Ilustración por Visceral |
Villarroel ordenó desencallar el barco del roquerío, y dirigió la embarcación a enfrentarse directamente con el buque que los acechaba.
Ambas naves se bombardearon recíprocamente, pero ninguna retrocedió. El combate de ultratumba llegó a su máximo clímax cuando el buque fantasma consiguió arrimarse al galeón español. En tropa abordaron zombies del tipo Grand Noir, vestidos con uniformes franceses. Entre ellos, era posible distinguir a ex uniformados bonapartistas, transfigurados en muertos vivientes. Saltaban y se colgaban de cuerdas y de mástiles como primates, babeantes, y enardecidos. Los soldados españoles se vieron en poco tiempo rodeados por un enemigo superior en fuerza y en número.
Le chocó bastante a los grumetes ver el contraste entre el noble uniforme, rojo y azul, con el ser oscuro y fiero que lo portaba. Saltaban como ratas de un mástil al otro, y caían como leonas, sin piedad alguna, contra los españoles, quienes se defendían con todo lo que tenían de espadas, revólveres y cañones. Así y todo, la cubierta se cubrió de sangre, en una grotesca y sádica carnicería. Muchos Grand Noir agregaban al altivo sombrero francés, un collar de orejas y narices, y otros los intestinos de sus víctimas, delineando una imagen de lo más surrealista y fatídica. Cabezas, balas, corazones y lanzas volaban de un lado a otro, en un revoltijo irreconciliable.
Carbacho luchó de forma incansable con docenas de ellos, defendiendo la entrada al compartimiento de las municiones, una puerta sellada a la que se llegaba por una escalera que bajaba desde la cubierta. Terminó con un pie dislocado, un ojo morado, el labio sangrando y la mano izquierda inutilizada por el combate, así y todo siguió peleando a punta de sablazos contra los monstruos. En un arrebato de ira, los zombies se arrojaron contra su cuerpo, y del impacto rompieron la puerta de madera. En el breve instante en que hombre y monstruo yacían en el piso entre las maderas rotas, Carbacho sacó un cuchillo de su bolsillo y degolló al zombie. Tras él, dos criaturas más se aprestaban a devorarlo, pero fueron inutilizadas por dos certeros balazos del capitán, desde el fondo de la habitación.
Aún con la cabeza mareada, y el cuerpo adolorido por el impacto, el primer oficial hizo un esfuerzo por hacer a un lado los cuerpos de las criaturas y ponerse de pie. Al interior del compartimiento, el capitán tenía apilados todos los barriles de pólvora al estribor del barco, mismo lado donde se encontraba la embarcación enemiga pegada a ellos. Junto con eso, había regado un pequeño hilo de la misma sustancia, que corría desde los barriles hacia la puerta recién destruida.
—¿Va a volar el barco, capitán?— preguntó, con voz jadeante, y ajustando su vista a la oscuridad del lugar.
—No hay otra opción. Los cañones ya no tienen balas, y nuestros hombres caen como moscas. Por lo menos nos llevaremos su nave consigo.
—¿Alcanzara la pólvora para hundir ambos barcos?— dijo mientras se le acercaba, haciendo un notable esfuerzo para caminar.
—Eso es algo que tú vas a averiguar.
Carbacho hizo una pausa mientras contemplaba al capitán vasco poner el último barril en su lugar, luego asomarse a una de las esclusas a babor donde antes estuviera un cañón apuntando hacia afuera. Arrojó un par de bolsas por la apertura. Al otro lado había un bote salvavidas.
—Tiene que ser una broma… ¡El capitán tiene que morir con el barco!
—Es por eso que ahora tú eres el capitán— le contestó, entregándole una caja de fósforos.
—¡Villarroel, no puede hacer esto! ¿En serio va a escapar? ¡¿Nos va a dejar a todos botados en medio del combate?! ¡¡Qué clase de capitán hace eso!!
Villarroel tardó en contestarle. Si bien le sorprendió que su primer oficial lo llamara por su apellido, su rostro permaneció totalmente impávido, y su voz denotaba absoluta indiferencia.
—Uno que ya no quiere más guerra, hijo.
Un suspiro melancólico acompañó a esta exclamación. Procedió a subirse a la esclusa, preparándose para saltar al bote.
—¿Qué pasó con su sueño, reconstruir el imperio español? ¡Se ha olvidado de todo eso también!
Villarroel le dedicó una última mirada, desde la incómoda posición en que se encontraba. No dijo nada, se limitó a guardar silencio un largo instante, y en seguida saltó. Considerables ondas produjo en el mar la caída de Villarroel, dado su tamaño. Como si nada ocurriese a unos metros de él, remó en solitario, con toda la calma del mundo, hacia el sur.
Carbacho asomó la cabeza al exterior. Vio como el ex capitán se alejaba lentamente, sin mirar hacia atrás. Con la boca desencajada, de la indignación, pero también del dolor, contempló la escena, mientras terminaba de procesar la situación. Por más vueltas que le daba, no quedaba otra salida. Una línea rojiza en el horizonte delataba los primeros rayos del sol, su única arma contra las bestias, pero el tiempo era algo de lo que no disponían. Empuñó la caja de fósforos, luego la puso en su bolsillo. A sus espaldas ya podía percibir a más criaturas acercándose. Sabía muy bien lo que tenía que hacer. Dio media vuelta, recogió su espada, y se enfrentó a los engendros.
Un negro altísimo, de uniforme y sombrero francés, tuvo en vilo un largo rato al malogrado marino español. Lo retuvo en la escalera, peleando en los escalones superiores, procurando evitar que bajara. La pelea de espadas concluyó cuando el Grand Noir logró clavar su sable en el vientre de Carbacho, rajándolo y vertiendo un largo chorro de sangre. El grito de dolor que pegó Carbacho pasó inadvertido entre toda la algarabía. Tambaleó, se sujetó del barandal, pero finalmente rodó por las escaleras. Fue un impacto duro contra el piso. Casi inconsciente, miró a su alrededor. Estaba derrumbado, entre la suciedad y el desorden de la oscura bodega. El monstruo seguía allí arriba, contemplándolo, saboreándolo, preparándose para darlo de baja. Intentó levantarse, pero era inútil. Estaba agotado, herido, y había perdido su espada. Se sujetó de una manta sobre el cofre que tenía a su derecha, pero sólo logró hacerla caer encima de él. No había salida. La criatura rugía y rugía, sólo aumentaba el suspenso para ver cómo su víctima temblaba de miedo.
Carbacho estuvo a punto de abandonarse al inminente desmayo, cuando distinguió una punta brillante junto al cofre. Se trataba de un arpón, de los que usaban para cazar ballenas en el atlántico. Era la última oportunidad. Reunió sus últimas fuerzas, procuró tener los músculos tensos y la mente lúcida. Extendió la mano, y la criatura bramó. Al tocar el arpón, la bestia ya había saltado. Con toda la velocidad que logró imprimir en la acción, levantó el arpón, apuntándolo en dirección a la bestia, la cual al caer, fue atravesada. Su sicótico chillido retumbó en los oídos de Carbacho. A pesar del dolor, consiguió que la otra mano lo ayudara a sujetar el arpón. Había matado a la bestia con su propio peso, la cual agonizó eternos minutos sobre el maltrecho cuerpo de Carbacho. Su indescriptible y asqueroso olor fue suficiente para mantenerlo despierto. Lo empujó, mientras aún se retorcía. Con su cuchillo, finiquitó al agresor. Luego se dejó estar. No quiso levantarse del piso. Tenía la cabeza apoyada en el cofre. Se quitó la guerrera. Sus intestinos ahora colgaban de su vientre, costaba creer que tal cantidad de tripas estuviesen tan bien acomodadas anteriormente dentro de su cuerpo. Su camiseta blanca estaba teñida de sangre, y su cuerpo lleno de magulladuras y moretones. Respiraba trabajosamente, su última batalla ahora la peleaba con sus propios pulmones.
— ¡Carbacho!
Levantó la mirada. Desde la escalera descendía la inconfundible figura del doctor, y tras él la del sacerdote. Portaban un revólver en cada mano, y en sus descalabradas y polvorientas figuras se veían los claros síntomas de la guerra.
El doctor rápidamente bajó, y se inclinó a ayudar al primer oficial. Era una herida mortal. Se dispuso a limpiar un poco con la manta, pero Carbacho le hizo un débil gesto con la mano para que no se molestara. No valía la pena. Tras una rápida mirada al reguero de pólvora, el doctor dedujo la situación. Interrogó al herido de una mirada, y éste le contestó asintiendo débilmente con la cabeza.
—¿Dónde está el capitán?
—Huyó… me encargó a mí detonar todo esto…
Los dos hombres de pie se miraron entre sí. Ambos sabían que esta batalla estaba perdida. No tenía caso volver allá arriba, casi no quedaban hombres en pie. Lo más cauto era seguir los pasos del ex capitán.
—Es mejor que huyan… ahora…— tartamudeó Carbacho, señalando a la esclusa por donde salió Villarroel.
El doctor echó una mirada. A pocos metros del barco flotaba uno de los botes en los que había llegado el primer destacamento de zombies. Con los primeros rayos del sol, pudo distinguir que estaba vacío. Era más que factible alcanzarlo nadando.
Antes de partir, el padre San Juan le dedicó unas palabras a Carbacho.
— La paz sea contigo, hijo. Tu sacrificio es lo más valiente que he visto en mi vida.
Pérez sólo le dirigió una sonrisa de agradecimiento desde la esclusa. Finalmente, ambos saltaron. Carbacho se arrastró, regando el piso de sangre e intestinos, hasta quedar junto a la escalera y al camino de pólvora. Se apoyó en el último escalón. Buscó entre sus bolsillos la caja, por un segundo temió que la había perdido.
Pocos minutos después, no quedaba ya nadie en pie en la cubierta. Los zombies procedieron a alojarse en el camarote, guarnecidos de la luz del sol. Los demás, se dirigieron a la bodega. Y Carbacho, luchando por respirar, prendió con sus dedos temblorosos el fósforo. Los Grand Blanc se asomaron por la escalera. Desde arriba, vieron el piso regado de sangre y pólvora, y al marino español, agonizante, con un palito pequeño en la mano. No entendían lo que pasaba, hasta que Carbacho les dirigió una débil sonrisa de victoria, y soltó el fósforo. El monstruo que iba más adelante no disimuló su horror. El camino de la chispa corrió raudo hacia los barriles, y el zombie se arrojó como un cuadrúpedo uniformado por la escalera. Con toda la velocidad que le permitió su instinto de supervivencia trató de alcanzar la chispa. Por cosa de milisegundos, su rostro terminó a muy pocos centímetros del primer barril en explotar.
Uno a uno fueron detonándose, hasta envolver a todo el interior del barco en fuego y llamas. La explosión voló toda la cubierta, y alcanzó para destrozar al lado estribor del barco de los zombies. Sus putrefactos cuerpos fueron abrasados por las llamas y expulsados muy lejos a distintas partes. Acosado por la fuerza de la pólvora, el Silvestre Segundo se desmigajaba en los respiros de Lucifer.
A la distancia, remando como locos, y con el sol asomándose por el oriente, San Juan y Pérez vieron cómo ambos barcos se destruían en un revoltijo de fuego y explosiones. Los mástiles fueron los primeros en colapsar, y en aplastar al resto de la embarcación. Las velas, abiertas y ardiendo, se encargaron de expandir las llamas a cada rincón. Humo y astillas flotaron un largo rato en el aire, y entremedio, cuerpos incendiándose de muertos vivientes saltaban al agua; donde la luz del sol, y su propia incapacidad para nadar, terminaba de rematarlos.
Tras unos minutos de remar frenéticamente y contemplar la brutal escena, ambos personajes recuperaron algo de calma, sus corazones palpitaron con normalidad y remaron más pausadamente. Pérez fue el primero en romper el largo y agotador silencio que se instaló.
—Terminó, por fin terminó esta pesadilla. Sobrevivimos…
—Tantas vidas perdidas, Pérez. Somos los únicos supervivientes de una espantosa tragedia… ¿Sabe a dónde nos dirigimos?
—Si mis cálculos no fallan, a Cuba. Es un viaje largo con los medios que disponemos, pero realizable.
—¿Y después a dónde piensa ir, doctor?
—¿Yo? De vuelta a Europa. Londres, o quizás Viena. Allí tengo algunos amigos mucho más sabios que yo— dejó de remar un segundo, y extrajo de su chaqueta un tubo sellado con un corcho. En su interior, almacenaba la droga que recogiera Núñez— que me ayudarán a desentrañar los secretos de esta droga. Y con un poco de suerte, encontrar una vacuna, o una cura ¿Y usted padre?
—También volveré a Europa, al Vaticano. Confío en que allí podrán enseñarme la forma de combatir esta maldición.
—¿Maldición?— dijo, con un tono irónico, al tiempo que retomaba los remos— ¿Aún no confía en que la ciencia podrá darle explicación y solución?
—No quiero discutir contigo, hijo. Tú y yo somos hombres muy distintos, pero ambos buscamos lo mismo: la verdad. Y buena parte del camino la tendremos que recorrer juntos.
El doctor asintió. Tras una pausa, en que escucharon al clamar de las gaviotas, consultó:
—¿Qué pasará con él?
Todavía era posible distinguir el bote del capitán Villarroel, ya muy lejos, en la dirección contraria, irrumpiendo en la infinita profundidad del cielo y del mar.
—Que Dios se apiade de su alma, hijo mío.
Dicho esto, el doctor y el sacerdote remaron en silencio largas horas, adentrándose en un inconmensurable y pacífico mar, rumbo al horizonte.
***
Muchos años después, un hombre, bastante alto y próximo a la ancianidad, subía por un empeñado camino perdido en la sierra peruana. Estaba envuelto en ropajes andinos, y en sus brazos cargaba un bulto del tamaño de una persona. Alfonso Villarroel hacía un esfuerzo sobrehumano por acomodarse al escaso oxígeno, pero su edad y su debilitada salud no mermaban sus energías.
Había esperado muchos años ese momento. Nunca hubiese esperado que terminaría sus días en esa tierra que tanto aborreció, que le había privado de dos de sus dedos y de su mujer. No obstante, su vida había cambiado mucho. Él mismo había cambiado, ya no era el altivo militar vasco que tanto valorara la armada española. Ahora pasaba fácilmente por uno de los tantos mendigos que pululaban allá abajo a los pies de la cordillera. Había gastado su vida, sus recursos, y todo lo que tenía, para ver realizada su obsesión.
El mundo había cambiado también, junto con el Caribe. Había nuevos países independientes, Cuba seguía siendo española, pero lo principal, era que los negros se habían retirado luego de dos décadas de dominio de Santo Domingo. Oficialmente, los dominicanos habían conquistado por su propia cuenta su independencia. Nadie decía ni una palabra sobre muertos vivientes, salvo los rumores.
A esas lejanas tierras, la notica tardó algunas semanas en llegar. A Villarroel le tenía sin cuidado. No estaba interesado en averiguar cómo demonios habían hecho frente a esos zombies. Si con ciencia, magia o religión, le daba lo mismo. Mientras ninguna de esas cosas tocara a su amada Graciela, estaba conforme.
Finalmente llegó a la cima del peñasco. Allí lo estaba esperando la misma Mambo que conoció en el caribe. Inalterada por el paso del tiempo. Frente a ella, había un altar, usado por los incas desde hacía siglos para sacrificar ofrendas a los dioses. Sobre éste, depositó el bulto que cargaba. Retiró el pañuelo de su boca para contemplarlo mejor. Tenía una larga y sucia barba, además de notables ojeras que lo hacían ver mucho más viejo de lo que realmente era. Quitó la frazada que cubría la parte superior del bulto, y dejó al aire el rostro de la momia de Graciela. Cuidadosamente momificada por los mismos indios que le dieron muerte. El trabajo era notable, a lo lejos pasaba por una mujer durmiendo. Su belleza seguía intacta, y eso era lo que más esperanza le daba al ya viejo Villarroel de recuperar a su mujer.
La Mambo dio inicio al ritual. Desplegó una larga perorata en creóle, luego en la lengua de los dioses africanos, y finalmente, en el lenguaje de la Pachamama. Una larga algarabía de gruñidos y sonidos en apariencia indescifrables.
Había cuatro antorchas encendidas, una en cada esquina del altar, que se mantenían encendidas a pesar de los fuertes vientos de la cordillera. El cielo se oscureció. Nubarrones oscuros e intimidantes se cernieron sobre sus cabezas. Una fuerza intangible, ajena a toda comprensión y control de los mortales, estaba siendo convocada por la negra.
Villarroel estaba de rodillas, sin levantar la mirada. Orando los conjuros impronunciables que le había enseñado la negra, depositando todo su ser en deidades paganas, y otras olvidadas hacía siglos.
La Mambo se agitaba cada vez más. Hablaba y hablaba. Movía los brazos, agitaba ramales en llamas. Los cóndores volaron lejos de sus nidos, y los animales más próximos rugieron y se alejaron. La atmósfera estaba cargada de una tensión eléctrica. Parecía que iba a llover en cualquier minuto. Entre el humo y la altura, el oxígeno se volvía cada vez más escaso, y Villarroel luchaba por no desvanecerse. Su corazón palpitaba fuertemente. La negra llegó al clímax de su discurso. Los dioses habían escuchado su llamado.
Y la tierra respondió. El terremoto fue tan fuerte que Villarroel debió tirarse al piso para no resbalar. Inexplicablemente, la Mambo seguía allí de pie, quieta como un tronco, y orando cada vez más rápido y fuerte. La tierra se trizó. Rocas se abrieron, y el altar también. La grieta se tragó al cuerpo de la momia. Villarroel se despegó automáticamente del piso. No esperó a que terminara el terremoto y se acercó, tambaleando. Tras un largo intento, logró aferrarse al altar. Se asomó, buscando a Graciela. Su cuerpo no estaba, en su lugar brotaba un resplandor rojo—amarillento del interior de la grieta. Villarroel gritó su nombre, buscándola. Desde lo más profundo de la roca, distinguió una silueta femenina acercándose, y su pecho se infló de esperanza.
— Graciela, mi amor, volviste…
La ilusión no tardó en desvanecerse, y en dar paso a la figura imparable de un infernal dragón. El demonio, escoltado por el eco de un largo bramido, surgió de lo más remoto y profundo de los infiernos para atrapar a Villarroel de un mordisco y, antes de que pudiera percatarse de lo que le pasaba, arrastrarlo consigo a las profundidades del volcán en que se había convertido el peñasco del altar.
La vida de Villarroel se fue en el grito de espanto y horror que lanzó al ser abducido por el demonio. Todo ocurrió tan rápido, todavía no terminaba de temblar, pero el grito del ex capitán fue rápidamente ahogado por la estridente risa de la bruja que fraguó su horrendo destino.
Cuando el terremoto cesó y la tierra se cerró, relegando nuevamente al olvido al volcán dormido, entre tantos otros que ocupan el Andes Peruano, la bruja negra siguió riendo. Su malévola y aterradora risa siguió resonando entre los más bastos ecos de las paredes de rocas andinas, erizando la piel de todo viajero que tomara una ruta cercana, y sacando de su sueño a decenas de momias que aún yacían dormidas entre los recovecos de las grutas y cementerios incas.
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