Ilustración por Ana Oyanadel.
Las horas
fueron sucediéndose lentamente. Era un día despejado, la neblina
prácticamente se había disipado. Pero entre los hombres ya corría
el rumor de que la isla estaba habitada por criaturas demoniacas. Un
temor que podía palparse en el aire. En cada actividad de los
grumetes, ya fuera los que limpiaban la cubierta, arreglaban nudos, o
pulían los cañones, todos siempre miraban sobre sus hombros. O
atentamente a esa isla, de donde podía surgir en cualquier momento
una mortal amenaza. Carbacho fue quien dio las órdenes durante el
día. Gracias a él, el barco siguió funcionando con relativa
normalidad. Mientras, el capitán se había encerrado en su camarote,
con su botella de ron, a estudiar sus mapas. Esta vez no del caribe,
sino de Sudamérica.
Cuando el
sol se ocultaba, el padre San Juan bajó a la habitación que habían
destinado a Grenouille. Contaba con un reducido espacio, una litera,
un cajón, y una ventanilla desde donde se veía el mar. En posición
fetal sobre la cama, mirando a la pared, estaba Grenouille, todavía
llorando. Y sobre el velador, todavía estaba la bandeja con comida
que le trajeron en la mañana.
—Hijo
mío, no es probado ni un bocado desde que llegaste aquí— le dijo
el padre, en su idioma.
—No
tengo hambre, padre.
—Tampoco
haz probado el vino. Escasean los de este año, muy buena cosecha—
dijo San Juan, mientras revisaba la botella, y aprovechó de servirse
una copa.
—No
gracias, nunca bebo… vino.
El padre lo
acompañó, mientras degustaba, con pausas dignas de catador, cada
sorbo de la copa. Una vez que terminó, se le acercó a Grenouille y
puso su gruesa mano sobre su hombro.
—Jean
Pierre, dime ¿qué pasa? ¿Qué es lo que te tiene tan destrozado?
—Padre…
—Grenouille se limpió la nariz, y se aclaró la garganta. San
Juan aprovechó de echar una mirada a su vientre, donde tenía su
puño cerrado. Todavía sostenía el crucifijo.
—Lo
he perdido todo, mi fortuna, mi mujer, mi vida, mi humanidad…
—Calma,
hijo. No te desesperes.
Más llanto.
Lo dejó sollozar un poco más antes de seguir hablándole.
—Tranquilo,
estás a salvo ahora. Te llevaremos a la civilización…
—No,
no padre. No hay civilización para mí. No podría, no encajaría…
San Juan lo
miró por un instante, con compasión.
—Háblame
de tu mujer, ¿cómo era ella?
—Oh,
Zarité… era la mujer más hermosa del mundo. Mestiza, sabe. Tan
bella, curvilínea, siembre alegre… yo la amaba tanto. Me enseñó
tantas cosas, con ella aprendí tantas formas distintas de amar a una
mujer. El problema fue que también me enseñó cosas que ningún
cristiano debería saber.
—¿A
qué te refieres?
—…Esto
era suyo, sabe— se refería al crucifijo— ella siempre me dijo
que nunca dejara de creer.
—¿Y
qué pasó, cómo murió?
Grenouille
hizo otra pausa. Por un segundo el padre creyó que volvería a
llorar, pero pareció arrepentirse a último minuto. Había llorado
demasiado, y se le habían secado los lagrimales. Habló con una voz,
ya no quebrada, sino que neutra y seca.
—¿Alguna
vez ha amado de verdad a alguien, padre? ¿No sólo a un crucifijo?
Si lo hiciera sabría lo que uno a veces tiene que sacrificar por el
otro.
Un mal
presentimiento se formó en la consciencia del padre. Intuía hacia
donde iba la confesión del agazapado.
—Así
como en el paraíso, si Adán comió de la manzana, fue porque Eva
comió primero de ese fruto prohibido. Sólo siguió a su mujer.
Adquirió un conocimiento que le era prohibido, y tuvo terribles,
catastróficas consecuencias…
En su voz ya
no estaba el tono quebrado que lo caracterizaba, sino una más ágil,
de palabras que se chocaban entre sí como cuchillos afilándose.
Había adoptado nuevas energías, era como escuchar a un sicópata.
—¿Cuánto
tiempo estuviste en esa roca?— el padre temía la respuesta.
—Veinte
años. Veinte años, padre ¿puede creerlo? Es mejor que lo haga, su
deber es creer. Claro que después de todo lo que ha visto, eso ya no
es difícil.
El barco se
meció, y un vaso rodó de la bandeja al piso. El oleaje mecía a una
habitación apretada, de atmósfera cada vez más tensa y misteriosa.
—Con
Zarité estuvimos allí atrapados durante semanas— continuó
Grenouille — sin comida, sin agua, no podíamos salir a buscarla.
Ni siquiera podíamos volver a la orilla aunque quisiéramos, pues la
corriente nos habría matado en los mortales y afilados roqueríos.
Tan cerca y tan lejos ¡como para volverse locos! Y así fue,
precisamente padre. Sedientos, y muertos de calor, la caverna terminó
por volvernos locos…
Su relato
había llegado a un punto de no retorno. Una verdad aterradora y
terrible brotaba. El padre San Juan se recogió levemente. Ya no
estaba ante una pobre víctima. Junto a él yacía algo innombrable.
Un demencial y horrendo crimen.
La piel de
San Juan terminó de erizarse cuando Grenouille fue aflojando la
mano, y de su puño brotaron una, dos, tres pelotas pequeñas de
distintos colores, y finalmente un trozo de pluma que colgaba de la
madera.
No era un crucifijo, era un amuleto vudú.
No era un crucifijo, era un amuleto vudú.
—Jean
Pierre…
—¡Tiene
que entenderme, padre! ¡Era ella o yo! ¡O yo sobrevivía, o no se
salvaba ninguno! ¡Ella me pidió que lo hiciera para acabar con su
dolor!
—¡¡Qué
hiciste, animal!!
—Hice
lo que tenía que hacer. Y aún tengo hambre…
No era la
voz de un hombre la que pronunció esas últimas palabras. Sino la de
una bestia. Grenouille se volteó, revelando unos enormes y
penetrantes ojos negros, junto a unos afilados colmillos. Se arrojó
contra el español, y éste trató de defenderse. Hombre y bestia
tenían más o menos la misma fuerza, de modo que estuvieron
forcejeando un largo rato. Terminaron en el piso, ahorcándose entre
sí.
—¡Cree
que no siento culpa! –Bramó la bestia, con una voz profunda e
inhumana— estuve veinte años recostado al lado de sus restos.
Eterno recordatorio de mi crimen ¡Acaso hay tortura peor que la
culpa!
Cuando la
falta de oxígeno le empezó a restar fuerzas al Padre San Juan,
repentinamente la cabeza de su agresor explotó. Sangre y sesos se
desparramaron por el piso y la sotana del padre, el cual hizo a un
lado el cuerpo inerte de Grenouille. San Juan no había alcanzado a
percibir el sonido de los disparos hechos por el doctor Pérez desde
el pasillo.
—Nunca
confié en ese francés— dijo Pérez, al tiempo que ayudaba al
religioso a ponerse de pie.
—Dios
lo bendiga, doctor. Me salvó la vida.
—No
me lo agradezca, ¿qué fue lo que pasó aquí?
—El
pecado, hijo mío— contestó el padre, mientras limpiaba trozos de
masa encefálica de sus lentes— . El pecado de la carne. Ahora veo
que la Biblia no es metafórica en este punto: quien prueba el pecado
de la carne, no lo vuelve a dejar. La carne humana parece tener
propiedades indescriptibles en el organismo humano. Este hombre se
dejó seducir por confesiones profanas y demoníacas, y he ahí el
resultado… y usted ¿por qué andaba con pistola?
—Hay
problemas allá arriba.
El tono
serio en que le contestó le adelantó buena parte de la agitada
barahúnda que los esperaba en la cubierta.
Marineros
corrían de un lado para otro, la mayoría concentrándose en las
orillas de la cubierta. La noche había mandado a la embarcación
unos botes salvavidas de mala muerte. Habían llegado cargando
consigo unos esqueléticos y oscuros esperpentos, casi totalmente
camuflables con la oscuridad del mar. No emitían más ruido que un
jadeo lento y enfermizo, y trepaban como podían por el casco del
Silvestre Segundo.
La embarcación, rodeada de esos féretros flotantes, era defendida
con todo el vigor que su tripulación podía imprimir, con cada uno
de sus hombres ahuyentando a los zombies con sus espadas desde la
cubierta.
Pérez
y San Juan ahuyentaron a los muertos vivientes desde el castillo de
la popa con un rifle cada uno. El padre, haciendo a un lado su
principio de nunca portar un arma, peleó con la convicción de que
peleaba una guerra santa. Carbacho se movía a lo largo del caos de
la cubierta, organizando a los grumetes, gritándoles que no tuvieran
miedo, que estos seres no eran invencibles, que pelearan como
hombres, carajo. En eso estaba cuando llegó hasta la cubierta, donde
encontró al Capitán Villarroel, espada en mano, y con la guerrera
abierta, peleando contra un Petit Noir.
La criatura había llegado trepando por la cadena del ancla, portaba
una espada consigo, y tras él venían más zombies trepando por la
cadena.
Éste tenía
más destreza que los otros muertos vivientes. Peleó hábilmente
contra el capitán, pero Villarroel, en un rápido movimiento, logró
cortarle el brazo de una tajada. La criatura retrocedió unos pasos,
y el capitán lo tumbó de una patada, marcando la forma de su bota
en su pútrido tórax, y empujándolo por la borda, donde se
confundió con la negrura de las olas. Le cortó la cabeza al zombie
que asomaba por la cadena, y acto seguido fue a la polea del ancla,
la aflojó y consiguió arrojarla, junto a seis criaturas más al
mar.
Recién
entonces Villarroel le dirigió una mirada a Carbacho. Tenía la
barba crecida, pero la guerra le había devuelto algo de lucidez a su
expresión.
—Rompieron
las escotillas allá abajo. Ya han entrado varios, baje con más
hombres y encárguese, Carbacho.
—¡A
la orden, capitán!
Recién
pasadas las tres de la mañana la tripulación pudo contener a la
horda de seres reanimados. Dentro de la embarcación, habían
conseguido averiar a varios cañones, pero Carbacho le dio caza a
cada uno de ellos. Algunos incluso se habían escondido como alimañas
entre los recovecos y cachivaches del interior del barco. En la
cubierta, aún se retorcían miembros humanos, como insectos
agonizantes. Los hombres, con todo el repudio que suscitaba tan
grotesco espectáculo, arrojaron a punta de patadas brazos y piernas
al mar. Aún más duro fue ejecutar a cinco marineros, que habían
sido mordidos, por orden del capitán. En el mismo acto debieron ser
desmembrados, y arrojados por la borda.
Los
zombies restantes fueron apilados de rodillas y esposados en la proa.
Recién allí los hombres del Silvestre
Segundo le tomaron el peso a su hazaña:
pudieron contemplar a los monstruos, huesudos, pero fuertes. La
mayoría totalmente desnudos, muy pocos con taparrabos, y con sus
miembros y órganos colgantes. La batalla no había dejado a ninguno
con todos sus homúnculos en su lugar. A la luz de las antorchas se
podía apreciar costillas al aire, rostros desfigurados, y en general
con expresiones perversas y demoniacas, o simplemente vacías, como
las de un hombre sonámbulo.
Villarroel
ordenó no arrojarlos al mar sin antes haberlos desmembrado miembro
por miembro, pues de lo contrario nada les impedía volver a trepar.
Mientras los más valientes apuntaban con rifles a los engendros, el
capitán pudo contar a dieciocho criaturas. En eso estaba cuando
llegó Carbacho con tres más. Venían encadenados, y amenazados por
las espadas de tres grumetes. El capitán los hizo arrodillarse junto
al resto del grupo.
—¿Son
todos los que quedan?
—Los
demás los amarramos a los botes, y los volamos a cañonazos,
capitán. Estos se habían escondido en el calabozo.
—Muy
bien hecho, Carbacho. Ahora veamos, qué tenemos por acá…
El capitán
ya había pasado revisión a los prisioneros. Pero uno de los tres
que se habían sumado tenía una peculiaridad, era mucho más bajo y
gordo que los demás. Villarroel se le acercó lento, pero soberbio,
sin soltar la espada de su funda. Su pelo era largo y oscuro, y le
cubría la mayor parte de la cara. Venía vestido con una especie de
vestido indoamericano. Ya teniéndolo frente a frente, el capitán no
tuvo dudas de que se trataba de una mujer.
—¿Qué
demonios tenemos aquí?
—Quién
demonios, querrá decir.
Su voz
era la de una anciana. Susurrante y escalofriante. Casi totalmente
desdentada y de cabello enrizado y enmarañado como la jungla.
Insectos y raíces brotaban de él. San Juan, que conocía bastante
de la religión de los negros, supo de inmediato que esa anciana,
negra como la noche, y de olor a hierbas quemadas, era una Mambo,
una hechicera vudú.
—¿Usted
no está muerta, verdad?
— La
vida y la muerte son sólo ilusiones. Inventos de los blancos y de su
Dios. Todos estamos muertos, incluso usted, Alfonso Villarroel
Subiabre.
— … ¿Quién
le dijo mi nombre?
—Yo
sé muchas cosas, cosas que usted, ni en sus más tormentosas
pesadillas sospecharía.
—Qué
va a saber usted, vieja loca. Mátenla— dada la orden, el capitán
le dio la espalda.
Un marinero
ya había desenvainado su espada, pero la anciana, manteniendo la
tranquilidad, siguió hablando:
—Matándome
no recuperará a Graciela.
El capitán
se detuvo en seco, como si algún superior le hubiese gritado
“Firme”. Titubeó unos instantes antes de voltear a la anciana.
—¿Y
usted cómo sabe…?
—Te
he escuchado por las noches. Escucho tus pensamientos. Tus sueños
son mis sueños, y tus pesadillas, mis pesadillas. Pobre hombre, sólo
quieres recuperar algo que te quitaron. Pero yo puedo acabar con tu
tormento.
Con la misma
expresión anonadada con que le habló al zombie de Núñez la noche
anterior, el capitán puso una rodilla en el piso, se acercó al
arrugado rostro de la Mambo y le consultó:
—¿Puede
devolverle la vida?
—Le
he devuelto la vida a miles de mis hermanos y hermanas. Hasta en una
calavera puedo insuflar el aliento de la vida.
—Capitán,
no escuche a esta mujer… — interrumpió Carbacho.
—¡Silencio!
Y tu negra, explícame— dijo, zamarreando a su prisionera con ambas
manos, quien seguía calmada— ¿cómo se hace? ¿Cómo se puede…?
—¡Capitán,
un barco a los doce en punto!— gritó el vigía desde el mástil.
Dicho esto,
la atención se desvió hacia la orilla norte del barco. Carbacho
sacó su catalejo y se asomó a la orilla. Oteando en la noche
caribeña, una fantasmagórica imagen brotaba de lo más negro de las
tinieblas. Ante ellos se cernía la silueta de un antiguo barco
francés, con evidentes signos de haber sido hundido. Flotaba casi
sin tocar el agua. De su tripulación, sólo se distinguían alimañas
escurridizas, que serpenteaban de un lado a otro por la cubierta y
los mástiles.
—¿Pero
qué es esto?... –dijo abrumado Pérez.
—Primera
regla de la guerra, doctor— le respondió Carbacho, mientras
cerraba su Catalejo—: primero mande a la infantería, después a la
carga pesada ¡Todo el mundo a sus puestos!
Al grito del
primer oficial, los marinos corrieron a tomar posiciones y preparar a
la embarcación para otra batalla. Todos menos Villarroel, quien
seguía acuclillado, casi como hipnotizado por la mirada penetrante
de la bruja, quien le susurraba algo que nadie más que el capitán
alcanzó a comprender.
—¡Capitán,
levántese! ¡Tenemos que matar a los prisioneros!
—No
mataremos a esta mujer, Carbacho— dijo Villarroel, con un tono de
voz apagado.
Carbacho lo
interrogó con la mirada, sin comprender, por un largo instante,
hasta que el capitán se levantó.
—Esta
mujer controla a esas cosas. Le hacen caso en todo lo que diga. Con
ella tenemos algo con qué negociar.
La
explicación no le bastó a Carbacho. Todos sabían que era otro el
interés que tenía el capitán en la anciana. Ignorando sus
verdaderas intenciones, procedió a decapitar, junto a Villarroel, a
los zombies prisioneros.
CONTINUARÁ...
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