Ilustración por Visceral.
CAPÍTULO 1
“El que come mi carne
y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último
día”
Juan 6:54
Los suspiros guturales se
escuchaban desde el otro extremo del pasillo. El capitán le pisaba
los talones al Padre San Juan, a medida que avanzaban temerosos por
el estrecho y poco iluminado pasaje. Cada madera que pisaban
chirriaba de forma exagerada, pero el ser que los esperaba en la
habitación del fondo parecía indiferente a estos ruidos. En
realidad era indiferente a las cadenas y a todo su sufrimiento en el
mundo terrenal. Su dolor venía de mucho más allá, de las
profundidades insondables, de abismos demoníacos. Con sus animalescos
aullidos y voz inhumana, los dos hombres de Fe sentían con toda
claridad las maldiciones del infierno retumbar en sus cristianos
oídos. El padre se persignó dos veces más antes de atravesar el umbral. Retrocedió bruscamente cuando la criatura agitó las
cadenas, sacando chirridos de desencaje
de las tablas. El capitán lo calmó, echó un vistazo.
—Sigue encadenado.
Entremos— susurró.
***
El Capitán Villarroel
tenía miedo. No tenía caso negarlo. Tanto como San Juan. Ni éste
último tenía muy claro lo que debía hacer. Cómo demonios llegué
a esto, cavilaba una y otra vez. En sus veinte años de servicio a la
armada imperial, con todos sus gajes y altibajos, no recordaba una
situación tan al límite. Y es que a ninguna generación de la
escuela naval les enseñaron a lidiar con el infierno mismo.
Ese era precisamente el
destino que había apresado al Capitán y sus Hombres: El Infierno,
el mismísimo Hades. No había otro nombre para describir a ese
lugar, que en los mapas convencionales, esos que aún incluyen
dragones, serpientes y demases monstruos marinos en sus cartas de
navegación, figura como la isla de La Española. Antigua adquisición
colonial que le diera tanta fortuna a la Madre España. Claro que las
cosas habían cambiado.
Corrían vientos de
cambios en las aguas de Europa y las Américas. Mientras los aliados
franceses se guillotinaban entre sí, en el caribe, en Saint-Domingue
(porción oriental de La Española, cedida por el imperio a Francia)
los esclavos negros aprovechaban la confusión republicana, y esas
disparatadas ideas de igualdad y libertad, para rebelarse contra sus
amos blancos. Que los superaran en número de diez a uno contribuyó
bastante. Ni las tropas del cerdo chaparro de Bonaparte pudieron
contenerlos, y los rebeldes terminaron proclamando la “República
Negra de Haití”. Un duro golpe para Francia, y para la esclavitud
en todo el mundo.
No contentos con eso, los
endemoniados negros expandieron su revuelta más allá de las sierras
montañosas que los separaban de los dominios hispanos. Lograron
conquistar el Santo Domingo Oriental allá por 1822. Habían pasado
tres años desde eso, y prácticamente no se sabía más de la isla.
Los negros y las grandes potencias se encargaron de cortar toda
conexión con el mundo exterior. Sólo se sabía que esos bárbaros
ni siquiera habían liberado a los esclavos, como
prometían. Si no que se dedicaban a saquear la comida de los
dominicanos, a masacrar a los blancos, y obligaban a todos en la isla
a hablar su vulgar e inentendible idioma, que poco y nada respetaba
del francés tradicional.
Ese era el escenario con
que los hombres de bandera cruzada surcaban en el Silvestre
Segundo, antiguo y veloz galeón de Villarroel, las aguas
centroamericanas. El capitán, un hombre alto, de cabello castaño y
complexión fuerte, con su experiencia había creído que sabía a lo que se enfrentaba. Ahora lo dudaba, cada vez más. Su misión no era reconquistar, sino simplemente hacer un
reconocimiento del terreno. Claro que el capitán vasco no necesitaba
mayores razones para escarmentar él mismo a esos negruscos
altaneros.
—Capitán, estamos a
menos de una legua de La Española ¿ordeno subir las velas?— le
consultó un marino joven, moreno y de acento andaluz. Villarroel oteaba el horizonte desde la proa con una impávida expresión.
—Hágalo, y mande a un
grumete con catalejo a acompañar a Sánchez allá arriba.
Extrañamente no se ve nada, Carbacho.
—A la orden, mi capitán.
Carbacho era el primer
oficial del barco, uno de los más jóvenes de la marina imperial. No
tuvo tiempo de comentarle su sorpresa al capitán por lo repentino de
la neblina. Algo inusual para esas aguas. En pocos minutos la
embarcación se vio abrazada por gruesos borbotones de nubes.
Villarroel procuró no darle importancia. La nave hacía muy poco que
había surcado las aguas de una isla de nombre “Niebla” donde se
daba un fenómeno similar, próxima a una lejana ciudad llamada
Valdivia. Claro que el clima era totalmente distinto entre ambas
latitudes.
Como fuese, Haití
recibió a los marineros envuelta en un halo de nubes y misterio.
Un mal presentimiento le erizó la piel a distintos grumetes.
Villarroel lo notó en cuanto dos fulanos que trapeaban la cubierta, se paralizaron
ante la imagen de la intimidante isla.
—¿Piensan pintar el
paisaje o qué? ¡Vuelvan a trabajar, carajo!— les espetó
Villarroel sacándolos de su trance.
“Sí, mi capitán”
contestaron al unísono. Virrarroel se dirigió a su camarote, y el
Padre San Juan lo interceptó a mitad de la cubierta.
—Dicen por ahí que un
cristiano trabaja mejor cuando se le trata bien— dijo, con su
clásica sonrisa.
—Esas cursilerías
funcionan en su iglesia, padre. Un barco se comanda con mano dura.
¿Vio las caras de esos infelices? ¡Si dejo que los asuste una
simple niebla, entonces qué debemos esperar para la batalla!
—Es más que la niebla.
Este extraño clima podría ser una señal. Llámalo intuición,
hijo, pero algo me dice que este lugar está fuera de la mano de
Dios.
—No me diga. Por eso yo
soy un hombre de armas y usted un hombre de Fe.
—No olvides que también
soy un soldado de Cristo —se defendió el padre—. Además, dadas las
circunstancias les hará falta un hombre que domine el francés. Y
que le devuelva algo de fe a los isleños aislados por la guerra.
—Descuide, habrá tiempo
para eso cuando recuperemos Santa Domingo— le tranquilizó, al tiempo
que se sentaba en su escritorio.
—Hay demasiada soberbia
en tu voz, hijo. El exceso de confianza puede ser el pecado que nos
lleve a la perdición…
—¡Ningún exceso, padre!
La derrota no es una opción. Estos mares todavía son de los
castellanos, y así seguirá hasta el día de La Revelación.
Al odio que irradiaban
sus ojos con esa última sentencia, se sumó una columna irradiada
por un grueso puro cubano, encendido en un rápido gesto por el
capitán. Al padre le pareció un gesto casi obsceno, y por un
segundo se sintió en presencia de Belcebú. Dejó sólo al capitán,
refunfuñando y revisando sus mapas.
Reconquistar la isla no
parecía difícil a primera vista. La movida invasora de los negros
tenía el objetivo de protegerlos de expediciones europeas como la
que encabezaba Villarroel. La isla estaba totalmente desconectada del
resto del mundo, no eran muchas las certezas que se tenían de ella.
Sólo que su población pasaba hambre y sufría bajo el control del
ejército haitiano. Una sublevación popular estallaría en cualquier
momento, y debía sintonizar rápidamente con las fuerzas españolas.
La derrota no era
concebible para Villarroel. Había visto al imperio español
desplomarse en una década, sin importar la sangre y sudor que el
militar vasco había vertido en Caracas, y luego en Lima. Con la
Restauración, Europa parecía volver a la normalidad, tras el caos
revolucionario y napoleónico, y España debía retomar su lugar como
potencia.
—No más derrotas, no
más— murmuró, dejando caer un cenizas sobre al mapa.
Lo limpió con su mano
izquierda e inconscientemente se puso a contar las cicatrices y los dedos que le
faltaban. Un mal recuerdo del frío de la sierra peruana. Esa derrota
se había llevado mucho más que un par de dedos y una argolla.
La embarcación estaba
guarnecida tras un roquerío a menos de cien metros de la costa. El
lugar era cavernoso, e ideal para esconder botines, como habían
hecho en varias ocasiones los bucaneros. Les daba una panorámica de
la costa dominicana, por lo mismo se dispuso que un grumete haría
vigilancia oculto entre malezas en la parte superior del roquerío.
No había forma de que los atacaran por sorpresa. A parte de los
negros, tras la lúgubre neblina acechaban siempre los piratas, los
mercenarios, los corsarios y por supuesto, los eternos enemigos de
los reyes católicos: los británicos.
Por ello el Silvestre
Segundo estaba armado hasta los dientes y siempre listo para
atacar, según las palabras de su capitán. Para lo cual, había
ordenado arriar las velas y tener todos los cañones por ambos lados
listos para disparar. “Y con usted a bordo, nos aseguramos al Dios
verdadero y todopoderoso de nuestro lado, padre. Nuestra arma más
letal” le comentaría con una leve sonrisa (algo raro en su
semblante) al padre San Juan.
—El pueblo se llama San
Lázaro. Está a muy pocos kilómetros de la frontera con Haití. Fue
de los primeros que atacaron los negros— le indicaba al religioso y a
Carbacho, usando una lupa para ampliar la imagen del mapa sobre su
escritorio—. Todo indica, y los reportes del vigía lo afirman así,
que está totalmente deshabitado. Enviaré una expedición a
corroborarlo, de ser cierto, podremos usarlo como fuerte.
—Desde proa se alcanza
a ver el monasterio jesuita, capitán —le señaló San Juan—. Sería
ideal que ubicáramos allí a un vigía. Y si tenemos suerte,
encontraremos a los religiosos allí todavía.
—Crucemos los dedos —contestó, mientras enrollaba el mapa—. Es por eso que usted y tres de
mis hombres vendrán conmigo.
—¡Capitán! ¡Capitán
Villarroel! —llegó gritando un grumete.
—¿Qué ocurre, hombre? —le espetó, sin inmutarse.
—Encontramos algo…
tienen que ver esto.
El capitán y el padre se
miraron un instante antes de acompañarlo. El marinero los llevó
hasta el centro de la cubierta, donde los marineros se habían
agrupado en torno al hallazgo. Villarroel se hizo paso a punta de codazos hasta tener a
sus pies a un bulto de algas y pelos que demoró en identificar como
un hombre.
Temblaba y temblaba, se sacudía en espasmos. Era viejo, huesudo y desnutrido. Tenía el
rostro arrugado como pasa, cubierto por la barba y el cuerpo lleno
de cicatrices y heridas aún abiertas. Estaba envuelto en una vieja tela de la que sólo quedaban estropajos. En los muslos y la
cintura estaba más bien afirmada por nudos de hilachas. Y sobre
ella, todo un envoltorio de algas, e incluso lapas y otros moluscos
se adherían a su piel.
—¿Dónde encontraron a
este esperpento?
—En la caverna. En un
rincón lleno de algas, estaba acurrucado junto a un esqueleto.
Pensamos que también estaba muerto, hasta que nos acercamos, y
comenzó a respirar.
—¡Este hombre necesita
un médico!— ordenó el capitán, mientras muchos marineros aún
seguían en shock por la espectral imagen— ¡Traigan a Pérez
inmediatamente!
Una vez que se llevaron
al hombre a un camarote, la multitud se disipó, y Villarroel se
dirigió al marino que le había anunciado el hallazgo.
—Usted, ¿cómo se llama,
marinero?
—Sargento Jesús Núñez,
señor.
—Núñez, ponga a dos
hombres armados a vigilar a ese tipo, no vaya a ser un espía. Y
usted, viene con nosotros a la isla.
—Sí, capitán.
El pequeño bote en que
partieran los cinco hombres debió abrirse paso entre insondables
nubles para llegar a la costa dominicana. Tanta era la
desorientación, que Villarroel se valió de brújula y catalejo para
orientar a los remeros.
Ya a pocos metros de la
costa podían distinguir a la ciudad. En su momento, fue un puerto de
bastante importancia. El Monasterio se erguía a un costado de la
urbe, en la cima de un pequeño cerro como un faro o un gigante
vigilante. Un poco más abajo estaba la gobernación, el edificio más
elegante que se vislumbraba, de estilo neoclásico. Le seguían un
par de palacios de bastante elegancia, y un centenar de negocios y
edificios de mediano tamaño repartidos por distintos lugares.
Ni una sola alma se
percibía en ese pueblo fantasma. Ya en la playa, la expedición pudo
distinguir las inconfundibles huellas de un ataque invasor: edificios
consumidos por el fuego; cenizas, espadas y rifles olvidados; todas
las puertas de casas y edificios estaban abiertas; y había basura de
escombros y especias repartida por las calles. Algunas cosillas que
los saqueadores olvidaron en medio del caos se distinguían entre los
escombros, como bastones de oro y distintas joyas. Villarroel
persuadió a sus hombres de ponerse a escarbar como viles
saqueadores. Eran libertadores, hombres de la corona, no piratas,
decía. Eso no impidió que Núñez se echara disimuladamente algunas
cosillas al bolsillo.
Tras comprobar lo vacío
de las edificaciones, se dirigieron a la gobernación, al centro de
la ciudad. Las palmeras caídas y algas a mitad de la avenida
principal les indicaban que un huracán también se había hecho
sentir en el tiempo que la ciudad estuvo desocupada.
Al entrar en la
gobernación, atestada de telarañas y a oscuras, los españoles
tenían toda la sensación de estar entrando en una mansión
embrujada.
El capitán iba siempre
adelante, con una mano lista para desenvainar y la otra en la funda
de la pistola. Tras atravesar un par de habitaciones completamente
vacías y polvorientas entraron a la nave central. Un aura espectral
se cernía sobre la atmósfera de la sala. No estaba vacía, sino
llena de muebles cubiertos por sábanas blancas. A pesar de los
amplios ventanales góticos, el polvo y las palmeras
en el exterior obstruían bastante la luz, y las telarañas caían
de un candelabro de ocho brazos que colgaba a varios metros sobre sus
cabezas.
—¡Capitán!— exclamó
Núñez.
El sargento había
descubierto un cuerpo inerte tirado en el rincón del sudoeste. Sin
lugar a dudas estaba muerto. Se trataba de un negro vestido sólo con
unos pantalones cortos. Estaba boca abajo, fue al darlo vuelta que se
les revolvió el estómago a los expedicionarios.
—¡Dios mío!— suspiró
San Juan.
Su piel estaba grisácea
y reseca. Congelada en algún punto entre la putrefacción y la
momificación. La expresión de su rostro era lo más aterrador: su
rostro estaba petrificado en un grito de terror. Desesperado, exasperante. Las arterias petrificadas se tensaban contra la piel a
ambos lados del cuello. Sus ojos estaban abiertos, sin iris ni
pupila.
El padre se santiguó, y
se acercó para cerrarle los ojos, se detuvo cuando se percató que
su mano izquierda apuntaba a una rendija en el piso. Se acercó, y
tras un leve esfuerzo logró abrir la compuerta de madera. En un
espacio de medio metro a cada lado, conducía a un túnel totalmente
oscuro bajo el piso del palacio.
—Ustedes dos se quedan,
San Juan, Núñez y yo bajaremos— ordenó el capitán.
El piso era de tierra y
las paredes de ladrillos. Allí abajo encontraron antorchas, las
encendieron y se le entregó una a cada uno. A paso lento, avanzaron
por el túnel.
—A juzgar por el polvo,
se diría que originalmente había un mueble sobre esa rendija —pensó en voz alta el capitán, quien iba delante de los tres con su antorcha—. Este
túnel debió ser un secreto hasta antes de la invasión.
—Seguramente lo
construyeron los jesuitas —dijo San Juan, quien iba atrás—.
Avanzamos hacia el norte, diría que conduce hacia el monasterio. Los
jesuitas usaron estos túneles para esconderse tras la expulsión de
América el siglo pasado.
—Recemos porque no nos
esperen más muertos aquí, padre —agregó Núñez, en un tono
sumiso.
—No diga tonterías,
Núñez —dijo Villarroel— no hay que temerle a los muertos. Los vivos
suelen ser mucho más peligrosos.
-Yo sólo digo que hay
que ser respetuoso de su memoria, capitán. Lo último que quiero es
profanar una tumba. Las tumbas son sagradas.
—¿A qué le teme, que
despertemos a unos esqueletos y nos pidan que no hagamos ruido? —se
burló Villarroel.
—He visto cosas extrañas,
capitán. Cuando estuve en las catacumbas de París, al final de las
guerras napoleónicas, escuché cosas. Oí voces, y ruidos de entre
los muertos. Y yo no fui el único. Si conociera las leyendas entorno
a ese lugar tendría escalofríos.
—Puras patrañas. Lo
único que desenterraremos de estos parajes será la antigua gloria
de España. Después de este agujero, viene la isla entera, Núñez.
Hágase la idea. Y luego más de las antiguas colonias.
—Con todo respeto,
capitán. Pero dudo que eso sea realizable. El imperio español es
historia, está muerto, y no hay quien lo vuelva a la vida.
—Pues este es un muerto
que vamos a resucitar— desafió el capitán.
—Temo que debo darle la
razón a Núñez, capitán —interrumpió el padre— el único que ha
vuelto de entre los muertos, dejó este mundo hace mil ochocientos
años. Y nadie repetirá esa hazaña hasta el día del juicio.
No imaginaba cuan
equivocado estaba.
Villarroel estaba a punto
de responder, cuando un gutural gruñido detuvo en seco a los tres hombres. El sonido provenía del fondo de la cueva. Daba la
impresión de que un animal salvaje los esperaba entre las tinieblas.
Sintieron algo arrastrarse, unas rocas crujir. El capitán Villarroel
desenvainó su espada. “¡Quién anda ahí!” gritó a la
oscuridad. No recibió respuesta alguna. Sólo una larga pausa antes
de percibir el siguiente sonido. Una agitada respiración. Núñez
sostenía temblando su espada. Mientras que San Juan, armado sólo
con su sotana y su crucifijo, esperaba. En silencio, y rezando un ave
maría.
La quietud de la caverna
fue rota cuando súbitamente un ser se lanzó como gacela contra los
españoles, profiriendo bramidos animalescos. Se abalanzó contra
Núñez, quien fue arrojado contra el piso mientras el monstruo lo
atacaba. Villarroel soltó la antorcha y le enterró con ambas manos
su sable al ser. Le dio profundos y largos cortes. La criatura sólo
reaccionó al cuarto. Se volteó al capitán, y éste pudo verla
claramente: no era un hombre, era un monstruo. Sus miembros eran más
largos y flacos de lo normal. Era casi como un simio, pero de piel
gris. Su rostro era horrendo, deformado y con colmillos. De su boca
derrochaba saliva y sangre. Su cabeza era calva, y sus ojos
completamente negros, como los de un gato.
Pegó un grito, agudo y
espectral, más poderoso que el más fiero de los leones. Su aliento
era putrefacto, las peores fragancias del campo de batalla brotaron
de su enorme quijada y salpicaron una pegajosa y viscosa saliva
contra el capitán. Éste retrocedió unos pasos, soltó su sable y
desenfundó su pistola. El ser saltó contra él, pero tres balas lo
alcanzaron en el aire, dejándole un hoyo que atravesaba en dos su
tórax.
Quedó rendido en el
piso, retorciéndose como epiléptico.
—¡¡Madre de Dios!!
Fue lo único que el
padre, en shock, acertó a decir. El capitán recogió su
espada, e hizo un gesto para que le ayudara a levantar a Núñez.
Estaba aturdido por el golpe, y con el hombro sangrando a borbotones.
Entre los dos, lo cargaron y se alejaron lo más rápido posible de
esa criatura.
Tras retroceder a la
salida, los dos marineros que los aguardaban ayudaron a subir al herido. El padre cerró inmediatamente la compuerta, y
arrastró una mesa para cubrirla.
—¡Qué ocurrió,
capitán! Escuché gritos allá abajo —preguntó uno de ellos en
cuanto subieron a Núñez.
—Jamás me lo creería,
tenemos que irnos de aquí inmediatamente —dicho esto, Villarroel se
estremeció. Se había apoyado sobre uno de los muebles cubiertos por
sábanas, y al palparla y correrla un poco, descubrió que estaba
tocando la pierna azulada de un muerto.
Retiró la sábana.
Encontró un muerto en las mismas condiciones que el primer negro.
Retiró otra, y revisó bajo una tercera sábana. El mismo contenido.
—Dios mío, ¡No son
muebles, son cuerpos!
Su horror no terminó
allí, pues las sábanas comenzaron a moverse. Algunos estaban
acostados sobre el piso, otros sobre mesas, y otros estuvieron de pie
todo el tiempo, pasando a primera vista por closets o lámparas. Pero
el caso es que todos los muertos se desperezaron y avanzaron,
gimiendo y arrastrando los pies, hacia los visitantes.
Los dos marineros aún en
pie sacaron sus espadas, pero el capitán sólo sacó su revólver y
disparó. Los impactos daban en cuellos, cabezas, estómagos y
piernas, pero los seres no se detenían. Varios a medidas que
avanzaban dejaban a las sábanas caerse, y pudieron verlos en
detalle: eran más feos que el primer cuerpo, algunos eran masas
informes de piel y hueso que se arrastraban por el piso; otros
literalmente calaveras, amarradas por tendones a cuerpos carnosos y
descompuestos, con dos masas blancas dentro de las cavidades de los
ojos. Pero la mayoría eran cuerpos de negros que habían dejado
atrás hacia mucho tiempo el tono oscuro de su piel: ahora oscilaba
entre el grisáceo y el azulado. Algunos calvos, otros con matas de
cabello donde convivían insectos y cucarachas. Sus labios estaban
inflamados y colgantes. Su expresión era la de un ser perdido, sin
emociones, un autómata que sólo buscaba saciar su hambre.
Todos arrastraban sus
pies. Cabizbajos y lentos, rodearon a los españoles. El primer
cuerpo que habían descubierto se aferraba ahora a la bota del padre,
quien la mordía salvajemente. San Juan reaccionó pateando al cuerpo
del ser reanimado para zafarse.
Acorralados y sin saber
qué hacer, otro horror los sorprendió. Fuertes golpes surgieron por
debajo de la compuerta, hasta que finalmente logró emerger de las
tinieblas del subterráneo el monstruo que atacó a Núñez.
CONTINUARÁ...
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