Ilustración por Visceral.
Al principio, no sabía
qué creer, sin embargo, sí entendía que las muertes de niños se
sucedían cada año en navidad. Como si de un sacrificio tácito
entre la comunidad y Santa Claus se tratara. En este pueblo la
navidad era cosa de cuidado, no se dejaba de celebrar (una
celebración como esta es capaz de sobrevivir a cualquier
dificultad), simplemente se tomaban los resguardos, nadie hacía
alarde de su celebración, era a puertas cerradas, ningún niño
salía de casa en víspera o el día de navidad, nadie hacía
ostentación de sus regalos, si es que los había. Quienes no
cumplieran con aquel resguardo debían asumir las consecuencias.
No se trataba de una
dulce navidad, ya me lo habían hecho saber a medida que conocía
personas y la fecha se acercaba, también me sugirieron tener
encendida la estufa en víspera, independiente del calor que en
diciembre se instala en estos parajes. «Con fuego evitas que uno de
los accesos, tal vez el principal, esté libre, tampoco abras las
ventanas, menos la puerta si es que alguien golpea. No salgas de tu
casa bajo ninguna circunstancia. Y sobre todo cuida de tus hijos,
ellos son las principales víctimas, las que sucumben ante la
navidad, y en este caso, ante el Viejo Pascuero, y esto último es
literal»
Lo primero que oí sobre
Santa en el pueblo es que en él le habían dado muerte, que ese
hecho aconteció hacía ya 30 años, pero que desde que la animita
que recordaba el lugar en que dejaron el cuerpo apuñalado y golpeado
del Viejo Pascuero fue destruida y lanzada en pedazos al zanjón unos
meses después de su muerte, nunca más la navidad fue una fecha para
celebrar abiertamente. La Misa del Gallo se realizaba sólo con
ancianos que ya no temían morir, pues la muerte les rondaba. Se
pedía porque el flagelo de Santa Claus terminara, pedían perdón
por haber profanado su sagrado espacio de recuerdo. Ahora, en ese
mismo lugar una decena de animitas conmemoran el hecho original,
algunas tienen devotos seguidores foráneos al pueblo que afirman
haber obtenido milagros de Santa, milagros que se producen en
navidad, en una «No Navidad» para nuestros vecinos..
Mi hija venía
insistiendo en celebrar la navidad, en tener árbol y regalos, antes
de mudarnos habíamos quedado en que esta sería una con más regalos
que la anterior, si es que se portaba bien, ella creía en Papá Noel
como le dicen en los dibujos animados, nosotros no hacíamos nada por
desalentarla o incentivarla, creíamos junto a mi esposa, que debía
seguir su propio proceso, así como con otras creencias.
En víspera estuvimos
algo aislados por culpa de la varicela que atacó a mis dos hijos,
así que las bajadas al pueblo eran netamente prácticas, nada de
vida social o esparcimiento, en el campo lo teníamos todo. Estábamos
pasando por un dulce momento familiar, pese a la enfermedad, pues al
cuidarnos mutuamente nos habíamos unido como nunca antes. Por lo que
olvidé por completo lo de la maldición navideña en que el pueblo
se sumía, nunca tomé en serio lo que decían.
El día 24 hizo un calor de los mil demonios, 32° para Demaihue era todo un record. No salimos de casa, pues intuíamos que el sol, el aire libre para la enfermedad de los niños sería perjudicial, las puertas y ventanas, eso sí, estaban abiertas al máximo. Había bajado las gruesas cortinas que daban hacia el oeste impidiendo que el sol ingresara a la casa.
El día 24 hizo un calor de los mil demonios, 32° para Demaihue era todo un record. No salimos de casa, pues intuíamos que el sol, el aire libre para la enfermedad de los niños sería perjudicial, las puertas y ventanas, eso sí, estaban abiertas al máximo. Había bajado las gruesas cortinas que daban hacia el oeste impidiendo que el sol ingresara a la casa.
Avanzando la tarde,
cuando el calor dejó de ser un enemigo, preparamos el ambiente para
la cena navideña, sería la primera de Maite, sentada a la mesa
junto a nosotros. A sus cuatro años ya podía comer de manera
independiente y hasta participar de las conversaciones. A mi hijo, de
cuatro meses, lo dejamos en su habitación, durmiendo según su
rutina.
El sol comenzaba a
descender en el horizonte, la mesa estaba servida y comíamos
frugalmente, en armonía hasta que uno de los adornos del árbol, un
Santa Claus, cayó estrepitosamente, nuestro perro ladró con
estridencia desconocida.
Inmediatamente se me vino
a la memoria la maldición navideña del pueblo. Con un gesto y
diciendo de manera enérgica «Ve a ver a Franco» terminó la cena,
inmediatamente, antes de que ella pudiera ponerse de pie, mi hijo
gritó y rompió en llanto. Le pedí a Maite que se sentara en medio
de la sala, una vez Ingrid atravesó la puerta del pasillo le pedí
lo mismo, cerré lo más rápido que pude puertas y ventanas, bajé
todas las cortinas y comencé a encender fuego.
Rápidamente los leños
resecos encendieron una lumbre hermosamente sofocante, me senté
junto a mi familia que poco entendía mi comportamiento, pero que
guardaban silencio, asustados, imagino que debió ser mi rostro, mi
tono de voz, lo que los atemorizó, imagino que un pálpito también
tenían, el ambiente parecía enrarecido y no sólo por el calor.
Una vez Franco se calmó
y volvió al sueño le pregunté a Ingrid que qué ocurría, por qué
miraba en todas direcciones, perseguida por algo. Ella sin pensar en
las consecuencias, prorrumpió en que «algo» se había movido en el
exterior de la habitación, una especie de abrigo rojo sucio, sólo
había visto parte de un hombro y el brazo. «Es Santa exclamó Maite
con entusiasmo». Es el Viejo Pascuero pensé yo, y todo ese peso
escéptico cayó sobre mis hombros y un terror enorme me invadió,
ganas de huir, salir corriendo, pero sabía que hoy más que nunca,
debía estar junto a mi familia, protegerlos. El fuego bramaba en la
combustión, Maite continuaba pidiendo que llegara pronto Santa Claus
y además reclamaba por el calor. Mi mujer también me preguntó por
el fuego y debí decirle que lo había hecho debido a lo mismo que
ella había visto, para evitar que entrara, Esto lo hice siendo
indirecto, para que nuestra hija no entendiera, o si lo hacía, fuera
lo menos posible.
Maite insistió en que
debíamos abrir alguna ventana para que el Viejo Pascuero ingresara a
dejar los regalos y nos increpaba por no haber dejado las calcetas
para regalos cerca de la combustión, y que con aquel fuego, él no
se presentaría jamás.
No soporté, estaba bajo
demasiada presión, oía voces en mi cabeza, todas me hablaban a la
vez, todas me decían qué debía hacer y cómo era posible que no
hubiera tomado en cuenta las advertencias, finalmente le grité a
Maite. «Santa Claus no existe, compréndelo, es una invención para
que nosotros te compremos los regalos, para que todo el mundo se
regale objetos innecesarios». Sin embargo, a ella no podía
convencerla sólo con argumentos, debía proceder con pruebas
tangibles, así es que le pedí que me acompañara a la trampa que da
acceso al entretecho, tiré de la cuerda y se desplegó la escalera;
subimos a ver los regalos que teníamos guardados desde hacía
tiempo.
Sobre la techumbre se
oían sus pasos, esto estaba volviéndome loco, pues no había
resultado el que mi hija viera los regalos, la presencia de Santa era
demasiado evidente, las razones por las que no queríamos que él
entrara en nuestra casa no estaban claras para Maite que continuaba
deseando que eso que nos merodeaba entrara.
Le pedí que se sentara,
que le explicaría algo, que prestara atención. Estaba buscando las
palabras adecuadas, sin embargo, un olor a quemado me llegó antes de
ver cómo con una combustión casi instantánea surgía el fuego
desde un extremo, inmediatamente el grito de Ingrid y el llanto de
Franco me sacaron de una especie de parálisis, tomé a Maite de un
brazo y bajamos, en torno a la combustión el fuego se había
propagado, la puerta de la cocina estaba abierta, en el interior ni
rastros de Ingrid, inmediatamente sus gritos desgarrados me llegaron,
ya se había oscurecido. Tomé a Maite en brazos y salimos de la
casa. Afuera nos reunimos los cuatro, mirábamos atónitos cómo las
llamas consumían nuestra vivienda. De pronto, un JoJoJo nos sacó
del ensimismamiento, sobre el techo se encontraba un Santa con su
traje en harapos sucios, su rostro reflejaba la satisfacción y
también hambre. Corrimos hasta el automóvil, subimos en él,
retrocedí a toda velocidad y me encaminé hacia la salida del campo,
nuestro perro nos seguía, poco a poco se fue perdiendo su figura en
la distancia y la oscuridad. Todos llorábamos, yo lo hacía por
miedo.
La imagen de su rostro
con un hambre maldita se me aparecía en los espejos del automóvil,
a toda velocidad bajamos en el sinuoso camino que tanto adoraba.
Todas las casas estaban a oscuras, nadie nos prestaría auxilio.
Llegamos hasta «el puente de fierro» y pensé en detenerme, frente
a nosotros se veían quilómetros de solitario camino hasta llegar al
pueblo, seguí manejando hasta que estuvimos tan lejos que sentí
algo de seguridad, sin embargo, pese a la distancia, nuestra casa
podía verse siendo consumida por las llamas y en ellas me parecía
ver un signo de maldición inamovible para el pueblo. Nunca jamás
regresamos.
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