lunes, 29 de diciembre de 2014

"La Obra de un Genio" por Paulo Lehmann













Ilustración por All Gore.








“La voz sepulcral de Los Genios”
- Les Djinns, poema de Víctor Hugo.




A lo mejor nunca debimos presentarnos, Eduardo hace ya algunos días que no se veía bien.

Éramos los últimos, nos consideraban como el plato fuerte del encuentro coral. Luego de dos horas fue nuestro turno. Bach, Vivaldi, Mozart, Beethoven, Gounod, Wagner y otros desfilaron en nuestro repertorio, aceptado y aplaudido por el público. Pero sabíamos que ellos esperaban otra cosa, y lo teníamos reservado para el final. 

En un principio cuando Eduardo nos dijo que en la presentación incluiríamos aquella obra, nos negamos, pero nuestro fuerte siempre han sido los desafíos, así es que terminamos aceptando.

Hacía años que nadie interpretaba la musicalización de este poema del gran Víctor Hugo, quizás por las diversas y curiosas historias tejidas en torno a ella y a quienes la cantaban, cuentos que para mí eran más motivo de risa que de temor.

Ensayamos varias horas cada día, buscando la perfección. Aun cuando nuestro director mostró una visible y repentina fatiga que notamos en sus ojos cansados, con grandes ojeras, seguramente producto del insomnio o algún otro trastorno del sueño. Le propusimos posponer la presentación, pero Eduardo era uno de esos músicos de idea fija.

No sé si fue por la novedad o por la excesiva difusión que le dimos al evento, pero el teatro estaba repleto, incluso con gente sentada en los pasillos. 

"Me complace presentarles una maravilla, una obra de arte que ha permanecido guardada por muchísimos años y que ahora tendrán la ocasión de oír, una experiencia que no podrán olvidar fácilmente por el resto de sus vidas dijo" un extasiado Eduardo.

Así revivimos a “Les Djinns” de Gabriel Fauré. Al comenzar con los primeros acordes, se produjo un silencio total…



Murs, ville et port,/
asile de mort,/
mer grise où brise/ 
la brise, tout dort…


La atención de tres mil personas boquiabiertas se me antojaba irreal. 


D'un nain qui saute /
c'est le galop,/
Il fuit, s'élance/
Puis, en cadence…


Los presentes lloraban, sobrecogidos por la armonía y majestuosidad de la interpretación.

LA VOIX SÉPULCRALE DES DJINNS…

El estruendo de aquella frase retumbó hasta la última fila del gran recinto. Nuestras voces parecían redoblar su potencia y el piano sonaba como una orquesta. Los niños y algunos adultos saltaron de sus asientos, asustados, pero a la vez asombrados.

***


jueves, 25 de diciembre de 2014

"No Navidad" por Aldo Astete Cuadra













Ilustración por Visceral.








Al principio, no sabía qué creer, sin embargo, sí entendía que las muertes de niños se sucedían cada año en navidad. Como si de un sacrificio tácito entre la comunidad y Santa Claus se tratara. En este pueblo la navidad era cosa de cuidado, no se dejaba de celebrar (una celebración como esta es capaz de sobrevivir a cualquier dificultad), simplemente se tomaban los resguardos, nadie hacía alarde de su celebración, era a puertas cerradas, ningún niño salía de casa en víspera o el día de navidad, nadie hacía ostentación de sus regalos, si es que los había. Quienes no cumplieran con aquel resguardo debían asumir las consecuencias.
No se trataba de una dulce navidad, ya me lo habían hecho saber a medida que conocía personas y la fecha se acercaba, también me sugirieron tener encendida la estufa en víspera, independiente del calor que en diciembre se instala en estos parajes. «Con fuego evitas que uno de los accesos, tal vez el principal, esté libre, tampoco abras las ventanas, menos la puerta si es que alguien golpea. No salgas de tu casa bajo ninguna circunstancia. Y sobre todo cuida de tus hijos, ellos son las principales víctimas, las que sucumben ante la navidad, y en este caso, ante el Viejo Pascuero, y esto último es literal»
Lo primero que oí sobre Santa en el pueblo es que en él le habían dado muerte, que ese hecho aconteció hacía ya 30 años, pero que desde que la animita que recordaba el lugar en que dejaron el cuerpo apuñalado y golpeado del Viejo Pascuero fue destruida y lanzada en pedazos al zanjón unos meses después de su muerte, nunca más la navidad fue una fecha para celebrar abiertamente. La Misa del Gallo se realizaba sólo con ancianos que ya no temían morir, pues la muerte les rondaba. Se pedía porque el flagelo de Santa Claus terminara, pedían perdón por haber profanado su sagrado espacio de recuerdo. Ahora, en ese mismo lugar una decena de animitas conmemoran el hecho original, algunas tienen devotos seguidores foráneos al pueblo que afirman haber obtenido milagros de Santa, milagros que se producen en navidad, en una «No Navidad» para nuestros vecinos..
Mi hija venía insistiendo en celebrar la navidad, en tener árbol y regalos, antes de mudarnos habíamos quedado en que esta sería una con más regalos que la anterior, si es que se portaba bien, ella creía en Papá Noel como le dicen en los dibujos animados, nosotros no hacíamos nada por desalentarla o incentivarla, creíamos junto a mi esposa, que debía seguir su propio proceso, así como con otras creencias.
En víspera estuvimos algo aislados por culpa de la varicela que atacó a mis dos hijos, así que las bajadas al pueblo eran netamente prácticas, nada de vida social o esparcimiento, en el campo lo teníamos todo. Estábamos pasando por un dulce momento familiar, pese a la enfermedad, pues al cuidarnos mutuamente nos habíamos unido como nunca antes. Por lo que olvidé por completo lo de la maldición navideña en que el pueblo se sumía, nunca tomé en serio lo que decían.


miércoles, 10 de diciembre de 2014

"La Española" capítulo IV, por Diego Escobedo













Ilustración por Ana Oyanadel.











Las horas fueron sucediéndose lentamente. Era un día despejado, la neblina prácticamente se había disipado. Pero entre los hombres ya corría el rumor de que la isla estaba habitada por criaturas demoniacas. Un temor que podía palparse en el aire. En cada actividad de los grumetes, ya fuera los que limpiaban la cubierta, arreglaban nudos, o pulían los cañones, todos siempre miraban sobre sus hombros. O atentamente a esa isla, de donde podía surgir en cualquier momento una mortal amenaza. Carbacho fue quien dio las órdenes durante el día. Gracias a él, el barco siguió funcionando con relativa normalidad. Mientras, el capitán se había encerrado en su camarote, con su botella de ron, a estudiar sus mapas. Esta vez no del caribe, sino de Sudamérica.

Cuando el sol se ocultaba, el padre San Juan bajó a la habitación que habían destinado a Grenouille. Contaba con un reducido espacio, una litera, un cajón, y una ventanilla desde donde se veía el mar. En posición fetal sobre la cama, mirando a la pared, estaba Grenouille, todavía llorando. Y sobre el velador, todavía estaba la bandeja con comida que le trajeron en la mañana.

Hijo mío, no es probado ni un bocado desde que llegaste aquí— le dijo el padre, en su idioma.
No tengo hambre, padre.

Tampoco haz probado el vino. Escasean los de este año, muy buena cosecha— dijo San Juan, mientras revisaba la botella, y aprovechó de servirse una copa.

No gracias, nunca bebo… vino.

El padre lo acompañó, mientras degustaba, con pausas dignas de catador, cada sorbo de la copa. Una vez que terminó, se le acercó a Grenouille y puso su gruesa mano sobre su hombro.

Jean Pierre, dime ¿qué pasa? ¿Qué es lo que te tiene tan destrozado?

Padre… —Grenouille se limpió la nariz, y se aclaró la garganta. San Juan aprovechó de echar una mirada a su vientre, donde tenía su puño cerrado. Todavía sostenía el crucifijo.

Lo he perdido todo, mi fortuna, mi mujer, mi vida, mi humanidad…

Calma, hijo. No te desesperes.

Más llanto. Lo dejó sollozar un poco más antes de seguir hablándole.

Tranquilo, estás a salvo ahora. Te llevaremos a la civilización…

No, no padre. No hay civilización para mí. No podría, no encajaría…

San Juan lo miró por un instante, con compasión.

Háblame de tu mujer, ¿cómo era ella?

Oh, Zarité… era la mujer más hermosa del mundo. Mestiza, sabe. Tan bella, curvilínea, siembre alegre… yo la amaba tanto. Me enseñó tantas cosas, con ella aprendí tantas formas distintas de amar a una mujer. El problema fue que también me enseñó cosas que ningún cristiano debería saber.

¿A qué te refieres?

—…Esto era suyo, sabe— se refería al crucifijo— ella siempre me dijo que nunca dejara de creer.

¿Y qué pasó, cómo murió?

Grenouille hizo otra pausa. Por un segundo el padre creyó que volvería a llorar, pero pareció arrepentirse a último minuto. Había llorado demasiado, y se le habían secado los lagrimales. Habló con una voz, ya no quebrada, sino que neutra y seca.

¿Alguna vez ha amado de verdad a alguien, padre? ¿No sólo a un crucifijo? Si lo hiciera sabría lo que uno a veces tiene que sacrificar por el otro.

Un mal presentimiento se formó en la consciencia del padre. Intuía hacia donde iba la confesión del agazapado.

sábado, 6 de diciembre de 2014

"Claroscuro" por Paul Eric












Ilustración por All Gore.









Está frente a mí. La botella de whisky está plantada, allí, en la mesa, y la miro de reojo, al tiempo que un escalofrío recorre mi cuerpo. La borrachera de la noche anterior sigue latente hoy, la siento en mi sangre, en el palpitar de las sienes, en mi tufo maloliente, en el calor y el tiritar de mi cuerpo. «No quiero beber más» y, sin embargo, ahí está Chivas, con voz venida de todos lados, directo a mi cabeza:


—Pero sí quieres un poco más —su sonrisa diabólica es ronca, única—. Vamos, mierda, que aún me queda un concho. Mátalo. ¡Vacíame!

Y, como atraído por un imán, destapo la botella y de ella misma bebo el pequeño sorbo. Vaciada. Ahora la culpa puede burlarse de mí, tal cual hace Chivas, o Johnnie, o alguna espumosa, rubia y helada cerveza, algo más retocado y menos dañino. Pero la culpa es igual al final. La noche anterior discutimos con mi pareja, alegó que llevaba tres días pidiéndome sexo, o que al menos besara su flor para que pudiese acabar. Hoy lo intenté, y pese a que levantó su trasero de manera tal que tenía su ano y su vagina justo frente a mi rostro, después de un par de mordidas por sus glúteos, de masturbarla y lamer sus pliegues, Chivas seguía en mi mente, burlándose. «No puedo hacerlo», dije. «Terminarás consiguiendo que lo nuestro acabe» respondió. Entonces le dije que si, al menos, se detuviera a pensar que vivo —y duermo— con monstruos en mi cabeza todos los días, quizá, podría comprender. Entonces tapó su desnudes, y la perfecta curvatura de sus senos y muslos desaparecieron bajo las sábanas. Lloré desamparado a un costado de la cama, quizá, esperando algún consuelo de su parte, pero lo que conseguí fue su mutismo. Lamenté que no quedara alcohol. Tampoco dinero. Sin entender el por qué, me largué al baño y, casi sin notarlo, sin motivo aparente, comencé a jalar el forro de mi pene. Éste comenzó a crecer lento, hasta alcanzar las dimensiones normales de toda la vida. De una excitación venida de la tristeza, comencé a sentir placer cuando la botella de Chivas Regal tomaba forma de mujer —la llevé conmigo pese a estar vacía—, y la boca de ésta se tornó en labios carnosos. Entonces ella fue directo a mi entrepierna; cada vez que mi glande entraba por la cueva, de mezcla de vidrio y suave carne de labios, mi pene se emborrachaba, mis muslos se tornaban rígidos, mis brazos estaban tensos sujetados al inodoro. Placer infinito. 

martes, 2 de diciembre de 2014

"La Española" capítulo III, por Diego Escobedo













Ilustración por Visceral.












Caída la noche, el capitán, el padre, Carbacho y el Doctor Pérez se reunieron en el camarote del primero.
—Es como una pesadilla. Una terrible pesadilla— meditó el capitán, con su mano sana en su barbilla.
—Aún no puedo creer que tengamos un zombie en el barco— dijo Carbacho.
—¿Cómo se ha portado Núñez?— preguntó Villarroel.
—Desde que lo encadenaron ha gritado como loco— contestó el primer oficial— nadie ha vuelto a bajar, pero se escucha desde la cubierta. Ya no habla con su voz, ni siquiera habla en lengua de cristianos, capitán.
—¿Y Grenouille, no ha dicho nada más?
—Según me dijo, las transformaciones son rápidas— respondió Pérez—, y antes de la medianoche Núñez será una de esas criaturas que tanto teme.
—¿Y su salud, qué me dice, doctor?
—Ese hombre es todo un caso. Nunca antes había visto a alguien con tanto pánico y ansiedad, capitán. Vivirá, pero yo diría que los nervios terminarán por matarlo. Aún no me explicó como sobrevivía en esas condiciones en la cueva. Muchas de las conchas que le extraje de la piel, actuaban como costras. Incluso encontré sanguijuelas y mariscos, que nunca antes había visto, en su cuerpo. Es todo tan increíble. Ni sabemos cuánto tiempo estuvo allí…
Claramente todo esto es una prueba de Fe— opinó el padre— el señor nos ha enviado al purgatorio mismo, donde deambulan estos seres que no están ni vivos ni muertos. Es aquí donde tenemos que ser más fuertes que nunca.
—¿Qué sugiere usted, padre?— preguntó Carbacho.
—Lo he pensado mucho. Mi mayor temor es que estemos ante el mismísimo Apocalipsis— afirmó, con biblia en mano, consultando uno de los últimos evangelios— el libro de la Revelación es bastante explícito: “Los muertos se levantarán de sus tumbas…” yo en lo personal, no creo que ésta sea tal catástrofe. Pareciera ser más bien un artificio del demonio. Y aunque fuera el Apocalipsis, aún podemos salvarnos por medio de la Fe, así como aún podemos salvar a Núñez.
—¿Qué insinúa, padre?— preguntó el capitán.
—Tenemos que sacarle el demonio del cuerpo a Núñez, y creo saber cómo…
Nadie entre los cuatro se atrevió a pronunciar la palabra, pero Villarroel reaccionó antes de que se explayara en su idea.
—No, padre. Es una locura.
—Es la única alternativa.
—¡No funcionará! Ni usted ni yo sabemos cómo se hace.
—No, pero cuando estuve en Roma, hablé con sacerdotes que sí lo habían hecho. Jamás lo he intentado, pero tengo una noción de cómo se hace.
—Si me lo permiten, caballeros— intervino el doctor— yo creo que debemos buscar una solución científica para este problema. Este hombre experimenta una enfermedad, con síntomas similares a los de la rabia, si tan sólo pudiéramos llevarlo a España…
—¡Está usted loco, doctor!— vociferó el capitán— tenemos que destruir a este maldito, antes de que nos destruya a nosotros. Ya escuchó a Grenouille, balas y sables, son la única solución.
—Caballeros, por favor cálmense— dijo Carbacho— escuchen, el capitán tiene razón. Las cadenas no resistirán mucho tiempo. Esta criatura tiene una fuerza sobre humana. No hay forma de llevarlo a España. Lo que sea que decidamos hacer, tiene que ser pronto.
Tras una larga pausa, finalmente el padre dijo:
—Capitán, sólo le estoy pidiendo una oportunidad, si mi idea no funciona, le doy permiso para que ejecute a ese infeliz. Y usted, doctor, tendrá que contentarse con estudiar los restos. Pero por favor, sólo le pido que tenga fe…
Contemplando la isla por una ventanilla en la pared, y con una angustiada expresión en el rostro, el capitán meditó unos instantes antes de dar su aprobación.


viernes, 28 de noviembre de 2014

"El mal negocio" por Aldo Astete Cuadra













Ilustración por Visceral.













Aquel día Sergio debía aguardar en Ancud a que lo recogieran en el auto para continuar viaje hasta Valdivia. Estuvo un buen tiempo recorriendo las angostas y monótonas calles hasta que decidió esperar en un café. El tiempo ahí transcurrió igual de lento, pero se entretuvo al menos, con unos libros que habían sobre el mesón y con música que emergía de una radio local.

Aún restaba una hora de espera, cuando las transmisiones se vieron interrumpidas con un informe de último minuto: se había diagnosticado a una serie de personas con un tipo de rabia hasta el momento desconocida, todos en Quellón. La noticia además agregaba que hasta ahora los médicos del hospital quellonino estaban enviando muestras a Santiago para establecer qué clase de infección era y el grado de contagio que esta tendría. Por el momento los pacientes estaban estables y en su mayoría se trataba de adolescentes y jóvenes.

Se preocupó, no sabía nada de su novia y sus amigos, debían llegar en cualquier momento a la Plaza de Armas a recogerlo. Pagó la cuenta y desandó las calles hasta el lugar de encuentro. No debió esperar demasiado. Tras saludar notó un poco tenso el ambiente. De parte de su novia, nada, pero de sus amigos, podría decirse que había un telón invisible entre ellos separándolos, aunque ambos fingieron estar bien y alegrarse al verlo, un gesto de Viviana le fue suficiente para no realizar preguntas. 

Lorenzo arrancó el vehículo y se fue en dirección de la costanera, enfilando hacia el camino que conduce hacia la playa de Lechagua.  

—¿Imagino Sergio, que a ti no te importará que me desvíe unos minutos para hacer un negocio no? —preguntó con tono sarcástico Lorenzo.

—Pues claro que no —respondió Sergio—, minutos más, minutos menos no harán demasiada diferencia, una vez salgamos de la isla y estemos en la autopista, además así aprovechamos de conocer un poco…

—A mí sí me molesta —dijo Franca—, se supone que debemos estar antes de las 8 de la mañana en Chillán y aún queda mucho por conducir, para mí cada minuto cuenta, sobre todo cuando conduce uno de noche…

—Pero mi amor, si no voy a demorar nada, Denis me dio un buen dato, no nos demoraremos nada. Llegamos, compramos y nos vamos enseguida, nadie se bajará a turistear, ¿cierto muchachos?

—Claro que nadie bajará, pero entiendo a Franca, Lorenzo. Ella está nerviosa pues nunca ha manejado distancias tan largas y además de noche… —Dijo Viviana utilizando aquello que llaman empatía femenina.

—Pero si yo manejaré, cuál es el problema…

—El problema es que anoche saliste a beber y no has dormido lo suficiente, te dará sueño y yo tendré que manejar y no conozco bien el camino.

—Despreocúpate mujer… ya verás cómo este negocio me dará energías y sí que me quede dormido te preocupa, pues atravesando el canal manejas tú y yo duermo hasta que nuestros amigos se bajen en Valdivia, y de ahí en adelante sigo descansado y feliz de ir con una durmiente tan bella como tú.

La situación mientras más se discutiera, más compleja se tornaría, él ya lo sabía, conocía perfectamente a Franca y sus exageraciones no siempre justificadas, al menos no para él. Así que decidió desviar el tema.

martes, 25 de noviembre de 2014

"La Española" capítulo II, por Diego Escobedo













Ilustración por Visceral.









Completamente rodeados, con los muertos acercándose a paso lento, los ojos clavados en los intrusos y el monstruo rugiendo furiosamente tras ellos, los españoles se sintieron totalmente acorralados.
La criatura aún exhibía el agujero que atravesaba su pecho, a la altura del corazón. Pegó otro inhumano alarido y los muertos retrocedieron. Un par de ellos ya estaban forcejeando con los dos grumetes en pie, pero estos los soltaron rápidamente ante el bestial alarido. Claramente seguían las órdenes de ese monstruo y éste quería su presa para él sólo.
Se acercó lentamente, riendo y babeando. Los españoles retrocedían, sin poder creer lo que veían. El capitán se percató de que la criatura no sólo jugaba con ellos: si se movía lento era porque aún cojeaba de su pierna izquierda. Los sablazos que le profirió no habían sido en vano.
Observó con cautela a su alrededor. Era un hombre de armas y sabía sacarle provecho estratégico a su entorno, aún en las peores condiciones. Fraguó en su cabeza una posible salida, su única esperanza. “Cuando de la orden, saltarán lejos” le susurró a sus hombres. Siguió retrocediendo con los demás. Los muertos le hacían espacio a la presa del monstruo. Se ubicaron en círculo, en torno a lo que iba a ser un auténtico circo romano. Ya estaban prácticamente al centro del hall, justo lo que necesitaba el capitán, cuando el monstruo pegó un salto de jaguar en dirección a sus víctimas.
    ¡¡Ya!! gritó el capitán.
En un solo movimiento sacó el revólver y disparó a la cadena que sostenía el enorme candelabro en el techo. Saltó a su derecha junto con dos de sus hombres, mientras que el padre saltó a su izquierda. Cuando el monstruo volvió a tocar el piso, una araña de candelabros lo aplastó, levantó todo el polvo de la sala y rompió las tablas del piso a su paso.
A los hombres les tomó unos instantes reorientarse. El polvo demoró en disiparse, pero el monstruo no dejó de emitir alaridos. Cuando recuperaron la visión, lo distinguieron claramente retorciéndose entre los escombros. El capitán se incorporó rápidamente y dio la orden de disparar. Él y los otros dos grumetes dispararon todo su arsenal contra el monstruo apresado hasta agotar sus balas. Cuando Villarroel comprobó que el gatillo ya no disparaba nada, tiro el revólver al piso y desenvainó nuevamente su espada. Se acercó decidido al monstruo. Su rostro estaba aún más deforme por la rabia y las heridas proferidas, y se tensó aún más cuando el Capitán Villarroel le amputó su brazo izquierdo.
Hecho el corte, el monstruo estalló en ira y rompió todos los fierros del candelabro que lo apresaban. Con su brazo bueno golpeó de forma tan poderosa al capitán contra su vientre que lo lanzó varios metros contra la pared izquierda de la sala. Villarroel cayó contra un mueble cubierto por sábanas (ese resultó ser un auténtico mueble). El impacto lo desmoronó, desparramando su contenido: platos rotos, copas, botellas vacías, pequeñas bolsas selladas, biblias y cruces de distintos tamaños.
El monstruo se dirigió tambaleando, pero aún jadeante y furioso, sobre el capitán Villarroel. De su brazo amputado no brotaba sangre, sino que goteaba un líquido verdoso, espeso y de olor inmundo. Con la mano derecha agarró al aturdido capitán por el cuello. Sin ninguna dificultad, lo sostuvo a veinte centímetros del piso. El capitán pataleaba y luchaba por respirar, mientras que el monstruo lo sostenía con su brazo firme y decidido. Lo sopesaba, contemplaba a ese pequeño e indefenso mortal. Despidió una risa maliciosa, y luego abrió sus fauces de par en par, acercando sus colmillos al cuello del capitán.
La bestia se detuvo en seco, repentinamente. Sus ojos oscuros parecía que se habían nublado. Soltó al capitán, quien cayó rendido al piso, recuperando el aire. Miró hacia arriba: el agujero del corazón de la bestia había sido atravesado por una especie de estaca. Se puso de rodillas, y cayó rendido contra el piso.
Villarroel se alejó para que el monstruo no se desplomara sobre él. Entonces pudo ver quién estaba detrás: el padre San Juan. Sobre la espalda de la criatura se erguía, cual bandera, una gruesa cruz cristiana, de medio metro de alto. La estocada que le acertó el religioso resultó ser el golpe de gracia definitivo. Nunca supieron si fue debido al poder de Dios que representaba, o a que el corazón de esas criaturas aún latía como órgano de mortal. Nadie sabía.
    ¿Está bien?- preguntó el padre San Juan al capitán, al tiempo que le ofrecía su mano.
Respondió afirmativamente con la cabeza, y dejó que el padre lo ayudara a levantarse. Los españoles se reagruparon, al mismo tiempo que los muertos vivientes retomaban la iniciativa. Aún con la adrenalina en sus venas, el capitán agarró un fierro del candelabro y no titubeó en comprobar lo fácil que era repeler a los reanimados golpeándolos con un objeto contundente. Cargaron a Núñez (quién habían dejado olvidado en el piso en medio de la confusión, por fortuna los muertos no se le acercaron), rompieron uno de los cristales, y salieron de ese endemoniado edificio.
Trotando suavemente regresaron a la playa. En el camino, Villarroel trató de mantener la calma entre sus hombres, pero fue difícil: los escombros que hace sólo unos minutos estuviesen inertes ahora se movían. De los rincones más inverosímiles brotaban torpemente más cuerpos putrefactos reanimados. Del piso surgían manos amputadas que se agarraban a las piernas de los marineros; incluso vislumbraron un esqueleto sin piernas que reptaba sobre una masa de apéndices e intestinos que brotaba de su tórax, arrastrándose a duras penas con sus huesudos brazos.
Era un ambiente surreal. Equiparable a los peores relatos del infierno que les contaran en la iglesia. Afortunadamente todas esas criaturas eran igual de lentas y desorientadas. De una patada era fácil alejarlas. La clave estaba en no dejarse encerrar por grupos de esas cosas. No obstante, la piel se les volvió a erizar cuando escucharon de una grieta en el suelo el claro alarido bestial del monstruo que mataron en la gobernación. Habían más. Muchos más.
Esperaron a estar en el bote, ya a varios metros de la orilla, para soltar las preguntas.

viernes, 21 de noviembre de 2014

"La Sombra" por Javier Maldonado Quiroga













Ilustración por Visceral.









Cerró los ojos esperando que su silueta se hubiera desvanecido, pero cuando volvió a mirar la sombra seguía ahí, envuelta en tinieblas en un rincón junto a la pared. La noche era oscura e incluso la luna parecía haberse escondido, contagiada de sus temores.

Era idéntica a sí mismo, excepto por sus ojos que eran dos esferas negras como piedras de ónice. Trató de llamar a sus padres, pero con horror se dio cuenta de que no era capaz. El miedo se aferraba a su garganta, desgarrando su voz en un hilo colmado de angustia.

Volvió a cerrar los ojos pero esta vez no los abrió. Se dejó embriagar por aquella falsa oscuridad, pobre remedo de la otra, la real, que se apretujaba a su alrededor como los contornos de cientos de fantasmas, envidiosos de su vitalidad. De su calor.

El sueño llegó bajo la forma de una grotesca pesadilla donde veía aquellos ojos encima de él, observándolo desde los pies de su cama.

Junto a una respiración monótona e incesante.

O quizás solo era el viento.

A la mañana siguiente la sombra seguía ahí. La vio a través del espejo, en el baño, a su espalda. Observándolo, siempre observándolo.

No dijo nada. Quizás se había vuelto loco. Tantas veces había maldecido su suerte y ahora lo abrazaba la locura.

Afuera lloviznaba.

Su padre lo llevó a la escuela. Ninguno dijo nada al otro, como siempre. Ella seguía ahí, en el asiento de atrás. Evitó mirarla.

De haber podido se hubiera bajado del auto y hubiera corrido sin detenerse hasta desaparecer. No huía de aquella sombra de sí mismo, sino de lo demás. De todo lo demás.

Sabía lo que le esperaba una vez llegaran a destino.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

"La Española" Capítulo I, por Diego Escobedo













Ilustración por Visceral.






CAPÍTULO 1

El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”
Juan 6:54

Los suspiros guturales se escuchaban desde el otro extremo del pasillo. El capitán le pisaba los talones al Padre San Juan, a medida que avanzaban temerosos por el estrecho y poco iluminado pasaje. Cada madera que pisaban chirriaba de forma exagerada, pero el ser que los esperaba en la habitación del fondo parecía indiferente a estos ruidos. En realidad era indiferente a las cadenas y a todo su sufrimiento en el mundo terrenal. Su dolor venía de mucho más allá, de las profundidades insondables, de abismos demoníacos. Con sus animalescos aullidos y voz inhumana, los dos hombres de Fe sentían con toda claridad las maldiciones del infierno retumbar en sus cristianos oídos. El padre se persignó dos veces más antes de atravesar el umbral. Retrocedió bruscamente cuando la criatura agitó las cadenas, sacando chirridos de desencaje de las tablas. El capitán lo calmó, echó un vistazo.

—Sigue encadenado. Entremos— susurró.

***

El Capitán Villarroel tenía miedo. No tenía caso negarlo. Tanto como San Juan. Ni éste último tenía muy claro lo que debía hacer. Cómo demonios llegué a esto, cavilaba una y otra vez. En sus veinte años de servicio a la armada imperial, con todos sus gajes y altibajos, no recordaba una situación tan al límite. Y es que a ninguna generación de la escuela naval les enseñaron a lidiar con el infierno mismo.

Ese era precisamente el destino que había apresado al Capitán y sus Hombres: El Infierno, el mismísimo Hades. No había otro nombre para describir a ese lugar, que en los mapas convencionales, esos que aún incluyen dragones, serpientes y demases monstruos marinos en sus cartas de navegación, figura como la isla de La Española. Antigua adquisición colonial que le diera tanta fortuna a la Madre España. Claro que las cosas habían cambiado.

Corrían vientos de cambios en las aguas de Europa y las Américas. Mientras los aliados franceses se guillotinaban entre sí, en el caribe, en Saint-Domingue (porción oriental de La Española, cedida por el imperio a Francia) los esclavos negros aprovechaban la confusión republicana, y esas disparatadas ideas de igualdad y libertad, para rebelarse contra sus amos blancos. Que los superaran en número de diez a uno contribuyó bastante. Ni las tropas del cerdo chaparro de Bonaparte pudieron contenerlos, y los rebeldes terminaron proclamando la “República Negra de Haití”. Un duro golpe para Francia, y para la esclavitud en todo el mundo.

No contentos con eso, los endemoniados negros expandieron su revuelta más allá de las sierras montañosas que los separaban de los dominios hispanos. Lograron conquistar el Santo Domingo Oriental allá por 1822. Habían pasado tres años desde eso, y prácticamente no se sabía más de la isla. Los negros y las grandes potencias se encargaron de cortar toda conexión con el mundo exterior. Sólo se sabía que esos bárbaros ni siquiera habían liberado a los esclavos, como prometían. Si no que se dedicaban a saquear la comida de los dominicanos, a masacrar a los blancos, y obligaban a todos en la isla a hablar su vulgar e inentendible idioma, que poco y nada respetaba del francés tradicional.

Ese era el escenario con que los hombres de bandera cruzada surcaban en el Silvestre Segundo, antiguo y veloz galeón de Villarroel, las aguas centroamericanas. El capitán, un hombre alto, de cabello castaño y complexión fuerte, con su experiencia había creído que sabía a lo que se enfrentaba. Ahora lo dudaba, cada vez más. Su misión no era reconquistar, sino simplemente hacer un reconocimiento del terreno. Claro que el capitán vasco no necesitaba mayores razones para escarmentar él mismo a esos negruscos altaneros.

—Capitán, estamos a menos de una legua de La Española ¿ordeno subir las velas?— le consultó un marino joven, moreno y de acento andaluz. Villarroel oteaba el horizonte desde la proa con una impávida expresión.

—Hágalo, y mande a un grumete con catalejo a acompañar a Sánchez allá arriba. Extrañamente no se ve nada, Carbacho.

—A la orden, mi capitán.

Carbacho era el primer oficial del barco, uno de los más jóvenes de la marina imperial. No tuvo tiempo de comentarle su sorpresa al capitán por lo repentino de la neblina. Algo inusual para esas aguas. En pocos minutos la embarcación se vio abrazada por gruesos borbotones de nubes. Villarroel procuró no darle importancia. La nave hacía muy poco que había surcado las aguas de una isla de nombre “Niebla” donde se daba un fenómeno similar, próxima a una lejana ciudad llamada Valdivia. Claro que el clima era totalmente distinto entre ambas latitudes.

Como fuese, Haití recibió a los marineros envuelta en un halo de nubes y misterio. Un mal presentimiento le erizó la piel a distintos grumetes. Villarroel lo notó en cuanto dos fulanos que trapeaban la cubierta, se paralizaron ante la imagen de la intimidante isla.

—¿Piensan pintar el paisaje o qué? ¡Vuelvan a trabajar, carajo!— les espetó Villarroel sacándolos de su trance.

viernes, 31 de octubre de 2014

"Noche de paz, noche de muerte" por Fraterno Dracon Saccis













Ilustración por All Gore.








Franco adoraba caminar durante las noches tibias y nubladas, sin la mirada impasible de las estrellas y la luna. 

Especialmente en noches como Halloween, la gente convivía con lo oscuridad, ya sea por el agradable tiempo, ya sea por seguir a la cada vez más numerosa costumbre (sea todo lo importada que se quiera), que hacía de quienes deambulaban con disfraces sombríos o coloridos, partícipes de un ritual aunque deformado, nacido en la era en que más estábamos conectados con la tierra. Un agónico sobreviviente del paganismo.

Aún quedaban familias recorriendo las casas que anunciaban su complicidad, con adornos festivos y macabros. Compartir la abundancia, repartiendo confites hechos en serie, simbolizando los frutos que la diosa nos brinda.

Una ambulancia a toda velocidad dejó flotando sus haz carmesí, sin que su presencia causase el ominoso escalofrío en otra escenario. Rodeados de muerte, una muerte que no esperaba al inicio del túnel, si no que con su guadaña cortaba el trigo para dar paso a nuevas siembras.

Franco se alejó de las casas y atravesó el puente hasta llegar a una de las zonas bohemias del centro, la más rancia y mal oliente, donde nada sabían de calabazas y caramelos. Apenas notaban el día y la noche, encerrados en cantinas de música etílica y aire viciado.

Se quedó parado en un rincón sin más iluminación que la de la brasa de su cigarrillo, acechando.

jueves, 16 de octubre de 2014

"El imbunche de Quicaví" por Aldo Astete Cuadra













Ilustración por Ana Oyanadel.






Extracto del borrador de un guión

Al entrar en la caverna, Benjamín toma un chonchón y lo enciende, le da otro a Sayén, se oye un balido ronco, despacio, como un ronquido o una respiración, es constante. La luminosidad muestra un corredor, caminan por él hasta llegar a un amplio espacio, en el centro de la habitación aparece la imagen del imbunche, un ser de pelaje blanco que aparece semi incorporado en sus dos pies, la otra mano cercana al suelo y una joroba compuesta por su pierna, un pie sobresale por sobre la cabeza. Su cuerpo está cubierto completamente por pelo blanco de chivo, su rostro es el de un ser humano con rasgos de estupidez y ferocidad, al intentar hablar se le nota la ausencia de varios dientes.
Benjamín: Oh juez Imbunche, disculpa nuestra intromisión, hemos venido a traerte comida.
Imbunche: Kiegghhh Koojjjj eooocuejlla a Cueujjjjejjejggne
Benjamín: Esta mujer es Sayén Naín, está preparándose para ser uno de nosotros y es muy buena, ella ha destazado esta carne para ti. (Benjamín se quita un morral y se lo muestra al Imbunche.
Sayén: Mis respetos Imbunche. (Sayén dice esto con sincero ademán)
Benjamín: Debemos presentar ahora nuestra sumisión ante el juez, sígueme, haz lo que yo. (esto se lo dice en voz baja, al oído).
Benjamín camina hasta llegar muy cerca del Imbunche, éste se da media vuelta dejando un trasero pelado, como el de los papiones, y Benjamín se inclina para darle un beso en el ano. (la imagen muestra el ano del imbunche en primer plano con restos de fecas y pelos)
Sayén mira esto horrorizada, asqueada.
Benjamín: Es tu turno Sayén, adelante (la invita a pasar con un ademán)
Sayén da un paso y se detiene, está a punto de vomitar, sin embargo, se rehace, se acerca a unos centímetros y cierra sus ojos (La imagen muestra los labios de Sayén hacer contacto con el ano del imbunche) Se retira asqueada limpiándose la boca con el antebrazo.
Benjamín: ahora daremos alimento al imbunche, ya hemos ganado su confianza (el ser se da media vuelta y engulle lo que le han tirado al suelo, hacen una reverencia y se dirigen hasta una puerta que está al final de la habitación, entran a una sala más pequeña que la anterior, en ella hay un trono que preside una mesa pentagonal con 12 tronos más pequeños, tres en cada lado de la mesa.
Sayén: Por fin en la famosa cueva, en donde se reúne la Mayoría.


martes, 7 de octubre de 2014

"La Muerte de Ligeia" por Daniel H.V.

Ilustración por Daniel H.V.



En honor al Maestro Edgar Allan Poe.





Éramos dos bellos amantes
mas él era un niño de febril imaginación,
en excesos de opio alucinaba
en delirantes trances embebido de alcohol.
A cada instante su pobre corazón de niño
veíase en versos de horror cautivo.

Dedicábamos nuestro tiempo
a lecturas poco frecuentes
intentábamos encontrar
la manera doblegar la muerte
y así poder sobrevolar
el cruel destino inminente.

Aciága fue la noche en que me alcanzó
cobarde la invisible enfermedad.
Fatal y silenciosa
con sus plumas me rodeó.
En un último gemido,
luego de haberle pedido
a mi esposo que leyera por última vez,
aquél poema hermoso
recitando en voz alta, los últimos versos añosos
de Glanvill el viejo filósofo:

“El hombre no se doblega a los ángeles,
ni cede por entero a la muerte,
como no sea por la flaqueza de su débil voluntad”

y aún con los versos frescos en sus labios,
mi alma abandonó su cuerpo
tras esos versos sabios

Mi voluntad no era la muerte,
como en un sueño extraño y rodeada de seres profanos
sacudía mi cuerpo ligero pero encadenado.
Deambulaba entre los visillos de la habitación
tropezaba con los candelabros de oro
intentando andar en esa profunda ensoñación.
Poco recuerdo de aquél momento
mis pies parecían no tocar el suelo
y de mi corazón pendía un fino hilo
que me sostenía en el desasosiego
de aquél extraño limbo.

Llegó una impía mujer a nuestro lecho
Rowena de Tremaine
observaba yo a mi esposo
junto a la mujerzuela, de los cabellos de oro,
de ojos azules, de corazón irrespetuoso.

Tal era mi voluntad de vivir
que palpaba todo cuanto encontraba
para sentirme viva,
para sentir la vida.
La frente de Rowena con mis dedos acaricié
fue mi pálido toque, el que selló su destino
muerte traía en mis manos, muerte entregué
a la joven e irreverente mujerzuela
de ojos azules, de cabellos rubios.

Cayó enferma de fiebre
y el alma de esa mujer de su cuerpo arranqué.

En violentas sacudidas
Las cadenas de la muerte resquebrajé
luego de varios intentos
de aquellos seres escapé
y mi voluntad de vivir jamás abandoné

Sobre el cuerpo de la joven Rowena
mi alma posé,
oscureciose su cabello,
volví de mármol su piel.
Amortajada del lecho de muerte me levanté,
y mi esposo,
mi amado
de bruces cayó a mis pies
enloquecido, sin poderlo creer
gritaba y sollozaba:
“¡Ligeia!, ¡Ligea!, ¿cómo puede esto ser?”
acariciando su cabeza de niño perdido
los viejos versos le susurré:

“El hombre no se doblega a los ángeles,
ni cede por entero a la muerte,
como no sea por la flaqueza de su débil voluntad”.

"Monstruos hechos a mano" por Fraterno Dracon Saccis













Ilustración por All Gore.








Los pies de Lilén sangraban mientras corría tras el caballo.

El jinete miraba sobre su hombro, riendo. Cuando veía que la distancia entre él y la mujer era demasiado amplia, frenaba su caballo para cabalgar en círculos y alzar su botín.
Mientras lo levantaba por el tobillo, el bebé berreaba más alto. Cuando la mujer ya estaba a pasos de alcanzarlos, reanudaba la marcha entre carcajadas.

Así la atrajo hasta el río.

Desmontó y se acercó a la rivera. Lilén gritó al ver que el hombre sostenía a su hijo sobre las aguas y corrió aún más rápido, a pesar del dolor de sus pies lacerados.

El jinete desenvainó su espada corta y le rebanó el cuello al bebé.

La sangre formó un arco cuando arrojó el cuerpo al torrente. Lilén calló de rodillas. El rictus la poseyó por un momento, hasta que reaccionó y se lanzó al rescate de su pequeño. El jinete montó y cabalgó río abajo, sin perderle de vista. La mujer braceó buscando ir más rápido que su bebé. Una piedra del fondo le abrió una herida por toda una pantorrilla, mas solo sintió un frío en el hueso. Sus fuerzas se fueron agotando. Chocó con un tronco que le golpeó el costado, dejándola sin aire. Tragó agua y a duras penas logró salir a flote. Una larga mancha rojiza que atravesaba una zona calmada por un dique natural, le indicó que ya estaba cerca. Al borde de las rocas y ramas que ralentizaban el flujo, el cuerpo de su pequeño estaba atascado. La cabeza se agitaba con la fuerza del torrente, unida al cuerpo apenas por la columna. Sacó sus últimas fuerzas para llegar hasta él desplazándose por las ramas. Al soltar las manos para abrazarlo, la corriente los arrastró a ambos.

***

jueves, 11 de septiembre de 2014

"No hay perdón ni olvido" por Fraterno Dracon Saccis













Ilustración por All Gore.








Un puñetazo la despertó.

Al intentar protegerse del siguiente impacto, sus brazos no respondieron. Un hormigueo le recorría las manos. Las muñecas eran una costra que envolvía el alambre que las inmovilizaba. El nuevo golpe dio de lleno en la mandíbula, penetrando a través de la barrera de adormecimiento que la fractura había fabricado, alargando las líneas que surcaban el hueso.

—Abre los ojos puta —resonó entre unos dientes apretados que hedían a vino y cigarro.

Cuando le jaló del pelo, fue como si las raíces sangraran, cual árboles de carne. El cuero cabelludo era una gran costra. Los ojos eran una gran costra. Toda ella era una gran costra.

—Enchufa esa güeá —dijeron los dientes apretados a alguien que respondió a lo lejos, a kilómetros fuera de la luz que atravesaba sus párpados sellados. El tufo de la voz mandante sobrepasaba el ambiente rancio de sudor, orina y feca.

La entrepierna se transformó en una tormenta eléctrica, un tornado de dolor que pronto se ramificó por el cuerpo.

***

Un puñetazo la despertó.

Al intentar protegerse del siguiente impacto, sus brazos no respondieron. Las muñecas estaban aprisionadas por unas manos inmensas y ásperas como lija. El nuevo golpe dio de lleno en la mandíbula, que crujió salpicándole la cabeza de estrellas puntiagudas, cada una incrustada al cráneo como garrapatas a un perro moribundo. 

viernes, 29 de agosto de 2014

"Mr. Graveyard" por Pablo Espinoza Bardi













Ilustración por Ana Oyanadel.







Los ángulos de la casona cambiaron de una forma vertiginosa. Un hedor impregnó todo el lugar dejando estupefactos al Señor y la Sra. Baylock. Los dos sintieron al unísono como una fuerza invisible les trituraba los huesos al tiempo que los azotaba de lado a lado contra las paredes. La sensación viscosa de aquella desagradable fuerza se tornó en un agudo dolor cuando unos inexistentes garfios cercenaban la piel de la pareja: cortando y mutilando. La sangre fluía de aquellos cuerpos de manera sobrenatural, como si la invisible entidad succionara los chorros de sangre que nunca llegaron a tocar el piso. Aquella noche, Mr. Graveyard veía la escena con gran satisfacción.

***

viernes, 22 de agosto de 2014

"Sacrificios" por Roderick Usher













Ilustración por All Gore.






La lámpara ilumina el rostro del tipo esposado a la silla. Lleva la ropa sucia y su cuidado pelo corto, que solía caer en una estudiada curva sobre el ojo derecho, ahora es una maraña de pasto, sangre y barro. Roberto, mi compañero, lo mira con desprecio. «Andrés Alarcón, Docente, Facultad de Antropología, Universidad de Concepción» consignaron los carabineros «Es un profe de universidad, uno de estos humanistas que se creen la cagada». Me da un poco de risa. Roberto estudió filosofía 3 años, pero lo dejó para «hacerse un hombre de verdad». Era lo que me calentaba de él. Ese intelectual convertido en bárbaro por culpa de «Fight Club». «De Ted Kaczynski» decía él.
«Ojo. Este huevón está loco» me susurra antes de entrar. Pongo la mano en su hombro. Puedo ver que está tenso.
—Andrés —digo, a modo de saludo, mientras Roberto se sienta frente al tipo, dejando caer ostentosamente el expediente sobre la mesa. Quiere hacer ruido. Que el hombre le vea enojado. Eso me aclara que parte de la rutina me toca— Tenemos una gran cantidad de evidencia inculpatoria. No escaparás fácil. Lo mejor es que te declares culpable y quizás la fiscalía te de alguna regalía…
El profesor suspira y echa la cabeza hacia atrás.

—No saben nada. Traigan a mi abogado. Tengo derecho a una llamada telefónica—dice.
—¿Qué mierda no sabemos? ¿Acaso no está claro, huevón? —Masculla Roberto, golpeando la mesa— ¿te crees que esto es una película policial, pendejo? —Son las cuatro a.m. Roberto es padre soltero y su hijita quedó durmiendo sola. Lo último que quiere es un fanfarrón. Le pongo la mano sobre el hombro en nuestro acto clásico de «policía buena y policía malo». La dejo ahí. Ese cuello de toro me calienta, como siempre, a pesar de esta situación de mierda. Me distraigo pensando en moteles y guardias nocturnas en el Montero, en el sabor del semen de Roberto en mi boca. Respiro profundo para relajarme y centrarme. Me froto los ojos.
—Partamos por el principio. Si de verdad no tienes nada que ocultar ¿por qué huías de la casa de tu hermana cuando llegaron los carabineros? Ella los llamó, acusando que luego de desaparecer durante un año, querías robarte a su bebé…
—Me dio miedo —El hombre alza la vista, desafiante— Tengo traumas con ustedes, cerdos, desde los tiempo de la dictadura.
Su mentira está tan bien planeada que se la cree. No hay dudas en sus ojos claros, que nos miran con desdén. Pero ya ha sido suficiente. Abro la carpeta que Roberto dejó sobre la mesa y pongo frente a él la bolsa plástica.
—¿Reconoces esto? Lo encontramos en…—los colores abandonan el rostro del hombre al ver el cuchillo. Mi compañero me interrumpe.
—Tenemos el cuchillo con tus huellas y la sangre de ambos…—Roberto mastica cuidadosamente las palabras, dejando que hagan efecto sobre el orgulloso académico— Por si fuera poco, una vieja copuchenta de tu barrio dijo que te había visto yendo al mar con tu bebé.

martes, 19 de agosto de 2014

"La Verdadera Historia de Richard Upton Pickman" por Patricio Alfonso













Ilustración por Alex Olivares







Preludio

Surge la luna tras una nube negra, iluminando la faz del Boston dormido. Sus rayos alumbran un momento la oscura fachada de una casa, en el North End. En la entrada hay de pie una silueta. La luz de la luna muestra unos ojos rasgados, unas orejas demasiado puntiagudas, los pelos rojizos de su barba rala. A sus pies yace un maletín del que sobresalen algunos lienzos enrollados y los mangos de unos pinceles, y del cuello le cuelga una cámara fotográfica. El pintor Richard Pickman lanza una mirada irónica a la calle que baja hacia el mar de Massachussets, antes de levantar el maletín y ponerse a caminar en dirección a la Copp´s Hill, pasando por callejas torcidas flanqueadas por casas de techos puntiagudos y muros vacilantes. Las casas terminan, y Pickman sube por la ladera hasta la verja del viejo cementerio. La verja está cerrada con una cadena gruesa y cubierta de orín, pero Pickman la empuja creando un espacio para deslizar su delgado cuerpo. Como una sombra creada por los rayos de la luna, Pickman camina entre las antiguas tumbas. Llega por fin al sector más recóndito y ruinoso del camposanto. Tres figuras se alzan de una lápida destrozada. Se los podría tomar por cadáveres escapados de aquellos sepulcros. Completamente desnudos, fláccidos y esqueléticos, llevan en la piel el tono ceniciento de los muertos, manchado aquí y allá por parches de moho y descomposición. Sus manos y pies terminan en uñas enormes. Sus rostros, una mixtura atroz de cerdo, perro y ser humano deben ser familiares, sin embargo, a los habitúes del Art Club de Boston, donde Pickman exhibe sus pinturas. El pintor levanta la cámara fotográfica y el fogonazo del flash relampaguea entre las sombras del cementerio. Luego Pickman se abre paso entre el monstruoso trío.
    Hoy no me ocuparé mas de ustedes, gusanos de cárcava —les dice con tono de burla—. He venido a ver a una reina.

Pickman se aproxima a un mausoleo de factura gótica que por su forma y dimensiones destaca entre las pobres y derruidas tumbas que lo rodean. La luz de la luna que pasa permite ver en el sombrío interior paredes cubiertas de nichos y un túmulo central. Pickman entra y se acerca, mirando dentro.


En el interior del túmulo los rayos lunares dejan ver el cuerpo yacente de una mujer envuelto en tules negros y con las manos cruzadas sobre el pecho.

    Hora de despertar, princesa. He venido a hacer tu retrato.

Las manos de la interpelada son tan pálidas como su rostro, con larguísimas uñas pintadas de negro. Su faz de bellos rasgos es tersa. Se la diría viva en la tumba, pero quien sabe que opinión merecería a quien se la topase en la Beacon Street. Pickman se inclina y con un beso roza apenas sus labios rojos.

    —Aquí está tu príncipe, Bella Durmiente.

jueves, 14 de agosto de 2014

"La Desolación del Solitario Tiempo" por Fraterno Dracon Saccis













"Nyarlathotep, El Caos Reptante" por All Gore






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I know that light is not for me
Save that of the moon over the rock tombs of Neb
Nor any debauchery save the unknown feasts of Nitokris
Beneath the great pyramid.

But in the loneliness of entombment,
I welcome the bitterness of alienage.


"Beneath Eternal Oceans of Sand" —Nile


Transcripción automática del mensaje captado a las 1825, envío por repetición desde Estación (abandonada) 0001 – Tierra
[BEGIN SCRIPT]
Intentaré ser lo más coherente en este informe que creo será el último que recibirán de mi parte.

Capitán Horad Robertson, número clave 3-1-1-9, a cargo del Crucero Wrap Tie-X-Cepto, único sobreviviente del transportador ID15031937, caído [segmento indescifrable] la Tierra. Se adjunta diagnóstico de errores de sistema del transportador, así como archivos de seguridad encriptados del Crucero Wrap, para ficha de proceso marcial. Como solicitud personal, hago el ferviente llamado a detener a como de lugar el proceso de repoblamiento del sistema natal. Espero que este mensaje llegue a tiempo.

Desde el crucero, previo al descenso, se realizaron todos los análisis posibles, desde la búsqueda de señales de radio por más primitivas que fuesen, hasta la ceremonia de presentación, donde no se detectó ninguna forma de vida con el raciocinio equivalente al humano. Los mediums no encontraron más que flora y fauna de nivel psíquico subdesarrollado.

Eliminados todos los factores de riesgo, conformé el equipo de descenso, dejando solo al oficial Sihttev monitoreando las funciones de la IA del crucero. Si bien la idea original era solo descender con el personal destinado al muestro, los mediums, oficiales Abbdey, Shultz y Veidt, solicitaron ser parte de la comitiva, aduciendo podría ser la única oportunidad de poner pie en la Madre Tierra. No hallando razón para negarse a la solicitud, los mencionados tripulantes se sumaron al teniente Garcés y a los oficiales Mindol, Hertz, Cutner y Brown.

El lugar elegido para tocar tierra fue el que alguna vez fuera Cabo Cañaveral, tanto por su valor simbólico como por las condiciones climáticas que presentaba el área. La entrada a la atmósfera se realizó sin mayor inconveniente, al menos hasta encontrarnos a unos 70 km. de la superficie.

En este punto, el informe se hará cada vez más difícil de hilar.

La cabina perdió su forma oval, estirándose mucho más allá de lo que está diseñada. Los telecontroles se fundieron de inmediato, pude sentir como los chips de mi nuca ardían y se derretían dentro de mi piel. El modo manual tampoco respondió, así como el resto de la tripulación ni mucho menos la IA del crucero ni el oficial Sihttey, sepultando mis esperanzas de que el piloteo remoto nos librara de estrellarnos. La temperatura se había elevado a unos 60° C y la aislación del traje no daba abasto. Los [segmento indescifrable]. Cuando el cristal del casco se agrietaba, la cabina dejó su carácter tridimensional para transformarse en una línea de luz, un haz ausente del calor infernal de hacía un segundo (o fueron horas, la memoria relativiza mucho). La paz se había apoderado de mi terror y lo había pulverizado.

Todos nos habíamos convertido en un haz de luz.

viernes, 8 de agosto de 2014

"Hombres de Negro" por Aldo Astete Cuadra













Ilustración por All Gore








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Josefa me esperaba a la entrada del emporio que se encontraba cerrado. Su rostro reflejaba una gran preocupación. Una vez al interior de su casa me comentó que había entablado una extraña conversación con un misterioso hombre en el velorio de su vecina. Describió al sujeto con ojos celestes y cabello cano le daban un aspecto fantasmal que se acentuaba por la voz grave y pausada. Utilizaba un sombrero de ala corta vistiendo de riguroso negro y sosteniendo en su mano un bastón tallado que terminaba en una horrenda figura. Le solicitó mi dirección para tratar un asunto que enfatizó ser de sumo cuidado. Josefa le sugirió asistir al funeral, en donde seguro podría encontrarme, evitando revelar mi domicilio temporal, intuyendo que mejor sería llevar a cabo la entrevista en algún espacio abierto y neutral. El hombre la observó un momento con una profundidad marina, cegadora, como si intentara escudriñar en sus pensamientos, Josefa dice haberse sentido abusada, algo se había introducido en su cuerpo, tal vez a través de los ojos, su menté se aflojó y un sopor casi la desarmaron frente a este hombre, que finalmente se despidió fríamente saliendo del velorio para unirse en la esquina a un segundo hombre de características similares, ellos se miraron sin decir nada y emprendieron un andar lento apoyando sus bastones, parecían estar sincronizados en sus movimientos, se perdieron al doblar por una esquina hacia el pueblo.
Intenté tranquilizar a Josefa mintiéndole, diciendo que, tal vez, se trataba de alguna trivialidad, de una información sin mucho asidero que dos personas seniles intentaban ofrecer, que esperaba que aparecieran en el cementerio y que dejara de preocuparse, por más que sus presentimientos le indicaran algo distinto. Más tarde, nos unimos al responso en dirección al cementerio, muchos vecinos estaban en la comitiva, centenares de personas que parecían tener más, un rostro de preocupación, que de pena o dolor ante la partida de la menor. Se trataba del suicidio 25 en menos de dos meses y nadie aún lograba desentrañar las razones por las que adultos, jóvenes y niños estaban tomando semejantes decisiones. Existía una especie de atmósfera de pesimismo instalada en el complejo habitacional Artreno, una depresión masiva y popular, algo que era imposible de explicar con argumentos racionales. Tal vez lo que los hombres de bastón me dijeran podría dar luces o encaminar mis averiguaciones. Esperaba ansioso verlos aparecer, recorrí el trayecto hasta el cementerio en vilo, imaginando el curso de una supuesta conversación, estaba seguro de que aquello no podía sino significar que ambos estaban relacionados con todo este misterio. Luego del ritual mortuorio, de toda la retórica de los discursos y del sentido llanto de familiares y amigos, se marcharon, dejando solo el cementerio, como debe ser el descanso de los muertos, en tranquilidad, una que sólo otorga la soledad. Le pedí a Josefa que se adelantara, que se fuera a su casa y que pensara bien en lo que le había sugerido, aquello de abandonar la villa y el pueblo.  Yo esperaría unos minutos más, debía hablar con ellos en ese preciso momento, para no continuar involucrándola en mis investigaciones. Un presentimiento me indicaba que se presentarían en cualquier momento, la frente y las manos me sudaban, entré en una especie de crisis nerviosa y debí sentarme en una lápida.