría paso entre sus costillas para perforarle el pulmón. El
aire se le escapó al salir la hoja, que esta vez penetró el
estómago. Trató de mirar a los ojos a quien lo apuñalaba, mas solo
se encontró con una sombra muda. La boca se le llenó del sabor
metálico de la sangre.
¿Sería
acaso la mismísima muerte la que venía por él?
La oscura
figura parecía tragarse la luz, como un agujero negro
antropomórfico. Pensó en la frialdad del espacio infinito y en la
soledad de aquella estrella devoradora. El dolor pronto pasó a
segundo plano, al invadirle aquella visión que lo identificaba
plenamente. Hasta casi sonrió, al entenderse como una simple víctima
de la inevitable desaparición.
El corazón
se quedó sin sangre que bombear y se detuvo, exhausto luego de la
ardua labor que le exigía el terror. La agonía del cuerpo cesó
mucho después que Franco se ahogase en el rojo de la inconsciencia.
La sombra se
abalanzó sobre el cadáver, para levantarse con su billetera. Sacó el dinero que contenía y la arrojó al
río antes de alejarse calle arriba.
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